lunes, 18 de octubre de 2010

Anatomía Forense (II. La oreja)


Es un laberinto. Son galerías, trincheras, pasillos dibujados en una espiral de relieves cartilaginosos, más bien fea, grande y rosada, por la que se desliza hasta el interior oscuro de un pozo sin eco el sonido de palabras, músicas, ruidos, susurros y, a veces, la voz de alguna musa despistada, de algún muerto que todavía nos quiere o de alguna malquerencia aguda que se hace notar. En ocasiones, es un buen soporte para esconderse: imprescindible, diría yo, para poder encajar sobre la cara, con ciertas garantías, una máscara.

Dicho lo cual, como de lo que se trata es de ser sinceros, es necesario afirmar con cierta rotundidad que el silencio no se oye. Está bonito decir el estruendo del silencio, el sonido del silencio, la explosión del silencio, leer la palabra en voz alta y percibir cómo sibilan las letras entre los dientes. Es entonces, y solo entonces, cuando se oye. Todo lo demás es impostura poética o engaño de los sentidos, y a estas alturas de la historia hay que ser muy ingenuo como para creer, por ejemplo, que cuando nos sumergimos bajo el agua oímos algo que no sea la llamada contra las sienes de nuestro oxígeno retenido, la medalla de plata que nos rodea el cuello, chocando ingrávida contra el pecho; el motor de un pesquero que vuelve, deprimido, a puerto o, si me apuran, el lejano o estéril socorro del ahogado en un naufragio, hundido ya sin remedio, su cuerpo hinchado como un pesado globo de carne muerta. Sin embargo, a efectos poéticos (simulacros de la verdad, ensoñaciones del lenguaje buenas para nada) es muy rentable decir que un servidor más cuatro aventajados vemos mejor por los oídos que por los ojos, por mucho que sólo sea un deseo porque, aunque inmortal, arrastro la condena del vidente y percibo el agua doméstica discurrir entre las tuberías de cobre cuando, llegada la noche, lo que me gustaría es cobijarme en la oscuridad sorda y espantar la pesadilla de una silla arrastrada, la mentira de una risa, el gemido de una puta, la traición que un día se revolverá contra quien la propició como un boomerang que silba al viento y que podría ser el mismo viento que ahora azota las velas del barco que surca los mares y me transporta al centro del fragor de una tormenta bajo la que pereceré asombrado escuchando humilde el estruendo colosal de los cielos al romper.


Y qué tendrá que ver todo esto con la anatomía, con lo que uno es y no es, con el hecho de aparentar, fingir o por el contrario revelar, descubrir, constatar, casi certificar: Poco a poco todo se andará, todo confluye en algún cauce, en algún surco o pasillo del laberinto cartilaginoso de la oreja resbalando hacia lo orgánico. Así es como pensaba esta misma noche sobre estas y otras cuestiones alrededor de mi compromiso, y por eso temía que a las primeras de cambio no se me entendiese. Ya era tarde. No se veía un Cristo por las calles. Algún ladrido lejano, el olor de la humedad sobre el suelo, los faros de algún coche solitario y el sonido de las botas mías marcando pasos lentos, casi arrastrados. A veces no sabemos ni nos preguntamos por qué decidimos hacer un gesto, mirar sin motivo alguno hacia un lado, rascarnos la cabeza sin sentir picor, o bostezar sin tener hambre, sueño o aburrimiento. La cuestión es que ese tipo de gestos inocuos, intrascendentes, puedan marcar nuestro destino y dirigirnos hacia un sentido u otro de la vida. Esa noche, sin motivo aparente, yo levanté la cabeza durante el paseo nocturno justo en el momento en el que caminaba junto a la valla del patio del colegio, que aparecía iluminado muy débilmente, casi entre tinieblas, por una única farola exhausta de luz cerúlea. Podía distinguir perfectamente la silueta del edificio que cobijaba las aulas. Junto a la sombra oscura de la fachada, como un animal herido, reposaba en aquel rincón del patio, una pelota blanca, mal iluminada en su hemisferio visible por la luz anoréxica. Alumbrada de aquella manera, sola y en medio de aquel páramo escolar, la pelota blanca me pareció un planeta exiliado en el confín más apartado del universo que agonizaba al unísono y junto al sol que lo germinó. Era la imagen perfecta de la desolación: el objeto del deseo de centenares de chiquillos que día tras día enloquecen el aire y el espacio con su griterío, con el ir y venir alocado y excitado, energético, agotador; el juguete más universal y versátil abandonado en el mismo lugar que, en ese momento de la noche en el que yo lo contemplaba, bien podría ser el terregal oscuro de un barbecho eterno. Allí parado, viviendo aquel espectáculo de soledad entre tinieblas, me di cuenta de que no se oía nada. Yo había dejado de caminar. Los perros ya dormían y yo, por no profanar aquel silencio, casi dejé de respirar. Fue al distraerme un instante con la vaharada gris que surgía de mi boca cuando empecé a escuchar un débil sonido, un susurro, que poco a poco, de una manera progresiva, sin pausa, se iba haciendo más audible, más fuerte, in crescendo. Al principio pensé que se trataría de una ilusión, del efecto de la situación, de la ensoñación que, seguramente, yo mismo había provocado; imaginaciones mías, consecuencia de andar siempre de noche y con la cabeza agachada. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que el sonido era real, y de que a medida que pasaban los segundos se iba haciendo tan presente, constatable y consistente que pensé que, de un momento a otro, los vecinos abrirían alarmados las ventanas y la policía no tardaría en llegarse hasta la puerta del colegio para investigar el misterio de su procedencia. Nada de eso. Parecía que solamente yo estaba siendo testigo de aquel acontecimiento. De repente la luz de la farola se apagó y el patio quedó a oscuras. Ya no podía ver la pelota y distinguía la silueta de la fachada porque aparecía recortada contra la luna creciente. El patio del colegio era como un lago negro. El ruido persistía. Totalmente a oscuras, en la humedad de la medianoche, decidí echarle valor y permanecer allí hasta desentrañar la naturaleza de aquel fenómeno. Pero pasaron las horas, largas, en incertidumbre, sin que pudiese llegar a conclusión alguna. Así que cansado, tenso y aterido, definitivamente renuncié a saber lo que me era negado conocer. Volví hacia casa y antes de entrar me invadió una extraña tristeza que me acompañó hasta el momento en que me metí en la cama. El sueño fue haciéndose conmigo y me dormía en la misma pesadumbre con la que entré hasta que una luz fugaz de clarividencia, que seguramente refulgió gracias a ese raro sentimiento afligido, fue a darme con la resolución del misterio. No podía ser otra cosa que el ruido de la memoria, el eco acumulado de los momentos felices de libertad con fianza que miles de niños vivieron en aquel patio o, quizás, por qué no, el quejido producido por el dolor de la nostalgia que, calladamente, en una especie de intimidad compartida, cómplice, pero sin verbo, padecían a diario todos aquellos que entonces dormían al abrigo de melancolías aparentemente resueltas. De modo que, quizás, la experiencia que viví y que acabo de notificar invalide por sí misma la primera afirmación de este texto. El silencio se oye.

Vuelvo mañana

19 comentarios:

Anónimo dijo...

No sé y sí dónde quieres ir a parar con estos textos que me ponen la piel de gallina. Mientras lo leía yo también escuchaba el silencio y me imaginaba como un mundo esa pelota en medio de la noche, sentía el agua al cuello. No puedo esperar, escribe pronto la tercera parte, si es que la hay.

¡Salud!

Anónimo dijo...

El ruido de la memoria no se oye con la oreja-oido sino con el corazón.El corazón también lo veremos?L.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ataulfa
Una autopsia ¿ a donde va a parar? A destrañar todo el miesterio que encierra el muerto. Habrá tercera, cuarta, quinta y sexta... parte
¡salud amiga!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

L
Tienes toda la razón. Por esta vez, y sin que sirva de precedente, estamos de acuerdo.
Y si todavía no has visto el corazón es que necesitas urgentemente un oftalmólogo, o corregir ciertas disfunciones visuales.
¡salud L!

Jose Lorente dijo...

El silencio se oye cuando hay cerca un oído atento. El tuyo lo es, sin duda.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

¡Ah! Estoy empezandp a imaginar quién será el muerto...

¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Jose, a veces sí que se oye, sí. Sin embargo, eso suele ocurrir cuando más despistado anda uno, así, de sopetón.

Encantado de que te dejes ver por aquí. Un gustazo

¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ataulfa
El muerto ya existe: aquí, un servidor, de cuerpo presente, aunque sea a trocitos.

¡Salud!
He estado siguiendo la conversación que mantienes con Ana en su Blog y me habeis puesto los dientes largos con Haroldo Conti. Creo que cuando acabe lo que tengo entre manos voy a por él

Carlos dijo...

.

Anónimo dijo...

Bueno, bueno, Mariano José, estarás muerto y tu palabra muy viva, ante un mundo y un país agonizante. Ya me entiendes.

Pues Haroldo Conti es muy interesante, aunque en su país hay gente que o lo desprecia, o lo desconoce. Te recomiendo "Sudeste" y luego la más polírica, "Máscaró, el cazador americano". Ya me contarás.
Besos!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Gracias Ataulfa. Ya te contaré
¡Salud!

Anónimo dijo...

Cuando llegues al ombligo te lo saltas que ya te lo hemos visto.L.

NENA dijo...

Yo como siempre, con mis frases:
El silencio es el único amigo que jamás traiciona.
Confucio (551 AC-478 AC) Filósofo chino.


Te voy a ser sincera: he leído sólo un trozo del artículo, que como siempre es brillantísimo; hoy no tengo ni ánimos ni fuerzas, pero.....................LA OREJA ES TUYA!!!!!!!!!!


Un beso y hasta el próximo artículo


NENA

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Es verdad Nena. En nuestra casa también tenemos grandes valedores del silencio que reflexionaron sobr él e intentaron hacer comprender, en un pais de gritos y palabras vanas, precisamente que la palabra es sagrada. Fue el abuelo de Maragall.

Aunque la cita de Confucio... qué se yo... hay silencios que hieren.¿no?

La oreja es mía, sí, como todos los trocitos de mi cuerpo que van a ir saliendo cada semana hasta completar mi retrato, mi identidad, la imagen que algunos reclamaban porque no supieron saber ver quién era tan solo leyendo.

¡Animo guapa! Cómo decía Che Guevara: "Hasta la victoria siempre."

¡Salud!

NENA dijo...

Tienes razón, hay silencios que se clavan como puñales; y más si son de personas queridas.


NENA

Ana Rodríguez Fischer dijo...

El silencio, clama.
Y proclama, claro (a nosotros, los ya irremediablemente corromoidos). Pero en tus años, Hablador, en tu época, los más finos sabíais escucharlo. Y transmitírnoslo. Sus ecos o su lección, cierta música (¿callada?).
A.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

No estoy seguro Ana. Había mucho ruido y era difícil, difícil. Los cementerios, como el de Madrid, son silenciosos, pero sólo hay muertos. El clamor, el eco, la lección del silencio de los que hablas quizá se escuchaba, a ratos, pero de qué servía, de qué sirvió...

¡Salud!

Ana Rodríguez Fischer dijo...

¿Cómo que de qué?
Uno de los estudios más interesantes por hacer es la lectura de Larra (y el gran homenaje nacionalque iban a dedicarle) que hicieron los del 27. La de los noventayochistas es conocida.
Por otra parte, estoy leyendo "La detonación", de Buero Vallejo (1977, creo), en la que te saca de prota.
Kisses!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¿El 27? Sí que parece interesante, sí. ¿El libro de Buero Vallejo se encuentra fácil?

¡Salud y gracias Ana!