miércoles, 10 de enero de 2024

El nuevo arte del holandés errante

 


Estaba la autoficción señoreándolo todo, mandona y arrogante, invadiendo el territorio puro de la imaginación novelesca. Tan extenso y tiránico fue su imperio que el gran Eduardo Mendoza dio por muerta la novela.  Y es que los escritores ya no tenían que camuflar las fuentes de su memoria con las que construían bellas mentiras literarias. De hecho, ya ni tenían que esforzarse por fabricar un narrador que las explicase, ni siquiera una voz diferente a la suya propia.

El autor aniquiló al narrador porque se bastaba y se sobraba, o quizás porque era el modo más efectivo y facilón de generar verosimilitud.  Mientras, ante tamaña barbarie, la novela tradicional se batió en retirada, rindió armas y se refugió en los cuarteles de invierno del best seller, aprovisionándose de copiosa historia antigua y medieval; crímenes, asesinos y detectives de toda índole como alimento de su despensa y combustible para su fuego. Nunca antes se había leído tanta historia y nunca habíamos sido tan ignorantes. Nunca había brotado tanta sangre de las mesas de las librerías.

Ante le hegemonía poderosa de lo biográfico ficcional, unos pocos valientes se atrevieron a levantar una trinchera y pretenden plantear guerra sin cuartel contra la primera persona del singular objetiva, real y concreta. Muerta y enterrada la tercera persona junto a su amante el narrador omnisciente, un maquis de excéntricos escritores decide resistir, se tiran al monte y allí, en la soledad de la niebla, fabrican el artilugio desconcertante de la ficción metaliteraria, arma de difícil decodificación que ocupa terrenos de la desesperación posmoderna y que, a fuerza de ser utilizada y leída, finalmente deviene en pólvora mojada, un misil balístico, de presencia imponente pero, a la postre, inofensivo por carecer de espoleta.

Y así estaban (o están) las cosas cuando de repente la editorial Anagrama publicó a Benjamín Labatut, al que podríamos llamar el holandés errante, porque aunque nació hace 44 años en Roterdam, su vida discurrió entre la Haya, Buenos Aires y Lima, hasta que en plena adolescencia se instaló en Santiago de Chile, donde ahora reside.

Labatut publicó su primer libro en 2012 y desde entonces no ha dejado de escribir, hasta que en 2020 aparece “Un verdor terrible”, un fenómeno editorial de alcance mundial, traducido a 35 idiomas, a partir del cual el arte de la novela y la literatura ya no es igual. Digamos, en términos de rabiosa modernidad, que Labatut es el autor descubridor de una nueva forma literaria de ficción, ya no innovadora, sino disruptiva, porque ha marcado un nuevo modo de narrar una historia.

Todavía no ha aparecido el listo que etiquete ese nuevo hacer. De hecho, la crítica se halla desconcertada y muy expectante, porque aunque los halagos hacia el chileno proliferan, nadie se ha atrevido a ir más allá de calificar el nuevo arte de Labatut como “una ficción extraña”

El lector de “Un verdor terrible” y su más reciente “MANIAC” no se enfrenta al relato canónico, y tampoco al ensayo, o a una biografía. Su obra tampoco es una mezcolanza de géneros y nadie se atrevería a tacharla de experimental en el sentido clásico de tortuosa estructura y difícil comprensión. Todo lo contrario. Las herramientas de Benjamín Labatut consisten en una escritura elegante, mimosa con la palabra, impecable en la sintaxis, y precisa con el adjetivo. Su estilo regala al lector el placer genuino de lectura, intercalando con maestría escenas novelescas enmarcadas en atmósferas sugerentes, la historia de la ciencia, el ensayo filosófico y momentos de gran profundidad al internarse en escenas oníricas en las que el narrador se introduce en la mente desbocada de sus criaturas para describirnos los límites de la razón, las fronteras desbordadas que existen entre la ambición, la inteligencia, la locura, la soberbia y la maldad.

Además, Benjamín Labatut nos invita en “Un verdor terrible” y “MANIAC” a observar desde un lugar privilegiado el todo universal partiendo de la individualidad de seres dotados de una mente portentosa difícilmente contenible, que en ocasiones parecen angustiados ante la imposibilidad de dejar de ser quienes son porque conocen perfectamente el impacto de su poderío y de su genialidad. El lector los admira y al mismo tiempo les teme, cae rendido y fascinado ante su inmenso talento, pero también los compadece; incluso les reprocha, les inquiere y se erige en juez como miembro de una humanidad rehén de sus logros, víctima dolorosa, objeto pasivo de futuros inciertos.

Efectivamente, la autoficción y la metaliteratura ya tiene quien le tosa. Ha nacido Benjamín Labatut. No van a ser pocos los epígonos de su arte.  Ahora sólo falta que alguien etiquete tan bella, prometedora y estimulante disrupción, y la batalla final de la novela estará servida. Ocupen posiciones.