miércoles, 25 de marzo de 2009

Dr.Muerte


Dos años antes de mi primera muerte nació en Verona Ezechia Marco Lombroso, más conocido como César Lombroso. A Lombroso se le considera uno de los padres del positivismo criminológico y ha pasado a la historia por haber escrito “El tratado antropológico experimental del hombre delincuente”, o también llamado “El hombre delincuente”. En él, despliega una tremebunda galería de frenotipos criminales, tantos como los que el autor pudo recopilar durante toda su vida. Según los expertos, para poder describir y clasificar a tanto delincuente, Lombroso se hace servir de una enfoque antropobiológico. Por ejemplo, al ver protuberancias en el cráneo de un conocido asaltador de caminos deduce que esas protuberancias son las causantes de la crueldad de su carácter o la causa directa de su instinto asesino. Lombroso afirma que los delincuentes con delitos graves tienen, todos, de una manera u otra, unas características físicas hereditarias comunes, como por ejemplo nacer con protuberancias en la frente, con los pómulos y el mentón salientes o con labios partidos y padecer microcefalia congénita.

Hay una organización global que ha cometido todo tipo de tropelías a lo largo de la historia. Desde poco antes del medievo hasta tiempos no tan lejanos utilizaron la tortura, el fuego, la guerra y el miedo como herramienta para expandirse, conservar sus privilegios e imponer su moral, su política, su modelo social, político y económico del mundo. Yo mismo he visto como los tipos asociados a esta organización quemaban mujeres vivas en la plaza Mayor de Madrid. José MªBlanco White, coetáneo mio que huyó a Inglaterra por salvar sus huesos, da cumplido testimonio en alguno de sus escritos sobre procesos sumarísimos públicos dictados por el tribunal de la Santa Inquisición. En España nos hemos estado matando desde que nos pusimos rectos por culpa de estos tipos.

Hace unos días el, hasta hace unos años, jefe de la Inquisición y actual Consejero Delegado de la Iglesia, Benedicto XVI (Ratzinger de apellido en los viejos archivos nazis), ha viajado a África y ha dicho, como quien dicta un bando, que el condón es pecado y no sirve contra el SIDA. Aquí, la delegación española de la Iglesia imparte la comunición a los responsables de centenares de miles de muertos en Irak mientras promueve, con el dinero de accionistas y no accionistas, una campaña a favor de la vida. Es un gran sarcasmo histórico, porque si de algo saben estos es de muerte; la han practicado siempre, son expertos. De hecho, da la sensación de que la lógica de sus actos a lo largo de los años responda a la más cruel, horrorosa e inimaginable de las metodologías planificadas: fomentar la vida para poder matar;criar vidas, como quien tiene un rancho, para poder acabar con ellas. Incluso, aplauden en comunidad dolorosas agonías y el advenimiento final de la muerte, como ocurrió con Camino, la niña en proceso de beatificación de la que se cuenta su historia en la tremenda y estupenda película titulada con su nombre.

César Lombroso, de quien no he podido averiguar confesión religiosa alguna, catalogaba en su libro a delincuentes epilépticos, habituales, locos, loco-morales, natos o atávicos, ocasionales, pseudocriminales, pasionales y profesionales. Las descripciones que ofece para cada uno son de lo más ilustrativas. Sin entrar en ellas , me atrevo a decir, desde mi púlpito laico, a salvo ya de hogueras, aunque todavía con miedo, que estos tipos de la Iglesia encajan perfectamente en cada una de las tipologías que Lombroso describió hace un siglo. Son el compendio del perfecto criminal, inteligente, eficaz, taimado, diligente, disciplinado, frío, calculador, apasionado, manipulador, poderoso y un tanto enfermizo que, además, ha tejido en su suprema inteligencia la más grande de las coartadas jamás hiladas, de tal manera que nuestro andar cotidiano es producto de sus normas. Viendo el aspecto del rostro del nuevo consejero delegado de la Iglesia, Lombroso no dudaría en abrir un nuevo frenotipo basado en sus rasgos tanto antropobiológicos como psicolológicos.

Todo esto lo dice un creyente dejado de la mano de dios

Vuelvo mañana

jueves, 19 de marzo de 2009

Sólo puede quedar uno


Casi se me olvida celebrar mi propio cumpleaños. 200. Un 24 de marzo en la madrileña Cuesta Ramon, cerquita de la calle Segovia. La actualidad, los recuerdos y la ausencia de Dolores, tantas noches, me dejan exhausto, con las energías justas para poder dar un vistazo ahí afuera y pontificar a diestro y siniestro. La historia, la fama y la red me protegen. ¿Quién se atreve con un muerto?.

Para celebrarlo vi la televisión: una película en la que los 3 últimos inmortales del mundo dirimen a espadazo limpio quién de ellos quedará para contarlo, porque sólo puede quedar uno. Los tres personajes en liza son, a saber, un viejo (con perdón del pleonasmo), un guapo y un bruto malo. El viejo le enseña a luchar al guapo para que se defienda del bruto que está por llegar, y que a su vez corta cabezas como quien pela una naranja. Si el bruto malo vence, las tinieblas cubrirán la tierra y el reino del mal gobernará los destinos del mundo. Si el guapo vence se supone que todo seguirá igual.

No acabo de entender la película (lamentable, por cierto) pero recordarla me ha ayudado a asumir nuevamente mi condición de inmortal para concluir que , en realidad, no es mi cumpleaños, porque una cosa es el día que me parieron y otra bien distinta el día en el que tuve la voluntad de nacer, aproximadamente 23 años más tarde. La vida es corta: la mía ha transcurrido como transcurre la de un ratón en su jaula con columpio. Vueltas y más vueltas sin sacar nada en claro, siempre en el mismo sitio, predestinado al lugar que me ha sido concedido, desde donde no puedo hacer otra cosa que girar la rueda de la vida, o de la muerte, y aparecer un día como duende, otro como Hablador, o Fígaro, o bachiller, y al fin como un vulgar bloguero en el marasmo de la red, sin nadie que le eche un ojo a mis letras… Y en las mismas fechas, cada cierto tiempo, una y otra vez… como la rueda prisionera que gira sin fin mientras, en algún lugar inalcanzable, alguien se divierte.


Andrés Niporesas certificó mi defunción, y el mismo día 26 de marzo, 174 años más tarde, ya estaba de nuevo vivito y coleando, con alias incluido, haciendo lo que mejor sé hacer: pasear mi verborrea incontenible, escondido, por miedo a la verdad, bajo el disfraz de un par de nombres, o de apodos, que han hecho fortuna. (Han pasado 2 años. ¡Qué corta y fugaz sigue siendo la vida!). Al contrario de lo que se ha dicho y se ha difundido durante este siglo y medio, si me escondía bajo pseudónimo no era por miedo a la censura, a la cárcel, a la tortura. Era, es, por miedo atroz a la verdad. ¡A quién quería engañar!. Y menos a Dolores. Ella sólo me pedía que fuese yo mismo. Pero una pose, cuando funciona, es demasiado atractiva, viciosa, crea adicción; es causa y fuente de halago , adulación y de admiración; hasta los jóvenes querían escribir, vestir, andar, fumar, beber, hablar como lo hago (lo hacía), con la impostura que me hizo inmortal. Yo para entonces ya sabía que sólo podía quedar uno y me dije “¡al diablo con todo!”. Y aquí estoy, dos siglos después, largando de nuevo en el año de 4707, el año del buey en el calendario chino, con el que dentro de poco el mundo entero contará los días en este siglo que empieza. Según el zodiaco chino, el signo del buey dicta que sin esfuerzo no hay recompensa. Lo mismo que le decía el viejo inmortal al guapo inmortal en la película que he visto. El guionista debió de poner en boca del viejo caballero español, encarnado por Sean Connery, que en la recompensa va la penitencia. De haber ocurrido tan trascendente lance en el mundo real, ahora viviríamos entre tinieblas, porque el chico guapo (Christopher Lambert, inexpresivo como la tecla de la letra i) hubiese dejado las riendas del destino del mundo al bárbaro malvado sin presentar batalla, sabedor de que no hay victoria posible. Y por qué no. Eso es lo que predicaba la estética que me alumbró, o la que me impusieron cuando hibernaba el sueño de los justos sin posibilidad de réplica. ¡Qué solo me dejó dios!


Vuelvo mañana

jueves, 12 de marzo de 2009

Dandys


Por muy raro, extraño o irrisorio que parezca, me gusta planchar. Siempre fui un presumido. A mi esposa, Pepita Wetoret, no le daba real gana de arreglarme la ropa. Y bien que hacía. Ella sabía perfectamente que si me gustaba acicalarme era -principalmente y por este orden - para admirarme a mi mismo frente al espejo; para que admirase mi estilo todo aquel con quien me cruzase por la calle, quien me viese en el café, o para regocijo y envidia de quienes me vigilaban en los palcos de los teatros de Madrid. Y, en tercer lugar, para mi querida, llorada, deseada y añorada Dolores.

Dolores siempre me animaba a ir a la última. Le gustaba verme bien vestido de verdad, moderno, como decía ella, hecho un brazo de mar. Cuando nos veíamos en nuestras citas clandestinas siempre me observaba a escondidas desde la distancia, mientras iba llegando a su lado y, al abrazarnos en las esquinas oscuras, me decía al oído, susurrante, casi entre gemidos: “solo con verte me pongo mala”. Así es que motivaciones para cuidar mi aspecto nunca me han faltado. Jamás me vestí como un chispero cualquiera. Siempre me puse camisas de seda con chorreras, levita, redingote negro o, si salía al teatro, frac de hombreras anchas. Calzones de día, pantalón de noche y chaleco, por supuesto, acompañado de un corbatón bien anudado. En la cabeza una chistera, o un chapeaux claques, a la francesa, para que el pelo asomase, largo, más abajo de la nuca.

El mismo día que me pegué el tiro estuve dos horas largas pensando entre qué ponerme y cómo vestirme. Quería ser un suicida con clase. ¡Casi estaba obligado a ser un suicida con clase!. No podía permitir que Dolores me viese muerto de cualquier manera y -lo digo de verdad- a mi me hubiese sido imposible arrimar la pistola a la sien, frente al espejo, vestido de cualquier manera, sin estilo. Aunque, al final, Dolores ni siquiera abrió la puerta. Oyó el estruendo y también oyó caer mi cuerpo muerto, divino, sobre la madera del piso. Pero no quiso entrar. Esperé en vano a que la puerta se abriese, su gesto de horror al cruzar el umbral y, sobre todo, el beso postmortem en mis labios mientras me acariciaba el cabello. Todo eso lo vi en mi imaginación de muerto mientras oía los pasos lentos, inmisericordes, de Dolores escaleras abajo.

Así es que no es de extrañar que una de mis aficiones preferidas en este siglo XXI sea planchar. Mientras compongo y matizo mis camisas con puños para gemelos pienso y, entre arruga y pliegue, las ideas se aclaran, adquieren una consistencia como de almidón. A veces son ideas frugales, sin sentido, poco provechosas, que aparecen en el momento de planchar los pañuelos y se van igual de deprisa que el tiempo que tardo en dejarlos como nuevos. Por ejemplo, me acuerdo del gusto tan exquisito que tienen los presidentes de la Generalitat valenciana para vestir. Ahí tenemos a Zaplana, o a Camps. Su estilo es envidiable. Un tanto serio, pero impecable. Sus santas y sus amantes deben estar encantadas porque, estoy seguro, la ropa interior que calzan será de a 250 euros la pieza, como la que le compraban a don Luis Ramallo. Y es que Correa está en todo: dandy de priápicos bigotes de los que ya no se ven.


A veces, al colgar las camisas recién planchadas, las miro en la distancia y me digo a mi mismo, entre deprimido, desanimado y rebosante de la peor clase de envidia: jamás llegarás a vestir como Boris, el Wilde reencarnado del siglo XXI. Por eso yo estoy muerto y el vive a lo grande, paseando su palmito de rebelde burgués agradecido por los restaurantes fachas en donde comen quienes no le quieren ni ver.

No hay que hacerme caso. Como se puede ver, todo es puta envidia. Hoy he planchado más pañuelos que otra cosa y he asumido que jamás tendré un fondo de armario a la valenciana. Es muy duro.

Vuelvo mañana