lunes, 25 de octubre de 2010

Anatomía Forense (III.La nariz)


Sépticas, comunes y abisales. Cuando nos referimos a las nasales estamos haciendo uso de una metáfora errática y de muy mal gusto que se ha incorporado al habla alegremente, sin que nadie levante la voz ni proteste por ello. Es verdad que son dos cavidades oscuras, pero suelen ser pequeñas, como en mi caso, aunque recaben el aire y los olores del mundo bajo un apéndice considerable. De modo que a no ser que me encuentre en posición decúbito, por los orificios de una nariz pocas veces se vierte sustancia alguna, con la blanca excepción de algún estupefaciente. Llamarlas, sencillamente, agujeros de la nariz sería más correcto, o del hocico humano, de la napia, tocha, ñata o trompa; quicio de aromas, puerta del aire, madriguera vírica, alarma anti incendios, manantial de sangre delatora de ebriedades y mentiras. Es curioso cómo visto en un cráneo, despojado ya de carne y de todo signo de vida, el hueco que cobijó el aire del último suspiro recuerda la forma de un corazón invertido.

Yo me podría morir de nuevo, así, sin más, humilde y discretamente, sin hacer el ruido que hice, si pudiese escribir solamente media página, casi igual, o acercarme siquiera, a las que escribió Patrick Suskind en “El Perfume”. Por lo tanto, estoy convencido de que es absolutamente estéril, inútil y, además, muy frustrante, ponerse a devanarse la sesera en busca de la mejor manera de hablar de aromas, olores y esencias y todo lo que les acontece o pasa por las narices. Y dicho esto, punto y final. Porque también soy incapaz de olerme nada que contenga cierto fundamento futuro y garantía de cumplimiento. Cuando creo que algo me acecha, que algo va a ocurrir cerca o lejos de mí, cuando se encienden las alarmas dentro del mecanismo de prospección que la eternidad me ha dado, por lo general me equivoco. Y a veces me equivoco con tanto éxito que organizo embrollos de tal magnitud que suelen concluir en una gran tragedia.

Sin ir más lejos, el lío de mi muerte, que vino precedida, y en gran medida propiciada, por una sospecha errada. Dolores me hizo llegar, a través de mi buen amigo Ramón Ceruti, un aviso diciendo que venía a casa. Me olía que aquella tarde el amor de mi vida se comprometería conmigo para siempre y dejaría a su marido, y viviría conmigo la más hermosa y apasionada historia de amor que vieron los siglos. Le dije a mi criado que se tomase la tarde y la noche libre, que esperaba visita importante y necesitaba intimidad. “Desnuda, bañada y sola, ¿verdad señor?” Me contestó mi sirviente con su habitual mala educación. Me quedé solo y a la espera, ansioso, inquieto. Ramón, el día de antes, me dijo “Mariano, me huelo que Dolores ha tomado una decisión. Estos meses en Badajoz y Ávila la han dejado bastante, ¿cómo decirte? bastante necesitada de cariño. Así es que aprovecha la oportunidad. El día que le entregué el billete con tu petición le asaltó un brillo especial en los ojos. Después de responderme afirmativamente se llevó la nota a la nariz y aspiró profundamente”. Ante tales expectativas, ¿No tenía yo derecho a esperar lo mejor de aquella noche fría? ¿No era lo más normal auspiciar la sospecha más que fundada de que Dolores, por fin, se decidía a dejar al Cambronero? Inundé mi casa de amor: la fragancia de tres docenas de rosas, el efluvio de sándalo de la India quemando sobre unas pocas velas que dejé encendidas, el perfume francés que me apliqué en el cuello, y el cálido aroma de la madera que ardía en el hogar junto mi alma impaciente envolvía a toda la estancia en una atmósfera especial para propiciar el reencuentro y la reconciliación, para el amor y la pasión. Mientras esperaba escribía versos, me levantaba, miraba el reloj, escuchaba dar los cuartos en las torre de la iglesia, volvía a escribir.

"No te bastan los rayos de tus ojos;
de tu mejilla la purpúrea rosa;
la planta breve, la cintura airosa,
ni el dulce encanto de tus labios rojos
?"

Hasta que oí que la puerta se abría. Sonaron pasos arrastrados, algo desdeñosos y quien apareció a través del quicio del saloncito era mi criado. “Creo que me va necesitar, señor. Su sentido del olfato para estas cosas nunca ha sido muy afinado”. Le contesté de mala manera, le dije que tenía la certeza de que todo iba a ir bien e incluso le referí la intercesión de Ramon. “Menudo celestino que se ha buscado el señor. Otro que tal. Ni hablar, yo no me muevo de aquí. Estaré en la cocina por si me necesita”. Y no hubo manera de deshacerme de él. Yo sabía que se quedaba para husmear y ganarse después unos buenos maravedís explicando por ahí las crónicas de lo sucedido a porteras y amigotes. Seguí a la espera, nervioso, sin otra cosa que seguir escribiendo
¿“Tornas, infausto día,
trayéndole a mi mente
fortunas olvidadas
de tiempos más alegres
?”

Entonces noté que se abalanzaba sobre Madrid la noche profunda, silenciosa y gélida, y cuando más desesperanzado me encontraba, sonó fuerte la aldaba. Fue una llamada contundente, enérgica, de tres golpes secos que dejaron, tras el último, unos segundos de silencio y el ruido de los goznes mal engrasados al abrir, y la voz de mi criado anunciando a Dolores. A Dolores y también a su tía, una vieja insoportable de gran nariz abrujada que dejaba a su paso un olor a muerte rancia, y a orín seco mezclado con almizcles provincianos, lana húmeda y jabón de sosa.

Lo que ocurrió después ya es conocido. En más de una ocasión lo he relatado. No creo que valga la pena redundar. A veces, ahora que camino de nuevo entre mortales, alzo la nariz como un perro callejero para husmear en la memoria del aire la ilusión que desprendieron durante unas pocas horas unas cuantas rosas, el humo del incienso y la madera ardiente. Y es entonces cuando más envidio a Jean-Baptiste Grenouille, aunque al poco se difumina el deseo y me alegro de no poseer su fabulosa naturaleza, porque sé que así me ahorro el recuerdo del tufo de la pólvora y del hedor acre del alcohol de la mortaja.

Vuelvo mañana

lunes, 18 de octubre de 2010

Anatomía Forense (II. La oreja)


Es un laberinto. Son galerías, trincheras, pasillos dibujados en una espiral de relieves cartilaginosos, más bien fea, grande y rosada, por la que se desliza hasta el interior oscuro de un pozo sin eco el sonido de palabras, músicas, ruidos, susurros y, a veces, la voz de alguna musa despistada, de algún muerto que todavía nos quiere o de alguna malquerencia aguda que se hace notar. En ocasiones, es un buen soporte para esconderse: imprescindible, diría yo, para poder encajar sobre la cara, con ciertas garantías, una máscara.

Dicho lo cual, como de lo que se trata es de ser sinceros, es necesario afirmar con cierta rotundidad que el silencio no se oye. Está bonito decir el estruendo del silencio, el sonido del silencio, la explosión del silencio, leer la palabra en voz alta y percibir cómo sibilan las letras entre los dientes. Es entonces, y solo entonces, cuando se oye. Todo lo demás es impostura poética o engaño de los sentidos, y a estas alturas de la historia hay que ser muy ingenuo como para creer, por ejemplo, que cuando nos sumergimos bajo el agua oímos algo que no sea la llamada contra las sienes de nuestro oxígeno retenido, la medalla de plata que nos rodea el cuello, chocando ingrávida contra el pecho; el motor de un pesquero que vuelve, deprimido, a puerto o, si me apuran, el lejano o estéril socorro del ahogado en un naufragio, hundido ya sin remedio, su cuerpo hinchado como un pesado globo de carne muerta. Sin embargo, a efectos poéticos (simulacros de la verdad, ensoñaciones del lenguaje buenas para nada) es muy rentable decir que un servidor más cuatro aventajados vemos mejor por los oídos que por los ojos, por mucho que sólo sea un deseo porque, aunque inmortal, arrastro la condena del vidente y percibo el agua doméstica discurrir entre las tuberías de cobre cuando, llegada la noche, lo que me gustaría es cobijarme en la oscuridad sorda y espantar la pesadilla de una silla arrastrada, la mentira de una risa, el gemido de una puta, la traición que un día se revolverá contra quien la propició como un boomerang que silba al viento y que podría ser el mismo viento que ahora azota las velas del barco que surca los mares y me transporta al centro del fragor de una tormenta bajo la que pereceré asombrado escuchando humilde el estruendo colosal de los cielos al romper.


Y qué tendrá que ver todo esto con la anatomía, con lo que uno es y no es, con el hecho de aparentar, fingir o por el contrario revelar, descubrir, constatar, casi certificar: Poco a poco todo se andará, todo confluye en algún cauce, en algún surco o pasillo del laberinto cartilaginoso de la oreja resbalando hacia lo orgánico. Así es como pensaba esta misma noche sobre estas y otras cuestiones alrededor de mi compromiso, y por eso temía que a las primeras de cambio no se me entendiese. Ya era tarde. No se veía un Cristo por las calles. Algún ladrido lejano, el olor de la humedad sobre el suelo, los faros de algún coche solitario y el sonido de las botas mías marcando pasos lentos, casi arrastrados. A veces no sabemos ni nos preguntamos por qué decidimos hacer un gesto, mirar sin motivo alguno hacia un lado, rascarnos la cabeza sin sentir picor, o bostezar sin tener hambre, sueño o aburrimiento. La cuestión es que ese tipo de gestos inocuos, intrascendentes, puedan marcar nuestro destino y dirigirnos hacia un sentido u otro de la vida. Esa noche, sin motivo aparente, yo levanté la cabeza durante el paseo nocturno justo en el momento en el que caminaba junto a la valla del patio del colegio, que aparecía iluminado muy débilmente, casi entre tinieblas, por una única farola exhausta de luz cerúlea. Podía distinguir perfectamente la silueta del edificio que cobijaba las aulas. Junto a la sombra oscura de la fachada, como un animal herido, reposaba en aquel rincón del patio, una pelota blanca, mal iluminada en su hemisferio visible por la luz anoréxica. Alumbrada de aquella manera, sola y en medio de aquel páramo escolar, la pelota blanca me pareció un planeta exiliado en el confín más apartado del universo que agonizaba al unísono y junto al sol que lo germinó. Era la imagen perfecta de la desolación: el objeto del deseo de centenares de chiquillos que día tras día enloquecen el aire y el espacio con su griterío, con el ir y venir alocado y excitado, energético, agotador; el juguete más universal y versátil abandonado en el mismo lugar que, en ese momento de la noche en el que yo lo contemplaba, bien podría ser el terregal oscuro de un barbecho eterno. Allí parado, viviendo aquel espectáculo de soledad entre tinieblas, me di cuenta de que no se oía nada. Yo había dejado de caminar. Los perros ya dormían y yo, por no profanar aquel silencio, casi dejé de respirar. Fue al distraerme un instante con la vaharada gris que surgía de mi boca cuando empecé a escuchar un débil sonido, un susurro, que poco a poco, de una manera progresiva, sin pausa, se iba haciendo más audible, más fuerte, in crescendo. Al principio pensé que se trataría de una ilusión, del efecto de la situación, de la ensoñación que, seguramente, yo mismo había provocado; imaginaciones mías, consecuencia de andar siempre de noche y con la cabeza agachada. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que el sonido era real, y de que a medida que pasaban los segundos se iba haciendo tan presente, constatable y consistente que pensé que, de un momento a otro, los vecinos abrirían alarmados las ventanas y la policía no tardaría en llegarse hasta la puerta del colegio para investigar el misterio de su procedencia. Nada de eso. Parecía que solamente yo estaba siendo testigo de aquel acontecimiento. De repente la luz de la farola se apagó y el patio quedó a oscuras. Ya no podía ver la pelota y distinguía la silueta de la fachada porque aparecía recortada contra la luna creciente. El patio del colegio era como un lago negro. El ruido persistía. Totalmente a oscuras, en la humedad de la medianoche, decidí echarle valor y permanecer allí hasta desentrañar la naturaleza de aquel fenómeno. Pero pasaron las horas, largas, en incertidumbre, sin que pudiese llegar a conclusión alguna. Así que cansado, tenso y aterido, definitivamente renuncié a saber lo que me era negado conocer. Volví hacia casa y antes de entrar me invadió una extraña tristeza que me acompañó hasta el momento en que me metí en la cama. El sueño fue haciéndose conmigo y me dormía en la misma pesadumbre con la que entré hasta que una luz fugaz de clarividencia, que seguramente refulgió gracias a ese raro sentimiento afligido, fue a darme con la resolución del misterio. No podía ser otra cosa que el ruido de la memoria, el eco acumulado de los momentos felices de libertad con fianza que miles de niños vivieron en aquel patio o, quizás, por qué no, el quejido producido por el dolor de la nostalgia que, calladamente, en una especie de intimidad compartida, cómplice, pero sin verbo, padecían a diario todos aquellos que entonces dormían al abrigo de melancolías aparentemente resueltas. De modo que, quizás, la experiencia que viví y que acabo de notificar invalide por sí misma la primera afirmación de este texto. El silencio se oye.

Vuelvo mañana

martes, 12 de octubre de 2010

Anatomía Forense (I. Introducción)

Cuanto más se esconde alguien mejor revela quién es. La principal función del disfraz o del camuflaje es escamotear la identidad de quien los viste, aunque dicen más de ellos (de aquellos que se esconden) que la propia verdad mostrada a sus semejantes sin complementos, la cual, habitualmente y a su vez, es sofisticado ardid, trampa o camelo, una suplantación reflexiva, pura apariencia racional con la que se nos muestran presencias reales, vidas de carne y hueso, que se mueven, respiran, hablan y piensan en un espacio, durante un tiempo, por lo general limitado. No hablo de la filosofía de la existencia. Hablo de anatomía humana, de fisiología de la verdad; de lo que de cierto hay en los rostros y en los cuerpos con los que nos relacionamos; o por el contrario, de aquello que de falso y aparente, hipócrita y bisutero hay en el respirar y expirar de las vidas que vemos discurrir mostrando y ostentando una especie de contrato colectivo , a través del cual, con nuestra firma y la certeza recíproca de todos, creemos y creen, y damos por cierto todo lo que vemos a la luz y oímos al viento.

Si no se me ha entendido, lo conveniente será explicarme mejor. Yo nací un 24 de Marzo de 1809 en la madrileña Cuesta de Ramón. Desde entonces hasta ahora he tenido la oportunidad de vivir tres vidas y durante estos 200 años de eternidad jamás he mostrado mi rostro a nadie. No me ha sido demasiado difícil. Se trata, sencillamente, de ser quien soy según el contrato social que todos respetamos solidariamente y que nos obliga a no ver más allá del color de nuestra piel, de no oír más allá del timbre de nuestra voz, y claro, de acurrucar el corazón y el alma en el cobijo más oscuro, a salvo de miradas y aspavientos. De manera que creo estar en condiciones de afirmar que de mí sabe más mi criado de lo que jamás supo la simple Pepita, que mis pobres hijas, o incluso que mi editor, siempre tan soberbio y tan seguro de la eficacia de su psicología tabernaria. (Dolores supo de mí, me vio desnudo, vivo, casi radiografiado, y sin embargo se empeñó en vestirme con el mismo disfraz que todos lucían.).

Así es que, después de la mortaja decidí que ya no tenía sentido respetar contrato alguno y aunque arrastro como penitencia impuesta por los dioses la impertinencia de mi criado igual que roca encadenada a un anillo, puedo asegurar sin petulancia, ni vanidad, ni valentía legionaria, que ejercito a diario la verdad a través de la máscara de mi sombra. De modo que no me queda más remedio que asumir lo inevitable y confesar que toda esta andadura a través del páramo de los hombres no ha sido más que estiércol volcado en mármol, tiempo derrochado, una eternidad desperdiciada, la existencia malograda de una caricatura de mí mismo dibujada sobre el cielo del Parnaso en contra de mi voluntad, a costa de una historia que a nadie debería importar, por la que llevo pagada sufrimientos del alma, sed de amor, ausencias tormentosas, nostalgias insomnes, méritos inmerecidos y el peso de una época vacía, de talento impostado, y de arte oportuno, cuando ahora, como entonces, no hay más que monstruos al acecho.

Y por eso es por lo que me voy a practicar la autopsia. Me tumbaré en al altar forense bajo el frío de la luz reveladora y, cada cierto tiempo -días, noches, apenas instantes separados por suspiros- se irán desmenuzando sobre el pergamino pedazos de mi anatomía, que no de mi verdad, pues es con ésta con la que convivo desde que mi placenta fue arrojada a los escombros.

Vuelvo mañana
La fotografía corresponde a la escultura de Miquel Barceló titulada "Pinocho Muerto"

miércoles, 6 de octubre de 2010

Jennifer entre paréntesis


Hoy he ido a la peluquería. Sentado en el sillón peluquero, con la cabeza siempre humillada, igual que un lehendakari ante Dios, poco a poco he ido viendo cómo, a su paso, las tijeras inmisericordes manchaban de paréntesis el suelo ajedrezado sobre el que se precipitaban. Si caían sobre las baldosas blancas, se distinguían perfectamente; cuando lo hacían sobre las negras, apenas sí se podían ver. Y es que en las peluquerías hay pocas cosas por hacer. Escuchar, participar de la conversación o sencillamente dejarse llevar y esperar paciente a que acaben con nosotros. De manera que mientras la peluquera evolucionaba sobre mi cabellera, me distraía mirando paréntesis largos, algunos más cortos, y otros gruesos y mojados, que eran los de más reciente caída. Éstos últimos, los húmedos, al poco tiempo se secaban y su color cambiaba y volvían al blanco canoso de mi cabello, de modo que en ausencia de humedad se podían ver mejor sobre las baldosas negras. Pero no todo eran tamaños, o colores. También veía paréntesis enmarañados en una suerte de pelusa etérea, ligera, como la que suelta un junco, que planeaban sin dificultad por entre el aire lacado del local y se posaban bajo el sillón de otro cliente cuando la joven aprendiz pasaba de un lado a otro con las revistas bajo el brazo o portando el café, solícita y tímida, a alguna clienta de corte diario. Con todo, los que más me llamaban la atención eran los paréntesis que reposaban en el suelo enredados entre sí, igual que amantes pegajosos, besucones eternos que han perdido el pudor porque su misión en la vida es permanecer unidos unos juntos a otros; éstos casi parecían bucles, el recuerdo de un rizo púbico, un interrogante final de frase, la arruga de una sábana, el cuello de un cisne, o la sombra, el rastro, el despojo, que debería dejar un gemido.

(Dicho esto, ahora se hace necesario distinguir las funciones de los diferentes tipos de paréntesis que existen. (Quizá lo mejor sea explicarlas de una manera práctica.) Una función podría ser la que ahora mismo practica la jovencísima aprendiz, que viendo que toda la clientela estaba provista de sus revistas y que las oficiales no reclamaban la limpieza de su espacio, ha decido esperar órdenes junto a la puerta (ojos enormes, altura de modelo, pintadísima, y no más de 20 años. Seguro que recién salida de la academia). Pero a los dos minutos, un hombre con el casco de motorista puesto (sabía que era un hombre por la manera de andar y por la voz, que sonó grave, hueca, embutida) ha entrado en la peluquería con un gran y hermoso ramo de flores en la mano y ha dicho “esto es para Jennifer, ¿quién me firma?” (Me pregunto cómo se llamará Jennifer cuando cumpla 60 años). Y entonces me he enterado del nombre de la joven aprendiz, porque ha dado tal respingo y ha gritado con tanta alegría “¡mi novio, mi novio!” que los paréntesis de pelusa etérea que rodeaban el sillón donde yo estaba sentado han echado todos a volar, formando una especie de neblina a media altura que solamente yo parecía ver. (La mayor parte de la clientela se dejaba hacer con los ojos cerrados, difamaba a una vecina, o esperaba bajo extraños hornos eléctricos leyendo fotos de princesas, palacios de vagos o noviazgos en venta). Pero la peluquera que a mí me tocó en suerte sí que oyó a Jennifer, y en el momento en el que deslizaba (distraída) la cuchilla sobre la piel de mi nuca (que era cuando mi cabeza más se humillaba) le dijo “chica, qué suerte tienes: novios como el tuyo ya no quedan. Consérvalo por muchos años”. (La voz de mi peluquera era aguda, sus manos suaves, y olía al sudor de una jornada completa cortando paréntesis y precipitándolos al suelo). Jennifer preguntó si podía firmar ella misma el albarán del mensajero y “claro mi niña, si es para ti”, fue lo que alguien le respondió. Así que estampó sobre el papel un sello, e inmediatamente después introdujo su nariz en el ramo, y aspiró, y dijo “no sé a qué huelen, pero huelen bien”. (Deberían oler a margaritas, porque el ramo estaba compuesto por unas cuantas docenas de margaritas de muchos colores envueltas en papel de cebolla y atadas con lacito rojo. (Porque, claro, la pregunta no es baladí ¿a qué huelen las margaritas dentro de una peluquería?). Jennifer estaba encantada. Lo miraba y lo miraba y yo vi a través del espejo cómo mi peluquera la miraba a ella y me pareció distinguir en sus labios, en un instante, una mueca ambigua, casi imperceptible, de alegría ajena o propia tristeza contenida). “¿Y ahora qué le tengo que decir? ¿Qué es lo que se hace cuando tu novio te regala flores?”, preguntó entre ingenua y preocupada la muchacha. (Los ojos muy abiertos, temblor en las manos, los pies inquietos, la voz sin control). “Pues cuando le veas, le das un beso”, respondió mi peluquera antes de dejar la cuchilla en la bandeja, poner las manos sobre mis pómulos, levantarme la cabeza y preguntarme si “así de corto estaba bien”. Estaba bien. Quise decírselo a través del espejo, pero ya no pude verla porque, aunque me escuchaba, no dejaba de mirar las flores, al tiempo que me anunciaba muy amablemente que su trabajo conmigo había concluido y que podía pasar por caja. Mientras pagaba, Jennifer dejó sobre una silla las flores, cogió una escoba y barrió todos mis paréntesis. Ya estaban todos secos, blanquecinos, y ahora parecían mechones esparcidos de mi pelo que sin ofrecer ninguna resistencia irían a parar en unos segundos al cubo de la basura (dada la hora, probablemente sería el último trabajo antes de que Jennifer besase a su novio en el rincón más discreto de alguna cafetería, mientras en algún otro lugar (seguramente no demasiado lejos) la nostalgia de ilusiones lejanas llenaría de tristeza disimulada el espacio en donde caen, igual que pedacitos de cabello blanco, las noches y los días) )

Vuelvo mañana