lunes, 31 de diciembre de 2012

Teoría de los sueños impresos

No sé si empezar por explicar con quién soñé recientemente o mejor abro la entrada perorando  sobre los sueños, sus significados y sus misterios  para, a continuación,  rematar  la faena en una segunda parte  con la historia del protagonista del último impreso que he tenido.
 
Porque hay sueños impresos y sueños nebulosos. Los últimos son aquellos de los que apenas recordamos nada, figuras desdibujadas, cierto desasosiego, luces y sombras, o  a lo sumo, una acuarela aguada y deslavazada incapaz de dejarnos la menor huella en la conciencia o en la inconsciencia, más allá de un pegote de semen seco sobre la sábana o del sobresalto del vértigo sudoroso en la cama.
 
Por el contrario, un sueño impreso  es aquel del que uno es capaz de  recordar,  con  detalle, caras, personajes, voces, espacios, sonidos, frío, calor,  tiempo y hasta olores y todo tipo de sucesos.
 
Un sueño impreso es  la autobiografía gravada en la inconsciencia de aquello que vivimos mientras dormimos, y que es esencial y forma parte de nuestra vida en el más estricto sentido de la expresión. Debido a la trascendencia de lo que en ellos acaece,  todo su desarrollo pasa a formar parte de nuestra existencia, de nuestra personalidad e incluso de nuestra mismísima anatomía, como si fuese una fina capa de piel, la pleura a través de la que respira un superyó latente, con  la misma entidad y categoría  que cualquier recuerdo de cualquier avatar trascendente de la vida.
 
De hecho, lo que sucede en un sueño impreso es para siempre,   imborrable, imposible de eliminar. Uno está al alcance de padecer acceso agudo de amnesia transitoria, o de sufrir la tragedia terrible del Alzheimer pero, incluso en estos dos casos, lo sucedido en un sueño impreso  sobrevive a la muerte neuronal  porque su materia  pasa a residir en el alma.
 
Ahora mismo, en este momento, si alguien quiere cerrar el blog y huir a la realidad de  You Tube , todavía está a tiempo de hacerlo, porque lo que voy a narrar a continuación tiene todos los atractivos para convertirse en  objeto de investigación por parte de tribunales eclesiásticos y seglares.
 
Aun así,  pese a correr  el  riesgo de quedarme solo con mis letras, o de aullar en el centro de la pira mientras el fuego me devora,   no voy a dar mi brazo a torcer, y defenderé sin abjurar,  o seguiré pensando, que  un buen sueño, lo que yo llamo un sueño impreso, es memoria en estado puro,  inmaterial; ideas, personas, sucesos, miedos o anhelos que se alojan dentro de nosotros  y que  prueban, más allá de la razón, que somos capaces  de vivir dormidos y que, por tanto,  podemos desarrollar una evocación  involuntaria tan poderosa como la consciente.
 
Y como no sé si la narración del último sueño impreso  que he experimentado ocupará más espacio del aconsejado  en internet,  prefiero postergarla para los valientes que se atrevan a seguirla  dentro de una próxima entrega.
 
Hasta entonces, felices sueños.

sábado, 22 de diciembre de 2012

El tiempo perdido

Por poco más de cinco euros ayer me compré un año más. Antes, tiré a la papelera todos los días de éste que todavía no ha acabado. Me deshice de ellos casi sin pensar y solamente al verlos en la papelera fui consciente de lo que había hecho. Allí, en el pozo del desprecio,  yacían revueltas, desordenadas, entre mondas de mandarina, despojos de manzana, chicles secos, borradores arrugados, informes caducados  y sobres vacíos cada una de las cuarenta y cinco  semanas laborales  transcurridas con sus citas, sus nombres, reuniones, avisos, comidas,  teléfonos y demás vicisitudes.
 
Mientras las observaba y tomaba conciencia de ello  me desasosegó no ser capaz de producir más que un sentimiento de desapego o de indiferencia porque, al fin y al cabo, allí reposaban, entre los deshechos de una oficina, la mayor parte de las  horas de mi  vida en el  último año transcurrido. De haber estado acompañado, una sola expresión hubiese salido de mi boca: a la mierda, que se vayan a la mierda, y ahora que lo recuerdo mi deseo se acentúa y se amplía y lo que quiero es  que se pudran, que los trituren, que se conviertan en papel de estraza, en actualidad manipulada, en cartón para huevos, en envoltorio de menudillos, en tisúes para putas, o en el mejor de los casos, en confeti  blanquinegro que lanza desganado, por orden del señor alcalde,  el tonto del pueblo en un  verbena sin jóvenes.
 
Pero estaba solo, y no podía compartir mi desazón, ni llorar sobre el hombro de nadie, ni  descargar  la ira por el tiempo perdido, por las miles de horas sin recuerdos cuyo destino se ejecutaba en  el mismo acto de arrojarlas a la basura. El único consuelo posible, la resurrección, el resurgimiento pasaba por  comprar un año más y olvidar. Aunque difícilmente se puede olvidar aquello que no ha dejado huella, aquello que no ha dejado más que tiempo sobre una duna  en el corazón del desierto. Es imposible el olvido de algo o de alguien si  su paso por la vida ha sido incapaz de fecundar un recuerdo. Se olvida o se recuerda lo que es. Se evoca y se  invoca el olvido. Los días felices y tristes, amargos o dichosos vienen a nosotros por su propia voluntad, autónomos e independientes; o  también cuando los solicitamos desde la postergación en nuestra existencia porque significaron algo, porque  en su momento adquirieron la categoría de vivencia y nos resultan útiles en el camino, un alivio, la lección práctica que nos saca de un aprieto, el origen de los que somos y la certeza de lo que seremos. La cuenta corriente, las facturas, y las rebajas constituyen los restos de la reminiscencia  que han producido las jornadas laborales con las que me he ganado el pan, prescritas, sin pena ni gloria, y que ahora se perderán para siempre entre detritus.
 
Por eso me compré otro año, porque de momento no me han despedido. Compré  la prolongación de los días,  impolutos y retractilados. La oferta era irresistible porque junto a los 365 días dispuestos en semana a la vista me regalaban todo el mes de enero del año siguiente. Que venga Dios y la iguale. Pagué cinco euros, pedí el ticket a la dependienta y antes de salir de la papelería me dijo, “¡feliz año nuevo!”.
 
Al llegar a la oficina lo primero que hice fue ordenar la mesa. El momento lo requería. Era una segunda oportunidad y pensé que para reclamar  a los buenos  augurios lo preceptivo era disponer un escenario para las grandes ocasiones. De manera que me dispuse a dejarla  limpia, con todo dispuesto en su lugar: los dosieres bien ordenados sobre las bandejas de plástico; a la derecha las facturas sin pagar; a la  izquierda las tareas pendientes, la libreta de notas y el cubilete con los bolis. El bloc de postits amarillos sobre la calculadora  y el retrato de Proust vuelto hacia la pared.
 
Como los saltadores de trampolín antes de lanzarse al vació, respiré profundo un par de veces y, sin más dilación, con gesto decidido, cogí las tijeras y rasgué el plástico. Me deshice de la portada, de las cuatro semanas correspondientes al  mes de  diciembre del este mismo año (que también venía de regalo), y después de abrir las anillas coloqué cuidadosamente el bloque de mis próximas 52 semanas  dentro de la agenda  forrada de piel. En un primer momento la dejé cerrada y pensé lo bien protegido que estaba mi tiempo contra las inclemencias. Después volví a las andadas y me afloró nuevamente la vena existencial porque   también se me ocurrió que “menudo desperdicio de  piel, destinada al cobijo  de un funcionario”. Sin embargo, me repuse rápidamente y decidí ponerle un poco de ilusión al asunto, así que abrí al azar mi nuevo año, todavía  por empezar, y eché un vistazo a los días que me esperan.
 
La primera semana  que vi fue la del primero de mayo, blanca e inmaculada. Continué hojeando, hacia delante y hacia atrás, y  todos y cada unos de los días en los que me detenía se presentaban iguales, nuevos, limpios, pero exactamente iguales. Solamente se distinguían porque cada uno de ellos se encuadraba en un mes diferente. “Qué tontería, qué gran perogrullada”, creo que dije en voz baja. “¡Pues cómo si no!,¿ Qué es lo que esperabas?”, me respondí a mí mismo. Creo que esperaba encontrar la excitación ante lo nuevo, una promesa, una mínima señal esperanzadora con la que vislumbrar alguna diferencia futura con respecto al año que acababa de arrojar. Y si no, al menos, esa sensación infantil de  pulcritud, cuidado e interés que , siendo adultos, no nos abandona y que  surge cuando empezamos a escribir en una libreta nueva: la voluntad expresa o el compromiso que adquirimos con nosotros mismos de escribir cada una de las páginas que nos quedan por delante tan impecablemente como la primera. Pero nada de todo eso sucedió. Por eso me comporté a continuación de la manera más prosaica que pude y me dediqué a buscar las fiestas y ver de cuántos puentes podría disfrutar.
 
Cerré la agenda, me enfundé el abrigo y fui a encontrarme con mis compañeros para celebrar el fin de año. Bebimos unas cuantas cervezas a la salud de la nómina perdida, aunque no nos hacían falta para  acordamos de los banqueros, de las señoras de los banqueros y de las honorables  familias de los señores ministros y consejeros, para lo cual  utilizamos a menudo la hache muda y alguna de las más afamadas, socorridas y sonoras  consonantes sordas bilabiales.
 
Al llegar a casa abrí el grifo y bebí un trago de agua. Miré durante unos segundos el agua caer al fregadero y me ensimismé viendo cómo se colaba por el sumidero en un breve remolino.  El reloj que tenemos en la cocina estaba parado y le di cuerda.  Me entretuve  en ver la aguja de los segundos dibujar la circunferencia minuto a minuto y en escuchar el ruido de la maquinaria. Me hubiese fumado un cigarrillo, pero lo dejé. Me hubiese bebido un whisky, pero no tenía. Miré hacia la nevera y vi  el calendario. Lo miré dos veces y  sonreí. Era el mes de julio del año 2008. Me quité el abrigo, puse un disco y me senté feliz  a leer un libro mientras esperaba  a mi amor. 

FOTO: Dosarela

domingo, 16 de diciembre de 2012

Un beso


Tengo la necesidad de confesarlo: soy un besucón. Desde que era bien pequeñito me ha gustado repartir besos en toda ocasión, aquí y allá, indiscriminadamente, sin distinción de edad, sexo, raza o  condición social. Soy, lo que se dice, un besucón democrático, y lo soy de tal manera que incluso llego a tener memoria del sabor del casco blanco de un guardia urbano al que besé cuando nos rescató a mí, a mi hermano pequeño y a mi mamá de perecer extraviados en pleno centro de Barcelona una tarde en la que papá nos quería fotografiar junto a las palomas de la Plaza de Catalunya.
Otro día explicaré los motivos por los que durante unas horas mi familia se desgajó en dos mitades en pleno centro de la capital catalana. Ahora, lo que de verdad me apetece es explicar que, años después de aquel suceso, igual que todo hijo de vecino, pude experimentar a menudo las excelencias de lo que llamamos un  buen morreo expresado en toda su extensión labial, lingual y salival. O la sensación imborrable del beso sucedido al amparo del amor-dulce, tierno, eterno- capaz de unir para siempre el destino de dos existencias.
Yo he besado hasta la extenuación a  mis padres, a los amigos de mis padres, a los hijos de los amigos de mis padres,  a mis abuelos, a mis tíos, a mis primos, a mis hermanos, a mis vecinos, a mis compañeros de trabajo, a los compañeros de trabajo de mi amor, a  mis suegros, a mis camareros,  a mis jefes, a  mis cuñados, a mis amigos, a los hijos de mis amigos, a mis conocidos, a mis libreros, a mis sobrinos  y, tal y  como se consigna en  la Biblia, he besado hasta a mis enemigos  que, de todos los besos que uno pueda dar,  es el  que más sabor tiene; no el que mejor sabe -aclaro- sino el que más sabor tiene.
Si tuviese que hablar de besos ajenos,  habría  algunos que sería  preceptivo recodar, como el que  Judas le dio a  Jesús por puro imperativo legal, porque si alguien amaba a Jesús ese era Judas, quien ostenta el honor apócrifo, jamás reconocido, de ser el primer mártir de la Historia católica.
Otro beso llamativo, antológico,  fue el que se estamparon en los morros Leonidas  Breznev y Erich Honecker cuando tocaba a su fin la década de los setenta. Ya hubiesen querido algunos directores de Hollywood para con sus actores tanta pasión y tanta entrega.  El escorzo inclinado de las dos cabezas, los ojos cerrados  como solamente  los cierran dos amante apasionados, y el gesto esquivo y pudoroso de los miembros del séquito, hacen pensar en una verdadera historia de amor, y  no en un beso de la Historia.
Luego hay besos duros, secos y blandos; besos fraudulentos; besos cinematográficos y al mismo tiempo pedagógicos; besos húmedos y  envolventes; besos profesionales, eclesiásticos y pornográficos; besos de la muerte y del consuelo; besos racheados; besos  urgentes y besos  nostálgicos; besos que se dan con las mejilla, y besos que jamás debieron rozar la piel; besos esperanzadores, o besos incomunicados; besos  sin ruido, y besos sonoros, como remolinos de hojas secas o como papel de caramelos; besos de preso, y besos al aire; besos que se lanzan desde la palma de la mano, y que nadie recoge, porque no son besos; besos en la cruz después de besar a un niño; besos de la victoria, sobre la piel sangrienta de la pieza muerta; besos de la fortuna; besos de puta, besos de monja, besos de mano, besamanos,  besos de caballero sobre la falange blanca de la dama de blanco…
Pero el beso que me gustaría dar y que probablemente nunca daré lo dejaría suave y respetuosamente   sobre el hueco heroico del espacio que  tapa pudorosamente Esther Quintana, donde hasta hace unas semanas lucía uno de sus ojos. Con ellos, Esther  observaba estos tiempos de tiranía, de  injusticias, hasta que una tarde de lucha, un padre  de familia, quien seguramente besó en la frente a sus hijos después de su jornada, disparó contra conciudadanos por orden de Felip Puig, otro padre de familia, amantísimo esposo, cuyos besos olerán siempre a podrido, al aliento hediondo que expelen los tiranos, los hipócritas, los villanos, los fariseos,  los terroristas, al menos hasta que a Esther le nazca de nuevo el ojo sacrificado y pueda ver, frente a frente, tal y como nació, el rostro  de su verdugo.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Maleza


Después de años y años de aquellas largas y entrañables tardes de sábado viendo la película de las 4  en blanco y negro,  al terminar  la comida y despanzurrarme durante unos minutos en el sillón frente a la tele, me dejo vencer por el sopor y todavía me viene el sabor  del chocolate y el chusco de pan que mamá nos daba para merendar. Me gustaba hincar unos cuantos bocados a discreción y  fabricar  una bola sabrosísima en la boca, una especie de masa pastelera compuesta de miga y cacao que acababa por desbordarse entre los labios y  que me tintaba los morros de un color amarronado, un tanto aguado.
Pero mientras daba cuenta de la merienda, lo que más gustaba era dejarme llevar por la película, sobre todo si en ella aparecían aventureros intrépidos que atravesaban sin despeinarse una selva tupida y salvaje a golpes de machete, zis, zas, arriba y abajo, a izquierda y derecha. A menudo, la hilera humana  se  detenía en el sendero recién abierto porque el chico bueno americano, la chica guapa, y su fiel guía nativo, quienes por supuesto abrían brecha en  vanguardia, de repente advertían que  de una liana, estratégicamente colocada entre dos gigantescos árboles, colgaba una tremenda serpiente. El reptil mostraba  su repulsiva lengua bífida y en un santiamén el boy se deshacía de ella con un golpe certero de machete mientras la rubia profería un grito y se pegaba a su brazo como hiedra a una pared.
En mi apenas recién estrenada racionalidad, yo me preguntaba si  el guía no estaría tomando el  pelo a toda aquella cuadrilla de pijos  bwuanas tocados con salacot  introduciéndoles en los más inhóspito y recóndito de la selva africana a través  del peor camino de todos los posibles, con la intención de  que  valorasen su trabajo  más allá de su justa medida. Porque el hecho de que la troupe de aventureros de pacotilla ignorase los secretos del terreno que pisaban  era lo más lógico, pero lo era mucho más que el experto guía nativo no ya conociese sobradamente  otro trayecto  mejor,  más abierto, cómodo y menos sufrido para sus amos, sino que supiese hasta el nombre de pila de cada uno de los bichos que no dejaban de  emitir  sonidos durante toda la expedición y que convertían a la selva en  un lugar misterioso, ignoto  y oscuro, desbordado  de peligros al acecho en cualquier recodo del  territorio por explorar.
Lo que son las cosas de la memoria; a dónde nos puede llevar  el recuerdo del sabor del pan duro y del chocolate. Mi recorrido habitual para llegar a mi lugar de trabajo transcurre por la autopista catalana C58, la llamada autovía del Vallès. A la altura de Sabadell, poco después de pasar por el IKEA recién inaugurado (a las puertas del cual han pasado unos cuantos cientos de humanos su fin de semana a la intemperie para que les regalasen un cheque de 500, 200, 100 ó 50 euros en productos suecos fabricados en Vietnam), miles de automovilistas como yo, durante días y días, hemos leído  somnolientos dentro de nuestros coches un grafiti pintado en uno de los muros de la autopista con la inscripción “Ara Independència. ERC”. La pintada estaba, como se dice ahora, currada de verdad; incluía una senyera coronada por una   hermosa estrella de cinco puntas blanca sobre el ya celebérrimo  triángulo piramidal  invertido  azul marino. Su pulidísima factura denotaba que  los artistas patriotas se habían vaciado  en su elaboración, seguramente ejecutada durante las frías horas de la madrugada al amparo de la noche y corriendo el riesgo de ser sorprendidos por una patrulla castellanohablante  de los Mossos d’Esquadra (que los hay).
El muro donde ha estado  luciendo  hasta ayer mismo  el desiderátum secesionista  tiene una longitud de unos dos kilómetros. En dirección norte, una vez rebasado ese  punto kilométrico,  siempre ha servido de lienzo reivindicativo, artístico y territorial  a raperos impenitentes, tribus urbanas, adolescentes sin padres,  y  virtuosos del esmalte  aerografiado. Los militantes de ERC que ocuparon varias decenas de metros con su propaganda acrílica seguramente no conocen la ley de la noche  porque, mira tú por donde, fueron a gritar la secesión con sus brochas y sus rodillos en lo más tupido de la selva vallesana,  en el sendero de los elefantes, en la vereda que conduce indefectiblemente a la gran olla caníbal, al territorio sagrado donde se dejan macerando a la humedad de los días sin sol, calaveras de mono, armadillos desollados y pieles secas de boas constrictor.
Y claro, la selva recupera lo que es suyo. Uno puede deshacerse a machetazos de la maleza para abrirse camino pero, casi  al instante, vertiginosa y prodigiosamente, a  la espalda vuelve a crecer la vegetación  con tal  velocidad que si el explorador hiciese por mirar hacia a atrás no vería más que el mismo enmarañamiento que tiene por delante, mientras el guía continua al frente, trazando  con fingido cuidado, un paso tras otro, gesto y semblante concentrado, intentando amagar esforzado la sonrisa que puja  por aflorar.
Efectivamente, en la mañana de ayer  ya no se podía leer la proclama soberanista de letras de molde. Las pintadas urbanas la habían ahogado como si fuesen  lianas selváticas, voraces hiedras salvajes, gigantescos helechos tropicales. Sobre ella lucen ahora unas extrañas letras grises, angulosas en sus extremos, inclinadas hacia la izquierda, de prodigioso equilibrio en sus proporciones cuyo significado solamente  conocen, a saber,  la tribu que se ha hecho con el territorio y el poblado enemigo, es decir,  la fauna nocturna -salvaje- que pulula en las noches suburbiales  los lugares más peligrosos, allá donde sus miembros pueden demostrar el valor, donde se  juegan  el honor y  donde son capaces de dejar la vida por un pedazo de hormigón que consideran suyo, y nada más que suyo. O sea, más de lo mismo.
CODA:
(IKEA Sabadell regalaba productos y dinero a quien el día de la inauguración vistiese prendas con  los colores de la bandera sueca.)

sábado, 1 de diciembre de 2012

RIP

Miren, la cosa es ésta, la cosa está como sigue:
 
Un buen  día creí que de la pura reflexión escrita en dos folios con cierta gracia  podía pasar a explicar historias que le interesasen a alguien más que a mí,  que contuviesen cierto grado de belleza, y que inluso pudiesen llegar a emocionar, aunque  fuese durante un instante breve, como el que transcurre entre respirar y expirar, entre el parpadeo espontáneo de dos ojos, entre finalizar una línea y comenzar a leer otra.
 
Llegué a creer que, tras innumerables lecturas, tras miles de horas laborables escribiendo cientos de párrafos cumpliendo escrupulosamente con los preceptos de la ley sagrada del sujeto+verbo+complementos  y destinando algunas horas a la semana  a la supuesta creación literaria, un día -un feliz día de otoño, a ser posible- miraría de frente a mis criaturas y me  enorgullercería por haber sido capaz de crearles un mundo en el que vivir, en el que permanecer por siempre estampadas en forma de letras, palabras  y frase impresas sobre el papel encuadernado.
 
Desde aquel día han pasado algunos años en los que se han sucedido intentos, algunos hallazgos, y horas de ilusión que han acabado por producirme una profunda sensación de decepción y de frustración; la certeza de que el placer estético y la mejor inversión del poco tiempo de que dispongo no se encuentra en la vanidad propia, o en la pretensión engañosa de querer ser a toda costa lo que no soy, sino en la lectura  placentera y aleccionadora de los grandes  maestros quienes -ellos y ellas sí- nacieron con la estrella de los dioses gravada a fuego para decidir, como un monje de clausura, destinar por completo y sin reservas su vida  a la literatura.
 
Y si no es así, no vale la pena. Si no es así,  uno podría algún día  leer su nombre impreso en el lomo de un libro, o ser  citado algunas decenas de veces en las secciones de crítica de los diarios. Esos momentos de pasajera celebridad se  convertirían en  poco tiempo en nada, en algo más despreciable que nada, en vanidosa pretensión, en producto perecedero, en un blíster de embutido que se deja olvidado en la nevera a medio abrir en un rincón, al fondo, hasta que percibimos cierto olor a podrido y lo descubrimos   y con asco lo lanzamos  a la basura.
 
Es todavía peor. Cuando uno llega al convencimiento de que ni siquiera va a ser capaz de construir algo perecedero, intrascendente, algo con lo que pasar media hora de trayecto en el metro, lo más inteligente y honesto es no perseverar en el intento y  renunciar.
 
Me duele por Adan, por Lorente, Maruja, Mercedes, Augusto y Melchor; un poco menos por In Bot (Que le jodan.  Es lo único de lo que podría enorgullecerme: ser el primer ciudadano que se deshace de un banquero). 
 
Me duele también, y sobre todo, por mis sueños, hoy de cuerpo presente, en capilla, ya fríos, tiesos como estacas. Sirvan estas líneas de homenaje, funeral y sepelio.
 
Siempe me dijeron mis sueños -porque mis sueños me hablan- que el día de su muerte, no  les llevase flores, y que  sonase en su recuerdo, durante media hora, una canción de Lichis.  Requiescat  in  pace
 
Cuando te vas
se me mueren las macetas
que no las riego con llanto
de tanto llorar los ojos se me secan
que no las riego con llanto
¡ay! de tanto llorar los ojos se me secan.

Y con los ojos sequitos
la mirada se me ciega
y el corazón que no ve
ni siente, ni padece
se mustia y se muere de pena
y el corazón que no ve
ni siente, ni padece
se mustia y se muere de pena

Por eso te planté
mi corazón en una maleta
pa poder echar raíces
donde quiera que tu estés

Por eso me arranco la piel
pa que te hagas una maleta
para cuando eche de menos
el cuerpo que ciñen tus prendas
para cuando eche de menos
el cuerpo que ciñen tus prendas.

Donde quiera que estés
sácame al balcón
a lucir mi amor sincero
que se entere la gente
que no soy uno más
en tu macetero.
  

lunes, 19 de noviembre de 2012

Cuento de Agosto (3)




A pesar del calendario y de la hora, la  luz del día  era invernal y un fuerte olor a humo de estepa empezaba a ocupar cada uno de los rincones del pueblo.

Habituado al aroma peculiar de la estepa  cuando arde, a  Melchor no le dio por  sospechar que prender fuego para calentarse no  era propio del verano .

Sus objetivos  eran unívocos:  echar la partida y encender de una vez el cigarro, y por eso no se le ocurrió pensar que  si olía a humo un 31 de Agosto a las cuatro de la tarde  era señal de  varias cosas. 

La primera, que el frío que arreciaba no era normal. La segunda, que aunque hacía tan solo unos minutos todos los indicios señalaban que la vida en Castrillo  se había esfumado,  en realidad  todavía había seres humanos, agazapados tal vez frente al fuego, al amparo del calor, quizá a la expectativa, sin querer asomar, sin querer constatar su presencia, negándose a delatar  su existencia; probablemente temblando en silencio mientras removían los leños observando pasmados el extremo encarnado de las llamas, al acecho de cualquier sonido sospechoso que les pusiese en guardia para rezar, si cabe, más alto, más fuerte, con mayor fe y más temor, que es lo que dios espera de la humildad de sus  hijos mortales.

Sin embargo, en aquellos justos momentos en los que la certeza de una amenaza próxima se hacía más que evidente,  Melchor era ajeno a cualquier alarma, a cualquier signo siniestro, y siguió tranquilamente su camino hacia el bar, aterido y rezongando, retractilando el cuello como  una tortuga entre las solapas y el cuello de la chaqueta.

Melchor caminaba  mirando sus pasos y solamente tenía ojos para el suelo. Después de años repitiendo un día y otro las mismas rutinas, no le hacía falta mirar hacia delante porque su destino, a esa hora del día, le marcaba la dirección, igual que  el ganado  se dirigía  hacia los establos y las cuadras de las casas una vez que el pastor los dejaba en la lindes de los pueblos.

En una de aquellas cuadras, en las que ahora se guardan los coches,  se encerraba el toro semental comunal, una bestia parda de setecientos kilos de peso, corniveleto, que miraba resoplando  de arriba hacia abajo de una manera muy poco amistosa, hozando levemente la tierra,  mientras exhibía sus dos grandes testículos bajo la corpulencia mitológica.

Todo el mundo sabía donde se encerraba el toro, un bicho que, al parecer, no era muy de fiar. Todavía queda algún  paisano vivo  que explica lo sucedido un verano  lejano. Según cuentan, por ganarse el respeto y el miedo  del animal o porque creía a pies juntillas aquello de que  la letra con sangre entra,   la cosa es que el pastor que le sacaba  a los campos  hacía caer sobre él toda su mala leche a base de varazos, puyas y pedradas.

Aquel Teseo de la Sierra zurraba de lo lindo al Minotauro. Una tarde de mediados de Agosto,  el rabadán descansaba fumando y mascando tallos de tomillo. Se había sentado a la sombra de un roble y viendo que la manada permanecía tranquila sin más ocupación que espantar  los tábanos con el rabo, decidió colocarse la visera sobre los ojos y echar una cabezadita. Minuto a minuto, el boyero fue cayendo en un plácido sueño, en ese estado de vigilia provisional en el que, a poco que uno duerme, sueña tan intensamente como si hubiese caído en coma.

Y debió ser muy  agradable la ensoñación -reservada para aquella justa tarde  por la providencia o por el mismísimo diablo- porque a pesar de que el toro se acercaba sigilosamente y las vacas habían dejado de mugir; a pesar del estruendo que produce  el silencio absoluto en medio del campo, nuestro Teseo solamente se dio cuenta de lo que se le venía encima cuando el semental se aproximaba a él a todo galope, con el peso de  sus setecientos quilos multiplicados por diez, tan cerca, que apenas sí le dio tiempo a deshacerse de la visera, abrir los ojos y ver cómo la bestia se le abalanzaba  con la mirada furibunda  de la venganza  sobre la testuz poderosa con la que primero le golpeo dos veces, aplastándole contra el tronco sobre el que yacía, para después cornearle con codicia y ensañamiento, hasta que no quedó de él más que despojo de carne y vísceras, y huesos esparcidos por todo el prado.


Aquel año, durante meses, en todos los pueblos, villas y aldeas pertenecientes al partido judicial de Salas de los Infantes  no se habló de otra cosa. Finalmente, el veterinario sacrificó al  toro y, desde entonces,  ya fuese por el  terrible suceso o porque ya casi nadie lo necesitaba, Castrillo  prescindió de semental comunal.

Sin embargo,  en los años posteriores,  aunque estuviese inhabitado, pasar por su establo suponía mayor aventura que con el animal en vida, porque  seguían oyéndose  ruidos,  se intuía una extraña presencia, olor de estiércol, aliento animal y se empezó a correr la voz de que  quien allí permanecía era su fantasma,  y que eran los arrestos de su fuerza  y  el espíritu de su venganza lo que golpeaban la madera de la puerta y hozaban una y otra vez la tierra, pujando por salir para mostrar a los mortales su testa parda  ensangrentada, como escarmiento en la memoria, penitencia colectiva y  constatación de su  existencia eterna como compensación a la afrenta de su muerte en  justa y necesaria reparación.

Esta creencia  se convirtió en motivo de conversación y  causa  de superstición. Algunos de los vecinos de los más viejos y algunas beatas que no lo era tanto, se dedicaron a  transmitir  a los más pequeños las certezas de la supervivencia en alma y espíritu del tristemente famoso astado, y lo definían como la reencarnación de un Belcebú muerto sin la conveniente purificación del fuego. De hecho,  en Castrillo todo el mundo intuye que, en fechas religiosas señaladas, o cuando se acerca el aniversario del luctuoso suceso, todavía hay quien, al amparo de la noche, durante  las  horas indeterminadas que dan paso al inicio del día,  embozado y anónimo,  se acerca a la puerta de la cuadra del toro y sobre  su madera añeja traza con los dedos índice y corazón la señal de la cruz.

Melchor le temía a bien pocas cosas en la vida pero, aunque jamás se lo confesó a nadie,  para llegar al bar daba siempre un pequeño rodeo, y lo hacía por no pasar junto al establo.

Aún ahora que ya peina canas,  en ocasiones,   recuerda  cuando era un niño y se le eriza la piel con las sensaciones del  atardecer lejano  de agosto  en la que todo  el mundo hablaba en voz baja mediante misteriosos  susurros de espanto;  las mujeres se echaban las manos a la cabeza, reprimiendo aspavientos de horror,  porque entonces, con la hierba del prado todavía caliente, había empezado  a  difundirse  la muerte tremebunda  del pastor bajo  las astas  letales del toro pardo.

(Continuará)


jueves, 8 de noviembre de 2012

Cuento de Agosto (2)



A Melchor no le gustaba caminar por las aceras. Prefería caminar por medio de la carretera. Le hacía sentirse bien,  porque así pensaba que era dueño de sus pasos, que era libre y podía hacer lo que diese la gana en  un entorno que consideraba como propio, familiar y seguro. Por eso, los camiones cargados de grandes troncos de pinos procedentes de la Sierra, que constantemente circulaban por allí en dirección a  los aserraderos, a menudo tenían que hacer sonar el claxon, o aminorar la marcha de   sus cuarenta toneladas  cuando descubrían, de repente, en medio del  trayecto,  la apacible figura de un paisano  caminando mansamente  la digestión,  desentendido del mundo, con la única preocupación de encontrar una pareja de partida en  el bar.

Sin embargo, la tarde de autos, después de  andar  los primeros cien metros,  poco antes de llegar a las inmediaciones de  la torre de la iglesia, Melchor se dio cuenta, o por lo menos intuyó, que algo extraño  ocurría.  Cualquier otro día, cuando había completado esa distancia, ya se había visto obligado a subir a la acera un par de veces, aguantar con sorna paciente el sonido del claxon y a veces algún que otro insulto de los camioneros. Así que, ya fuese por la falta del cigarrillo o porque en aquel momento  arreció levemente el  frío del norte,   en un momento de lucidez, o a consecuencia de un arrebato instintivo, Melchor Andrés se plantó  en tres pasos sobre  la acera, se detuvo justo  bajo la sombra de la torre, miró detenidamente hacia ambos sentidos de la carretera y, justo cuando el viento lanzaba una nueva ráfaga de cuchillos helados, se dio cuenta de que estaba solo en la calle; de que desde que había salido de casa no había pasado vehículo alguno y de que tampoco  había visto ni al panadero, ni al hijo del viejo alguacil  ni a una vecina que a esa hora siempre tendía la colada.

“Con este tiempecito cualquiera asoma la nariz”, pensó para tranquilizarse a sí mismo. Pero la tranquilidad le duró bien poco porque sin tiempo para asumir su propia escusa sonaron sobre su cabeza, fúnebres y huecas, como despobladas, las tres campanadas que daban las cuatro menos cuarto y a Melchor entonces se le metió el frío hasta el mismo tuétano  porque  le pareció de verdad  que tocaban a muerto.

La pachorra de Melchor Andrés era proverbial. En el pueblo tenía fama de tranquilorro, de no alterarse ni cuando  perdía un órdago con tres reyes. Esa calma para la vida le confería un carácter afable y bonachón. Era tan calmado para todo que incluso acostumbraba a  quedarse dormido de pie en misa. Cuando el cura ordenaba sentarse, siempre había alguien que le tenía que avisar a codazos porque permanecía derecho, con la cabeza ladeada sobre el hombro, unos segundos después de que la concurrencia se hubiese sentado. Se decía  que cuando era más joven, los amigos le dejaban así, en pie, casi a punto de roncar, sin avisarle, hasta que, a una señal del cura,  alguna beata solícita  se levantaba desde la bancada femenina  y le despertaba tirándole levemente de la manga de la chaqueta.

Cuentan también que hace algunos años, después de tres días seguidos de lluvias torrenciales,  el arroyo que discurre entre algunas casas de Castrillo, por el que apenas suele fluir agua,  se desbordó. La fuerza del cauce estuvo presionando durante esos tres días  un muro de piedra próximo a su casa, hasta que, hacia la media noche del tercero, éste cedió y cayó con tal estruendo que todos los vecinos  acudieron a comprobar en pleno temporal  qué es lo que había ocurrido. Todos excepto Melchor, que aunque se despertó  a causa del estrépito se dio media vuelta en la cama y siguió durmiendo. Ante la insistencia y la preocupación de su madre, Melchor se medio incorporó y semirecostado, con un ojo cerrado y el otro casi pegado al párpado, le dijo  que no se preocupase, que tan solo se había caído el paraguas  y que volviese a acostarse porque qué hacía danzando por la casa, con una vela encendida, como alma en pena,  con la que estaba cayendo.

Esa naturaleza amansada, a prueba de irritaciones, alarmas y hasta catástrofes hacían de Melchor un hombre valiente porque tenía miedo a muy pocas cosas. El suyo no era un valor producto del coraje, o de la audacia,  sino que nacía de  la inconsciencia, de cierta  ingenuidad bondadosa, y algunas veces de cierta apatía para afrontar sucesos extraordinarios o poco habituales que, de acometerlos, hubiesen provocado el descarrilamiento del tren  donde transportaba sus rutinas cómodas y plácidas; el derrapaje brusco  en el  camino llano, sin desniveles ni accidentes, que día a día iba  trazando para su vida. 

Seguramente esa fue la causa o el motivo por el que, paradójicamente, Melchor Andrés sea el único testigo vivo que actualmente pueda explicar con todo detalle los asombrosos sucesos que acaecieron en el último atardecer del mes de Agosto, cuando el sol moría degollado sobre   la hoz de la peña de Carazo y las zarpas afiladas del  septentrión rasgaban puertas y ventanas, abriendo pequeñas fisuras por las que se colaba un aire gélido al que los pobladores de la villa ya estaban acostumbrados. Pero la costumbre, o  la adaptación de los hogares y de las personas frente a las inclemencias más rigurosas,   aquel día no sirvió de mucho. 

El caso es que en Castrillo de la Reina, aquella infausta tarde todo apuntaba a que algo anormal se estaba fraguando. Aun así, después de oír aquellos tres cuartos inquietantes sobre  su cabeza y a pesar o -por el contrario- debido a esos momentos de cierta incertidumbre, de cierta inquietud anímica, Melchor Andrés, el bueno de Melchor,  echó nuevamente mano al tabaco y viendo que no había manera de encender el cigarrillo volvió a blasfemar. Se dio cuenta de que en esa ocasión la había proferido  en sagrado. Miró de soslayo hacia el campanario, como remedando una súplica, se ajustó el cuello de la chaqueta hacia la nuca y sin recordar lo que había experimentado durante los últimos minutos, retomó camino hacia el bar, pensando solamente que llegaba tarde, que seguramente no habría mesa, ni baraja, ni compañero para jugar, y que ese día tendría que tomar café de pie, contentarse con observar  a los demás y, sobre todo, que por fin podría fumar.

(continuará)

jueves, 1 de noviembre de 2012

Cuento de Agosto (1)


La veleta que culmina la torre  de la iglesia de Castrillo de la Reina señalaba hacia el Norte. Desde que despuntó el sol  tras las cuevas de El Colgado,  el Cierzo se había estado ensañando con las calles confiadas de la villa. Cuando amanecía así,  un frío cortante proveniente de lo más sombrío de la Sierra de la Demanda se filtraba durante todo el día por cualquier resquicio y dejaba helados todos los rincones. El cielo de aquel día  era un ir y venir de grandes cúmulos de nubes grises y blancas, que se  cernían y se disolvían sobre aquellas tierras de una manera muy poco amistosa. A causa de la misma acción del viento,  aquellas grandes masas nubosas se desbarataban  y en unos pocos minutos  volvían a agruparse en formas  amenazantes, como si obedeciesen órdenes, como si algún extraño poder se estuviese entreteniendo en  una especie de juego intimidatorio, en un ensayo de maniobras hostigadoras  con finalidades ocultas.
 En esas  condiciones,  salir a la calle suponía arriesgarse a sentir  el escozor del filo de  una navaja en el rostro.  Esa era la razón aparente por la que se hubiese podido afirmar que, aquel domingo, las gentes de Castrillo apenas  habían salido de sus hogares. Algunos se atrevieron a aprovechar el mediodía  para dar un breve paseo y  disfrutar del sol que atenuaba mínimamente un ambiente tan gélido. El aire, aunque no era fuerte, sajaba la piel y se mostraba inclemente con  el ya menguado grupo de parroquianos habituales a la hora de la salida de misa, o con  la media docena escasa de paisanos impenitentes que se daban cita puntual al vino blanco o a la cerveza del mediodía en los  tres bares que permanecían abiertos y que, hasta hacía  unos pocos días, rebosaban de gente.
 Agosto siempre era un mes alegre porque la villa triplicaba su población debido a los veraneantes, a las vacaciones de  los hijos de los hijos de los hijos que años atrás la abandonaron para ganarse la vida en otros lugares. Por eso, durante esos  días, los críos rodaban veloces con sus bicicletas, las familias paseaban su   sosiego por los senderos, las puertas  de las casas se abrían de par en par y a la orilla de  su portal se sentaban sus moradores a fumar calmosos, a charlar sobre cuestiones sin trascendencia o a planear las actividades del día siguiente, que consistían, casi siempre, en una apetitosa comida campestre, un chapuzón en el río, una partida de cartas  o unas copas amigables  en el bar.
 Castrillo de la Reina vivía en  Agosto su renacimiento anual. Cuando caía el  atardecer, el cielo  parecía querer cantarlo porque, pasadas las nueve,  las nubes algodonosas se estiraban hasta convertirse en finísimas franjas  pinceladas  de color púrpura y las golondrinas y los vencejos llenaban el aire tibio de su griterío. En esos momentos  era como si toda la villa hubiese sido invadida por un gran coro de  risas infantiles, como si toda persona, animal o cosa quisiese dar testimonio de  la alegría desatada  en unos días de trasiego placentero que discurrían plácidos sin más obligación que la de disfrutar con los cinco sentidos de los olores, las voces y las sensaciones del verano; de la libertad de observar con calma la luz del día y las estrellas de la noche; del placer de reír, de comer, de hablar y de amar sin límite aparente.
 Pero aquella tarde era la última del mes  y hacía tanto frío que ni si quiera ladraban los perros.   La pareja de cigüeñas ya había abandonado el nido de la torre. De hecho, la semana anterior se había iniciado el éxodo habitual  de cada año y prácticamente casi todas las puertas  se habían  cerrado a cal y canto con grandes planchas de madera o de acero dispuestas sobre ellas  para impedir que entrase  el agua y las nieves del invierno. Ver así la entrada sellada  a las casas confería a las calles  todo el aspecto de un cementerio. Diríase que  el entramado urbano se  transformaba en un conjunto tétrico  de paredes, como si  los dinteles alineados de las puertas y el vano de las ventanas se hubiesen convertido en el hueco de  entrada a nichos en los que, en algún momento, moraron humanos y de los que huyó como de la peste  la vida.
 Ahora que rememoro esos momentos me pregunto si no será mejor que relate lo que ocurrió totalmente  alejado de lo sucedido, poniendo entre la evocación de aquellos terribles acontecimientos  y mi persona una prudente distancia. Me pregunto  si no será conveniente para mi pobre corazón y mi salud mental inventar un personaje que reviva por mí lo acaecido en Castrillo de la Reina justo en el momento en el que el crepúsculo se adueñó del cielo durante el último domingo de Agosto, durante   la última tarde  que yo iba a pasar en aquel lugar, al que no sé todavía si podré volver. Ya nada será igual. Mi familia, extremadamente celosa de mi salud y temerosa de que se repitan los síntomas, temerosa de sufrir las consecuencias de lo continuos brotes paranoicos que padezco desde entonces, hará todo lo posible para que jamás vuelva a poner los pies sobre aquellas tierras. Mucho me temo que incluso voy a tener que pensar en esconder bien estas cuartillas, porque si dan con ellas me arriesgo a padecer de nuevo el desagradable cosquilleo de la electricidad sobre mis sienes  y unas cuantas semanas de internamiento en el hermoso sanatorio donde se dejaron durante meses una buena parte de sus ahorros.
De manera que digamos que en una vieja casa de la muy noble villa de  Castrillo de la Reina, la  última tarde del mes Agosto del año 2012, tal y como era su costumbre, Melchor Andrés  bebió un último sorbo de vino y, satisfecho del ágape que había degustado,  se dispuso a subir caminando por la calle de La Cruz hacia el bar habitual, para encontrarse con sus compañeros de partida, tomar café, beber una copa  y jugar durante un par de horas el mus. Al salir a la calle y cerrar la puerta tras de sí  miró hacia el cielo, después a la veleta de la torre, masculló unas sílabas de fastidio, emitió un juramento  y antes de iniciar el paseo calle arriba, se alzó el cuello de la chaqueta para defenderse del frío. Melchor fumaba pero, en contra de sus deseos, aquella última tarde no pudo hacerlo después de  la comida, porque no halló manera de mantener viva  la llama del encendedor. De manera que, a pesar de que había comido bien y de que  antes de salir auguraba para sí mismo unos agradables momentos  junto a sus amigos en el bar, los primeros pasos de camino hacia allí le cambiaron el humor. La abstinencia obligada le enfurruñó y pronunció nuevamente su  blasfemia más recurrente. Malhumorado  y medio encorvado para protegerse del Cierzo, Melchor   siguió su camino calle arriba, en dirección a la torre de la Iglesia, detrás de la cual se ubicaba el bar donde se encontraría con sus compañeros de partida.
Continuará

domingo, 21 de octubre de 2012

Hoja suelta hallada cerca de los cuadernos de Adán


El  dinero es una arbitrariedad. Si  mañana, todos a la vez, igual que chinos saltando sobre su metro cuadrado de tierra , decidiésemos que las cosas no  valen lo que diga el FMI, o el BM, sino lo que nos dé la gana que valgan, de golpe y porrazo se acabaría la puta crisis.
Si mañana lo hiciésemos, los cuatro euros que tengo en  “La Caixa” dejarían de ser cuatro para convertirse en nada. Si embargo, mi valor y el tuyo y  aquello que tu y yo  somos capaces de hacer  se multiplicaría por 100.
Por no ir tan lejos. Si mañana decidiésemos, sinceramente, de corazón, sin  amagar un “por si acaso” en el calcetín  de la conciencia; sin camuflar un canguelis silencioso y perfectamente disimulado  en el rincón más íntimo de nuestras cobardías. Si mañana -decía-  decidiésemos, de verdad, con todas nuestras fuerzas, desplegando por doquier toda nuestra capacidad de movilización de rabia masificada, que por nada del mundo  íbamos a renunciar  a nuestros derechos colectivos para  financiar  la estafa  de nuestros bancos, nuestras cuentas corrientes dejarían de existir   y  todo, tal y como lo conocemos,  se vendría abajo.
Visto lo cual, en realidad, lo que estamos dispuestos a hacer es  sacrificar nuestros derechos colectivos, los de nuestros hijos padres y amigos,  en aras de los cuatro euros que cada uno de nosotros tiene en el banco, pensando con ello que, esa poca mierda que de vez en cuando vemos reflejada en guarismos grises  impresos en la pantalla azulada de un cajero automático, nos proporciona un seguridad que es incapaz de ofrecernos la unión de solidaridades compuesta por millones de personas iguales a mi.  Parafraseando a un conocido filósofo: “mi cartillica, mi copica y mi putica”. Y así es como el banco que asegura mi miseria y los tipos que lo ordeñan  me tiene cogido por los huevos hasta que, llegado el día,  éstos no sean más que una de las partes más tiernas y exquisitas que degusten los gusanos dentro de mi tumba.
Somos incapaces de reaccionar, de no ver  más solución a todo lo que nos acontece que aquello que no suponga un riesgo masivo capaz cambiar de arriba abajo nuestro más que discutible modo de vida. No nos atrevemos a dar el paso, a aprovechar este momento de la Historia para recuperar el valor de cada una de nuestras existencias, nuestra cotización real,  la que  es fruto de lo que atesoramos,  sin necesidad de que nadie imponga la cantidad por la que podemos vender nuestro tiempo y nuestras capacidades. Somos incapaces de imaginar si quiera, un día sin sueldos mínimos, o contratos blindados; sin convenios sectoriales y  sin especulaciones; sin leyes arbitrarias, o sindicatos.
De ser valientes, de reunir el coraje colectivo necesario para cambiar el estado de las cosas, nos convertiríamos, sencillamente, de un día para otro,  en   hombres y mujeres libres que viven gracias a sus  habilidades intercambiables, para que todos nos enriqueciésemos colectiva, recíproca e individualmente. Así caminaríamos nuestra existencia hasta  que por fin llegase  el día y el momento indicado por el destino, y moriríamos -porque hay que morir- sin sanidad pública ni privada, sin brujería ni hechiceros; sin  sistema educativo; sin cultura, letras,  números, arte, música, libros; sin dioses, sin dinero. Solamente la lluvia, el sol, la tierra, la humanidad,  y lo que fuésemos capaces de hacer por nosotros mismos y por nuestros semejantes.
De esa manera, renunciando a las arbitrariedades impuestas sobre las que se asienta toda nuestra vida,   podríamos reinventarnos  en un mundo sin  dueños, emprendedores y asalariados. 
Ya. Que dices que no seríamos capaces, que somos muy, muy chungos; que es nuestra naturaleza, y bla, bla, bla. Entonces, mejor seguimos con lo que ya tenemos.

domingo, 14 de octubre de 2012

Un año contra diez vidas (Para Antonio, Diana y Víctor, con cariño)


Amos a ver. Hoy vamos a hablar de fúmbol, y lo vamos a hacer desde un punto de vista contable pero con ribetes sociales. O mejor, plantearemos el asunto del fúmbol  desde una perspectiva vital, como si nos fuese la vida en ello, como si en juego estuviese la Liga, la Champions, la copa de Mowly y  nuestra vida futura, nuestra supervivencia, más allá del día de hoy, que es tal y como nos sentimos y nos comportamos cuando nos plantamos delante de la pantalla para ver un partido,  o cuando ocupamos nuestro asiento abonado en un estadio donde juega el equipo de nuestros desvelos.
Pos es que estábamos comiéndonos unas pitas en la terraza de  un döner kebab que han abierto en el mismitico centro del campus y, como ninguno de los compañeros de trabajo que allí nos dimos cita quisimos hablar de trabajo, de independencia, de crisis, de bancos ni de los programas de Jordi Evole, pos que nos pusimos a hablar de fúmbol, del Barça, y eso.
Entonces va uno y dice que en La Liga española habrá una media docena de fumbolistas que cobran cada año, cada uno de ellos,  unos diez millones de euros. Tampoco es que el dato fuese una novedad, porque quien más quien menos compra el Marca, el Sport o el AS, o escucha los programas deportivos de la radio y de la televisión.
La cosa es que, entre pita picante y pita dulce, se me ocurrió decir con la boca llena y salpicando la mesa de diminutas gotitas verdirojas, que necesitaría veinte vidas laborales completas para poder reunir todo ese pastizal. A lo cual, en un alarde de vertiginosa velocidad analítica, otro de mis compañeros nos sorprendió con la presentación a vuela pluma  de un cálculo realizado al amparo de un sorbo de Estrella Dorada Damm.
-Pos mira, veinte no, pero con el sueldo que tú cobras ahora necesitarías  diez vidas completas, con todas sus jornadas, para poder ganar lo que se levantan anualmente  CR7, Messi o Falcao.
-¡No me jodas- exclamé, casi atragantado.
-Si, sí, diez vidas- afirmó el compañero mientras encendía parsimoniosamente un cigarrillo.-Tu estará cobrando unos cuarenta mil euros al año, pero hasta llegar a ese sueldo, desde que empezaste a trabajar a los dieciocho años, has cobrado bastante menos durante muchos años.  Hagamos entonces un promedio aproximado  entre esas cantidades y las futuras que puedas llegar a ganar y pongamos que, de media, en toda tu vida laboral, has percibido uno veinticinco mil euros de sueldo anuales. Ahora multiplica veinticinco mil euros al año  por cincuenta y dos años que te tocará trabajar hasta que cumplas setenta, a ver lo que da- y se retrepó en la silla, mirando hacia el cielo,  exhalando una gran cantidad de humo.
-Espera, que le pongo la calculadora al móvil -se apresuró solícito otro de mis  compañeros.- A ver: 1 millón trescientos mil. Eso da: un millón trescientos mil.
-Pos eso. Ahí lo tienes. Aproximadamente, necesitarías diez vidas laborables de cincuenta y dos años cada una  para ganar lo que gana Messi*, Ronaldo o Falcao-certificó el  otro mientras aplastaba la colilla en el cenicero.
De pronto, se hizo un silencio un poco extraño. Durante unos breves instantes nos miramos los cuatro muy adentro y creo que nos sentimos inmensamente gilipollas. Apareció la camarera y nos preguntó si queríamos café. Estábamos sumidos en tal estado de postración mental que la paciente muchacha  tuvo que repetir el ofrecimiento. Al fondo, en un rincón, unos estudiantes voceaban y reían alborotados. Llegó de nuevo la camarera con la bandeja  y mientras tomábamos los cafés, alguien resumió en un par de frases el día  a día  laboral de un fumbolista de élite. Después otro dijo que nunca, nadie, le había dado un masaje y la compañera explicó que, en el hueco de la escalera que colinda con su despacho, habría espacio suficiente para instalar una sauna, pequeñita, pero una sauna.
Y después de éstas y algunas apreciaciones más al respecto de los detalles de la procelosa vida laboral en el día día de un fumbolista de élite, nos levantamos y nos dispusimos a continuar nuestra jornada laboral. Uno de mis compañeros tenía clase de prácticas; el otro tenía que realizar unos análisis de laboratorio para una empresa, y la compañera tenía que finalizar la redacción de  un informe con el que intentaría obtener la  financiación necesaria para iniciar  un proyecto  de I+D, que mantendría el sueldo de mil euros mensuales durante los próximos tres años  a sus cuatro becarias de investigación.  Yo, finalmente,  tenía que rematar una nota de prensa en la que se ponía en valor  las excelencias de la universidad pública.
Esa misma noche la pasé en el bar de debajo de casa. Me pedí uno de lomo con bacon con pan a la catalana y un par de cervezas, que me zampé y me bebí mientras vi  la primera parte del partido de la Champions. Durante la segunda parte me bebí un par más.
“Fúmbol es fúmbol”, que dijo el conocido filósofo Johan Cruyff. A lo que respondió el abad Galiani : “Lo importante no es curarse, sino vivir con las enfermedades”.


*Problema:
Calcular lo que ganaría cualquiera de estos dos jugadores durante 10 vidas  cobrando sus sueldos actuales.