domingo, 21 de octubre de 2012

Hoja suelta hallada cerca de los cuadernos de Adán


El  dinero es una arbitrariedad. Si  mañana, todos a la vez, igual que chinos saltando sobre su metro cuadrado de tierra , decidiésemos que las cosas no  valen lo que diga el FMI, o el BM, sino lo que nos dé la gana que valgan, de golpe y porrazo se acabaría la puta crisis.
Si mañana lo hiciésemos, los cuatro euros que tengo en  “La Caixa” dejarían de ser cuatro para convertirse en nada. Si embargo, mi valor y el tuyo y  aquello que tu y yo  somos capaces de hacer  se multiplicaría por 100.
Por no ir tan lejos. Si mañana decidiésemos, sinceramente, de corazón, sin  amagar un “por si acaso” en el calcetín  de la conciencia; sin camuflar un canguelis silencioso y perfectamente disimulado  en el rincón más íntimo de nuestras cobardías. Si mañana -decía-  decidiésemos, de verdad, con todas nuestras fuerzas, desplegando por doquier toda nuestra capacidad de movilización de rabia masificada, que por nada del mundo  íbamos a renunciar  a nuestros derechos colectivos para  financiar  la estafa  de nuestros bancos, nuestras cuentas corrientes dejarían de existir   y  todo, tal y como lo conocemos,  se vendría abajo.
Visto lo cual, en realidad, lo que estamos dispuestos a hacer es  sacrificar nuestros derechos colectivos, los de nuestros hijos padres y amigos,  en aras de los cuatro euros que cada uno de nosotros tiene en el banco, pensando con ello que, esa poca mierda que de vez en cuando vemos reflejada en guarismos grises  impresos en la pantalla azulada de un cajero automático, nos proporciona un seguridad que es incapaz de ofrecernos la unión de solidaridades compuesta por millones de personas iguales a mi.  Parafraseando a un conocido filósofo: “mi cartillica, mi copica y mi putica”. Y así es como el banco que asegura mi miseria y los tipos que lo ordeñan  me tiene cogido por los huevos hasta que, llegado el día,  éstos no sean más que una de las partes más tiernas y exquisitas que degusten los gusanos dentro de mi tumba.
Somos incapaces de reaccionar, de no ver  más solución a todo lo que nos acontece que aquello que no suponga un riesgo masivo capaz cambiar de arriba abajo nuestro más que discutible modo de vida. No nos atrevemos a dar el paso, a aprovechar este momento de la Historia para recuperar el valor de cada una de nuestras existencias, nuestra cotización real,  la que  es fruto de lo que atesoramos,  sin necesidad de que nadie imponga la cantidad por la que podemos vender nuestro tiempo y nuestras capacidades. Somos incapaces de imaginar si quiera, un día sin sueldos mínimos, o contratos blindados; sin convenios sectoriales y  sin especulaciones; sin leyes arbitrarias, o sindicatos.
De ser valientes, de reunir el coraje colectivo necesario para cambiar el estado de las cosas, nos convertiríamos, sencillamente, de un día para otro,  en   hombres y mujeres libres que viven gracias a sus  habilidades intercambiables, para que todos nos enriqueciésemos colectiva, recíproca e individualmente. Así caminaríamos nuestra existencia hasta  que por fin llegase  el día y el momento indicado por el destino, y moriríamos -porque hay que morir- sin sanidad pública ni privada, sin brujería ni hechiceros; sin  sistema educativo; sin cultura, letras,  números, arte, música, libros; sin dioses, sin dinero. Solamente la lluvia, el sol, la tierra, la humanidad,  y lo que fuésemos capaces de hacer por nosotros mismos y por nuestros semejantes.
De esa manera, renunciando a las arbitrariedades impuestas sobre las que se asienta toda nuestra vida,   podríamos reinventarnos  en un mundo sin  dueños, emprendedores y asalariados. 
Ya. Que dices que no seríamos capaces, que somos muy, muy chungos; que es nuestra naturaleza, y bla, bla, bla. Entonces, mejor seguimos con lo que ya tenemos.

domingo, 14 de octubre de 2012

Un año contra diez vidas (Para Antonio, Diana y Víctor, con cariño)


Amos a ver. Hoy vamos a hablar de fúmbol, y lo vamos a hacer desde un punto de vista contable pero con ribetes sociales. O mejor, plantearemos el asunto del fúmbol  desde una perspectiva vital, como si nos fuese la vida en ello, como si en juego estuviese la Liga, la Champions, la copa de Mowly y  nuestra vida futura, nuestra supervivencia, más allá del día de hoy, que es tal y como nos sentimos y nos comportamos cuando nos plantamos delante de la pantalla para ver un partido,  o cuando ocupamos nuestro asiento abonado en un estadio donde juega el equipo de nuestros desvelos.
Pos es que estábamos comiéndonos unas pitas en la terraza de  un döner kebab que han abierto en el mismitico centro del campus y, como ninguno de los compañeros de trabajo que allí nos dimos cita quisimos hablar de trabajo, de independencia, de crisis, de bancos ni de los programas de Jordi Evole, pos que nos pusimos a hablar de fúmbol, del Barça, y eso.
Entonces va uno y dice que en La Liga española habrá una media docena de fumbolistas que cobran cada año, cada uno de ellos,  unos diez millones de euros. Tampoco es que el dato fuese una novedad, porque quien más quien menos compra el Marca, el Sport o el AS, o escucha los programas deportivos de la radio y de la televisión.
La cosa es que, entre pita picante y pita dulce, se me ocurrió decir con la boca llena y salpicando la mesa de diminutas gotitas verdirojas, que necesitaría veinte vidas laborales completas para poder reunir todo ese pastizal. A lo cual, en un alarde de vertiginosa velocidad analítica, otro de mis compañeros nos sorprendió con la presentación a vuela pluma  de un cálculo realizado al amparo de un sorbo de Estrella Dorada Damm.
-Pos mira, veinte no, pero con el sueldo que tú cobras ahora necesitarías  diez vidas completas, con todas sus jornadas, para poder ganar lo que se levantan anualmente  CR7, Messi o Falcao.
-¡No me jodas- exclamé, casi atragantado.
-Si, sí, diez vidas- afirmó el compañero mientras encendía parsimoniosamente un cigarrillo.-Tu estará cobrando unos cuarenta mil euros al año, pero hasta llegar a ese sueldo, desde que empezaste a trabajar a los dieciocho años, has cobrado bastante menos durante muchos años.  Hagamos entonces un promedio aproximado  entre esas cantidades y las futuras que puedas llegar a ganar y pongamos que, de media, en toda tu vida laboral, has percibido uno veinticinco mil euros de sueldo anuales. Ahora multiplica veinticinco mil euros al año  por cincuenta y dos años que te tocará trabajar hasta que cumplas setenta, a ver lo que da- y se retrepó en la silla, mirando hacia el cielo,  exhalando una gran cantidad de humo.
-Espera, que le pongo la calculadora al móvil -se apresuró solícito otro de mis  compañeros.- A ver: 1 millón trescientos mil. Eso da: un millón trescientos mil.
-Pos eso. Ahí lo tienes. Aproximadamente, necesitarías diez vidas laborables de cincuenta y dos años cada una  para ganar lo que gana Messi*, Ronaldo o Falcao-certificó el  otro mientras aplastaba la colilla en el cenicero.
De pronto, se hizo un silencio un poco extraño. Durante unos breves instantes nos miramos los cuatro muy adentro y creo que nos sentimos inmensamente gilipollas. Apareció la camarera y nos preguntó si queríamos café. Estábamos sumidos en tal estado de postración mental que la paciente muchacha  tuvo que repetir el ofrecimiento. Al fondo, en un rincón, unos estudiantes voceaban y reían alborotados. Llegó de nuevo la camarera con la bandeja  y mientras tomábamos los cafés, alguien resumió en un par de frases el día  a día  laboral de un fumbolista de élite. Después otro dijo que nunca, nadie, le había dado un masaje y la compañera explicó que, en el hueco de la escalera que colinda con su despacho, habría espacio suficiente para instalar una sauna, pequeñita, pero una sauna.
Y después de éstas y algunas apreciaciones más al respecto de los detalles de la procelosa vida laboral en el día día de un fumbolista de élite, nos levantamos y nos dispusimos a continuar nuestra jornada laboral. Uno de mis compañeros tenía clase de prácticas; el otro tenía que realizar unos análisis de laboratorio para una empresa, y la compañera tenía que finalizar la redacción de  un informe con el que intentaría obtener la  financiación necesaria para iniciar  un proyecto  de I+D, que mantendría el sueldo de mil euros mensuales durante los próximos tres años  a sus cuatro becarias de investigación.  Yo, finalmente,  tenía que rematar una nota de prensa en la que se ponía en valor  las excelencias de la universidad pública.
Esa misma noche la pasé en el bar de debajo de casa. Me pedí uno de lomo con bacon con pan a la catalana y un par de cervezas, que me zampé y me bebí mientras vi  la primera parte del partido de la Champions. Durante la segunda parte me bebí un par más.
“Fúmbol es fúmbol”, que dijo el conocido filósofo Johan Cruyff. A lo que respondió el abad Galiani : “Lo importante no es curarse, sino vivir con las enfermedades”.


*Problema:
Calcular lo que ganaría cualquiera de estos dos jugadores durante 10 vidas  cobrando sus sueldos actuales.

lunes, 8 de octubre de 2012

El mito y la furia (XXIX)



Esos momentos  son todavía recientes, muy próximos. De hecho, de todos los recuerdos que recojen todos estos cuadernos, este es el que mejor responde a la realidad,  por su cercanía con este presente de lucha, y porque cuando hablo de ella y de mí, cada uno de los gestos, de las palabras, el color de la luz y hasta el olor del tiempo, se fija en mi memoria como las imágenes en una fotografía clara y nítida,  de modo  que  no es necesario recurrir a artimañas propias de la literatura, de la ficción, de la mentira más o menos idealizada, embellecida, o encanallada.

Cuando Maruja y yo somos los protagonistas de mis recuerdos no me hace falta actuar como un plumillas de tres al cuarto; no necesito dotar de veracidad  a los sucesos  que surgen turbios al invocarlos, desparecidos tantos y tantos años, latentes  en las cuevas del tiempo  como sombras dibujando objetos contra la luz agotada de esas estrellas que exhalan los  últimos destellos  de la noche tras la tormenta, tan vertiginosamente lejanos.

Digo esto porque todo empezó  por amor, no hace muchos meses,  una de aquellas mañanas de lunes que daba pie a una nueva semana laboral. Todavía conservo viva la sensación del descubrimiento de la trampa.  De no ser  así, quizá hubiese claudicado. Por eso alimento el recuerdo de ese día, para fortalecer mi deseo y alcanzar mis objetivos. La revelación  se hizo patente igual que si hubiese estado durmiendo, muy  profundamente, sin soñar, solamente respirando dentro del cuerpo inerte  a merced de la inconsciencia, y de pronto,  a pocos metros de mí,  alguien hubiese disparado un arma.  Fue como  la explosión espontánea  de un vaso de cristal sobre el mármol. Surgió igual que debe de suceder  el advenimiento místico de una verdad. Se manifestó como la confesión  de un misterio largos siglos camuflado bajo la inocente cotidianidad  de los días que viven y vivieron  los hombres y las mujeres que en el mundo han sido. Ese día nació Adán y dentro de él (dentro de mí)  el impulso incontenible   de rebelarme contra el gran engaño de la Historia, el origen de todo mal, el huevo de la serpiente,  la semilla que una noche remota sembró el diablo.

Ese día tomé la decisión de recuperar  la iniciativa. A partir de entonces acogí, de la misma manera que se arrulla a  un bebé,  mis principios y mis ideas. Día a día las alimentaba, las amamantaba, y sobre ellas,  poco a poco, semanas antes de dejar a Maruja, fui cimentando mi plan y conseguí refundarme de nuevo. Pobre Maruja, tan desorientada, tan desconcertada, tan preocupada. Hablábamos y hablábamos, pero no entendía nada. Fruncía el ceño, agitaba las manos, se mordía los labios, y a ratos intentaba recuperar la calma para hablarme con sosiego, pretendiendo así hacerme entrar en razón, su razón, la razón que siempre nos han impuesto como si se tratase de una cuestión natural, como si no hubiese manera humana de cambiar las cosas sencillamente porque siempre han sido así.  Pero nada ni nadie me lo podía  impedir. Mi convencimiento era fuerte y pleno. Mientras Maruja me repetía una y otra vez los mismos argumentos yo asumía  que iba a estar solo. Pobre de mí,  libre sin ella, libre hacia un final incierto, libre al fin.

He sido consciente en todo momento de que si de verdad creía en mí, de que si no quería que esto  acabase como la locura estúpida, banal y hueca  de un tipo mediocre que se empeña sin ningún sentido en  tirar su vida por la borda,   iban a  ser necesarios grandes sacrificios. Que alguien me cite algún  gran cambio en la Historia que no se haya cobrado renuncias, dolor o sufrimientos. Me hubiese gustado  acometer unidos  esta aventura.  No la voy a culpar, y si algún día nos volvemos a ver, tampoco se lo voy a reprochar. La entiendo perfectamente.

(Nuestra historia se detuvo en la puerta de casa, el día que salí por última vez. Todo nuestro tiempo  cayó  sobre tu espalda. No te vi llorar. Te pedí un último beso y sonreíste como sonríen los valientes ante el desenlace previsible en la inminencia de la tragedia. Por supuesto, no quisiste besarme;  te apartaste  y cuando abría la puerta tú ya te habías dado la vuelta. No te vi llorar; no dejaste que yo te viese llorar. Sin embrago, antes de que la puerta sellase mi marcha,  mientras te internabas pasillo adentro,  por no gritar, por no dejar que oyese de ti ni la más mínima queja, no pudiste evitar cerrar  espontáneamente las  manos y levantar levemente los puños,  en un clamor de rabia reprimida, en el lamento impotente que nunca gritaste y  que ponía fin a nuestra  común existencia.

Algunas noches  me llega el aroma de nuestra historia en ráfagas  de  nostalgia, cuando  los neones se adueñan del aire de  las calles. En algún momento he pensado cómo me recuerdas.  He intentado ponerme en tu lugar e imaginar cómo reproduces la remembranza  de nuestra vida   juntos, la dicha de horas de amor, y me pregunto si el rencor no te habrá inundado la memoria y ahora solamente  viviré en tus sueños de odio y furia,  igual que viven los mitos en mis recuerdos. Quizá ni siquiera aparezca  en tus sueños y haya acabado por  convertirme tan solo en el protagonista de  tus pesadillas. 

He dejado lo que más quiero sobre el altar de las ofrendas. El riesgo es alto, equiparable al sacrificio, pero  en consonancia, más alta es la meta a la que aspiro.)

Como decía, la mañana en la que empezó todo tampoco era una mañana festiva. Habíamos pasado toda la noche del domingo amándonos. Sonó el despertador puntual, pero nuestros cuerpos habían perdido toda voluntad, toda capacidad de reacción a cualquier estímulo que no tuviese algo que ver con el  placer. Recuerdo que el despuntar el día, cuando la luz del sol ya era tangible y nos molestaba  al entrar entre los orificios de la persiana, actuamos como sonámbulos yacientes, porque nuestros cuerpos se unieron en una dejadez inconsciente  que, de conocerse, sería declarada  ilegal. Entre sueños y veras, entre luces y noches, nos habíamos sumido en una pereza pecaminosa, clandestina, a sabiendas de que allí afuera, más allá de la ventana,  los minutos que pasábamos rezongando entre las sábanas   eran minutos robados a nuestras obligaciones laborables. Sin embargo, en la cama nuestras leyes no eran humanas. Aquella mañana  de lunes nos juramentamos para despreciar la legitimidad de cualquier imposición  horaria, y para declarar prescrita y proscrita la vigencia de toda sumisión salarial.

(Continuará)