jueves, 25 de junio de 2009

Guerra de guerrillas


No es fetichismo, ni siquiera admiración lo que me empuja a leer manuscritos de autores en los que me hubiese gustado reencarnarme. Más que leer, el verbo apropiado sería mirar, en su acepción más extrema, aquella que describe la acción de observar sin ser visto al tiempo que se experimenta placer. Porque al fin de cuentas así es como me siento cuando me extasío al ver de cerca los rasgos de las letras trazadas con las que los escritores construyeron sus obras. Esos rasgos son lo más parecido al alma de quien los escribió. Representan el momento exacto en que surgió la palabra y se definió el gesto preciso que movió la pluma para quedar plasmada en la hoja en blanco en un compás constante, como en una danza en la que se baila de mil formas con las viejas realidades de siempre.

Internet me ha ofrecido la posibilidad de ver mi propia letra decimonónica y la de decenas de autores más. Porque debo confesar que, lamentablemente, tan sólo atesoro letras manuscritas originales de 2 autores y, para ser estrictos, se podría decir que de un sólo autor, porque la mitad corresponden a dedicatorias en libros. Las dedicatorias de los libros son, en rigor, manuscritos, pero corresponden a un estado muy concreto del alma, al momento comercial, que es un estado de lo más conocido, poco original. Aún así, les tengo cariño, porque son obra de quien escribió lo que a continuación se lee.

En honor a la verdad, el manuscrito que atesoro tampoco es tal. Se trata de 3 hojas mecanografiadas -mejor dicho, impresas- firmadas, eso sí, por el puño y la letra de Enrique Vila-Matas. Es un original de su Dietario Voluble que ha publicado durante meses en la edición catalana de El País hasta la semana pasada. Me lo regaló después de una conferencia coloquio en la que intervino en tándem junto a Joan Antoni Massoliver y que se celebró en el teatro de un pueblo del extrarradio barcelonés el día después de Sant Jordi. Yo acudí bien pertrechado con tres de sus obras que más me gustan. El plan era invadir su espacio inmediatamente después de su alocución y cazar la pertinente recompensa: sombrero, abrigo y firma en la guarda de los tres libros. Recuerdo que durante el acto le pregunté desde mi butaca de platea por qué renunciaba a la memoria para escribir su obra . Respondió que su pasado era muy aburrido y que para escribir prefería la vida de otros, aunque fuesen vidas falsas, o vidas no vividas, vidas novelescas. Le pregunté de nuevo, o más bien, le inquirí de nuevo, dudando muy seriamente de que su vida pasada fuese tan aburrida. Justo entonces empezó a mirarme mal; yo diría que vio en mí un reventador. Quizás pensó que venía de parte de Proust a joderle la tarde por partida doble: alargar su charla en público y aguantar al pesado de turno de la memoria. Así es que, creyendo verlas venir, Enrique Vila-Matas se enfundó en su traje de camuflaje y se convirtió en un superhéroe de cómic, en el Doctor Pasavento. Con esas armas infalibles continuó con su charla, en la que no faltaron referencias al cómo y cuando conoció al hombre más feo del mundo, o de qué manera y por qué ha planeado desaparecer sin dejar rastro. Entonces imaginé que estábamos viviendo una especie de batalla enmarcada en una guerra de guerrillas urbana, en la que Vila-Matas y yo nos hacíamos fuertes tras las paredes agujereadas de dos edificios ruinosos. “Estoy seguro de que hay algún hecho de su primera juventud digno de ser novelado y, como mínimo, concédame que en algunos de los muchos párrafos que ha escrito, está usted antes de cumplir los 20”. El gran Enrique bajó el arma, se desprendió de la capa y relajó el gesto. Creo que cayó en la cuenta de que el enfrentamiento no era tal, que no tenía sentido, porque vio que mis disparos no eran preguntas, o al revés, que mis preguntas no eran disparos; sencillamente la curiosidad de lector rendido al autor que admira, en todo su sentido bélico, porque escribe sin la munición que utilizan la mayor parte de autores, porque ha abierto un camino nuevo, valiente, emocionante y difícil.

Cuando Massoliver y Vila Matas concluían los agradecimientos, yo ya me levantaba cargando mi cartera con las tres novelas. Subí los cinco escalones (eran cinco) que me llevaban al escenario y me planté ante él. Desenfundé, extraje los tres libros y le dije que la rendición tenía un precio: la dedicatoria en cada una de las novelas, el sombrero y la gabardina. Mientras dibujaba, escribía mi nombre y estampaba su firma (creo que con cariño), me atreví a decirle a medio metro de distancia, que para mí no había domingo sin su pieza del Dietario en El Pais. Y le dije también que no acababa de entender del todo alguna de sus novelas y que cada cierto tiempo volvía a algunos pasajes. “Se nota, están muy usados, casi se desencuadernan”, me dijo con mirada sincera, serena, casi diría que tierna. “Y muchas gracias, de verdad, haces que me sienta bien; la verdad es que a veces soy un tanto opaco, pero no puedo ser de otra manera”, continuó diciendo, casi pidiendo disculpas. Yo quise decirle que continuase siendo así, pero me reprimí a tiempo: ¡Como si él no supiese cómo quiere y tiene que ser ¡.

El encuentro había llegado a su fin, pero vi como cogía su cartera, y al mismo tiempo, oía como me pedía que esperase un instante. Extrajo tres folios doblados por la mitad. “Mira, es la pieza del próximo domingo; está recién impresa, ni siquiera la ha visto el editor, es para ti”. El agradecimiento incrédulo se me atragantó. Creo que al darle las gracias proferí el gallo más vergonzante que se pueda haber pronunciado encima de un escenario. “Si quieres te lo dedico”, añadió. Ante mi, Enrique Vila-Matas dibujaba un nuevo sombrero sobre tres páginas que hasta entonces solamente él había leído mientras las había escrito. Llevan por título “Viaje a Liubliana”. No es la pieza que más me gusta de todas las que ha escrito durante este tiempo, pero es la mejor. Por eso la guardo en el cajón de la mesita de noche, junto a la cajita de los condones.

Vuelvo mañana

martes, 16 de junio de 2009

La cartera

bajo
Las carteras y los bolsos que paseamos de un lado a otro contienen lo que somos. La que cuelga de mi hombro tiene el aspecto de las viejas carteras de piel curtida por los años, aunque en realidad es ahora exactamente igual a como la compré. Quiero decir que no es realmente una cartera vieja, pero posee una pátina artificial de tiempo, y quizá es precisamente por eso por lo que la uso. Del mismo modo, casi podríamos afirmar que uno es la cartera que lleva. Por ejemplo, la que enseñan los ministros al tomar posesión del cargo es más falsa que el puro de Churchill. La que lucen los ejecutivos en el puente aéreo es blindada, dura; suele llevar incorporada tres cierres de seguridad y casi una decena de compartimentos en los que se ordenan contratos, despidos, eres y facturaciones en negro y, a veces, una joya de bisutería de marca que irá a parar al cuello, a la muñeca a las orejas o a los dedos de alguien significativamente más joven que el santo cónyuge. Hay otro tipo de ejecutivos de puente aéreo que viaja también con cartera, pero ésta es más flexible, más correosa, y acostumbra a contener un ordenador portátil, por lo que su peso suele ser mayor. Los que usan este tipo de cartera suelen sufrir de la espalda y sueñan con deshacerse de ella algún día y cambiarla por una rígida, negra y de tres cierres metálicos. Por eso, en cuanto llegan a la zona de embarque la abren y trabajan sobre sus faldas, y embarcan con el computador abierto, y se sientan y continúan tecleando y analizando balances y redactando informes. Cuando levantan un instante la mirada para relajar la vista, ven a través de la ventanilla la mancha ocre del desierto de los Monegros y entonces sueñan dos minutos con el lavabo de la planta de arriba de la sede central, en donde mea el consejero delegado y todo su equipo directivo.

La carteras de cuero marrón color teja suelen pertenecer a intelectuales, profesores, artistas o concejales izquierdosos de ayuntamiento de pueblos medianos, que se identifican así con el artisteo en general y con la intelligentsia en particular. De esa manera, también marcan las pertinentes distancias políticas ideológicas con los concejales nacionalistas, que no usan cartera alguna porque les gusta llevar las manos metidas en los bolsillos, que para eso están en su pueblo; o con los de derecha pura y dura, que sí tienen cartera, y de buena calidad, pero no la lucen porque se la lleva el promotor de turno.

A mí, las que más me gustan son las carteritas que usan los cobradores a domicilio de la póliza del seguro de defunción. Rectangulares, clásicas, ni grandes ni pequeñas, prácticas, del color marrón oscuro de la tierra, equipadas con una estrecha cremallera de cobre que jamás se rompe; caben perfectamente bajo la axila del cobrador y paradójicamente son carteras repletas de vida porque suelen contener gran cantidad de pólizas, dinero en metálico, el bocadillo del almuerzo, dos piezas de fruta y el periódico deportivo. Quienes las utilizan muestran gran destreza en su manejo ya que son capaces de llamar al timbre con una mano mientras con la otra, arriman la colilla caliente del cigarrillo a la boca, o empujan levemente el puente de las gafas hacia el centro de la nariz, y todo sin dejar de sujetar bajo el sobaco su preciosa, práctica y adecuada cartera , que contiene el futuro del que paga.

Hoy sentía la necesidad de hacer examen de conciencia y he abierto mi cartera de par en par. Porque las carteras son también, de alguna manera, como el lienzo en el que se pintó el retrato de Dorian Gray. Acumulan todo cuanto ha transcurrido en nuestra vida durante un periodo de tiempo y, si no se airean de vez en cuando, lo que guardamos acaba por pasarnos factura o por dejarnos en evidencia; termina por reprocharnos que no cumplimos con nuestros planes, nuestros compromisos; nos recuerda hechos que creíamos ya olvidados, personas a las que no veremos más. Descubrimos bolígrafos que ya no sirven, fósforos que no encendemos, papeles que se deshacen con solo tocarlos y que ahora ya no podemos leer. Airear la cartera demasiado de tarde en tarde nos puede llegar a descubrir, sobre todo, que el tiempo ha pasado más deprisa y con una mayor cantidad de horas de lo que creíamos.

Llevo en la mía el primer volumen de ‘El hombre de sin atributos’ de Robert Musil, un CD con música que ya no me gusta; tres mondeas de ocho maravedís; la pluma y el estuche en el que guardo la pluma; otra pluma, la de escribir cosas intrascendentes; las recargas de la pluma, una radio, la libreta que se cierra con el nudo simple de una cuerda de esparto; la libreta Moleskine; otra vieja libreta de citas con la flor quitameriendas que yace en su interior desde que la arranqué de un prado de la sierra castellana al final de un verano ya lejano; el teléfono móvil (los muertos también usamos); un dispositivo de memoria que no guarda memoria: guarda documentos. Papeles inservibles, montones de papeles inservibles que han autogestionado su propios dobleces, sus arrugas en las esquinas, sus mitades asimétricas y que se han acomodado en la epidermis interna de la cartera formando un piélago suavón de celulosa frágil como si fuese la conciencia de su alma.

Entre toda la maraña de papelotes, encuentro una hoja de periódico doblada por tres veces, muy perjudicada por el tiempo. Es la noticia triste que da un diario de provincias sobre la muerte de un poeta que no ejerció. Murió joven. Yo asistí a su entierro, que fue multitudinario. Le lloró toda la ciudad en donde vivió. Las pocas veces que le vi y que le traté me pareció de ese tipo de personas que pasa por la vida dejando su huella profunda en la memoria, un espíritu bravo y desmesurado que llenó los espacios por los que repartió su presencia. La noticia de su muerte, una bella y sentida necrológica que otro poeta escribió sobre él, ha estado descansando dentro de mi cartera durante años, y ahí va a seguir, hasta que no queden más que los pedacitos de papel y el polvo gris de la tinta de las letras que le recuerdan. Las carteras contienen lo que somos.

Vuelvo mañana

miércoles, 10 de junio de 2009

Otro verano eterno


He vuelto al mar. Estos días de premonición veraniega me siento a leer a la sombra de una morera. Desde allí tengo a dos pasos el agua azul. Lo puedo ver a través de un amplio arco que une dos edificios antiguos, y por el que se llega a la playa. El mar parece enmarcado, detenido, como cogido por sorpresa entre la piedra rojiza de la bóveda. Un candil marinero cuelga de la clave en forma de pez y da la sensación de que está dispuesto así para completar la postal ideal mediterránea, la fotografía con la que multitud de turistas han vuelto a casa y han podido ser felices haciendo gala del lugar tan mágico y exclusivo en el que pasaron unos días. Alguien lo conectó allí, seguro, con la mala intención de aguar la fiesta a los jóvenes enamorados. Aunque también me gusta pensar que lo instaló hace muchos años un joven pescador con mal de amores, para alumbrar con su luz la espera, o para señalar el camino que debió andar quien nunca volvió. Pasaron los años y, ya viejo, abatido, enfermo de corazón áspero y arrugado, lo dejó colgando para iluminar con su luz pendular las gruesas hileras de lluvia en las noches oscuras de invierno.

Últimamente vuelvo al mar con frecuencia, aunque nunca me ha atraído de manera especial. He sido hombre de interior, pero ahuyentado por las deudas y por ver si encontraba a Dolores, viajé a Inglaterra, y tuve la oportunidad de experimentar en toda su grandeza la fuerza del océano, el ímpetu del viento azotando las velas, las olas salvajes arañando la cubierta, el horizonte encarnado, inalcanzable, cobijando al sol, y el resplandor de la tormenta a lo lejos, surgiendo desde el confín abisal, como si en realidad la luz del rayo emergiese de lo más profundo del mar en lugar de desprenderse de las nubes del cielo. Al llegar a Londres a través del Támesis, aquella furia desatada devenía, milagrosamente, en una calma densa auspiciada por la niebla que tan bien protegió a criminales, contrabandistas, traidores y reyes. Una milla antes de atracar, ya se oía sonar la campanilla del puerto, que servía a la tripulación para orientarse y poder maniobrar con seguridad. El barco se adentraba cansino, prudente, como a hurtadillas, en la célebre espesura, y solamente se oía el agua salpicar el casco y la carena. No se veía nada. Los pasajeros apenas podíamos distinguir el mascarón de proa; todos estábamos expectantes, inquietos, nadie hablaba; un silencio pagano había invadido todo el espacio, y hasta el más mínimo sonido, la más leve tos, se propagaba como la electricidad en el agua. La verdad es que nos daba la sensación de estar asistiendo a una oscura ceremonia de bienvenida, acompañada insistentemente, cada tres segundos, por el tintineo de la campanilla, que avisaba a los habitantes de un profundo y misterioso lugar de la llegada de un nuevo cargamento humano.

En Londres tampoco la encontré.

El mar nos ha ofrecido a los románticos momentos memorables, pero, mal que le pese a Friedrich o a Géricault, de haber hecho mis huesos viejos, yo me hubiese retirado a San Ildefonso, a Corella, o a Valladolid, en donde me quedaron buenos recuerdos. O a cualquier otro lugar a salvo de nieblas, brisas y salitre. Si cada cierto tiempo vuelvo al mar es para encontrarla. Sé que me huye. Me huye por miedo. Sabe que si nos vemos no tardaremos un instante en abrazarnos, olernos, aprisonar con rabia nuestros rostros y besarnos como besa la ola en la tormenta. Nos amaremos con urgencia, o quizá con rencor, y nos resarciremos del espacio de tiempo que hemos ido dejando atrás, pletórico de energías contenidas; entonces, en cualquier recóndito lugar de ese suceder de años negros, se producirá un gran estruendo cósmico y la vida volverá a suceder.

Pero indefectiblemente llega de nuevo la noche y yo sigo cobijado bajo el árbol desde el que la espero a través del arco, como si se tratase de una puerta que diese paso a otra dimensión. Al cerrar el libro, poco antes de levantarme y caminar hasta casa, a menudo distingo al viejo que pude ser merodeando entre las sombras cercanas, esquivando la luz pendular del candil que se mueve con la brisa como el reloj de las horas. Camina acompañado por la tenue neblina que propicia la humedad del agua después del anochecer, en estos días que ya auguran otro verano eterno.

Vuelvo mañana

miércoles, 3 de junio de 2009

La terapia


Me estoy curando. No está resultando fácil, pero con un poco de voluntad toda adicción puede neutralizarse. Padezco de realidad periodística, que es casi como estar enganchado al caballo y reducir la existencia a la voluntad diaria de recordar y realizar el trayecto hasta la casa del camello proveedor. Mi dependencia provoca lo que cualquier otra drogadicción: importantes alteraciones en la percepción del mundo; a fuerza de estar informado, un buen día la vida es, únicamente, la que aparece en un periódico, la que describe la voz entrenada de la radio, o la que vemos moverse aprisionada en el marco rectangular del televisor. De manera que los políticos y sus analistas se convierten en seres imprescindibles, lo que dicen deviene en proverbio y lo que hacen en milagro o barrabasada, según qué medio se lea, se oiga o se vea. Así es que estoy convencido de que la consecuencia más grave de esta patología mental estriba en olvidar el mundo real, lo cual es más grave que el hecho de acceder a los mundos que nos brindan.

Por si a alguien le interesa curarse de esta plaga, diré que lo primero es querer, y tener conciencia de ser drogodependiente. A mí me ayudó alguna que otra lectura. Un antídoto que funciona está basado en una fórmula patentada por Norman Mailer. La encontré casualmente, hace algunas semanas, en mi vieja libreta de citas, años después de leer ‘El parque de los ciervos’: “Los periodistas viven obsesionados en descubrir hechos reales a fin de poder contar una mentira; contrariamente, el novelista se somete a la esclavitud de su dueña y señora, la imaginación, con el fin de descubrir la verdad”. Por eso, ahora, como todo enfermo que disciplinadamente sigue los dictados del médico, voy cambiando paulatinamente de hábitos, sin prisas, sin traumas, paso a paso. Por ejemplo, de lunes a viernes, a primera hora de la mañana, y en lugar del periódico, leo la novela que en ese momento tengo en danza. De ese modo entiendo mejor lo que me ocurre a lo largo del día. Cuando viajo en mi coche ya no escucho ni diarios hablados, ni boletines informativos ni tertulias; escucho música. Esta semana estoy disfrutando con el último disco de Elvis Costello; su voz de chopo, a veces desafinada, me acompaña en los largos atascos y me incita mirar a un lado y a otro, y entonces veo los rostros de los conductores, y así puedo llegar a intuir con bastante precisión, cómo va el mundo. Al llegar a casa miro la televisión (todavía miro la televisión) pero ya no sigo la programación habitual; ahora veo una película, que se parece un poco a leer una novela. Se podría decir que una buena película es la metadona de mi drogodependencia: ayuda.

Es difícil salir de la rutina en la que se agazapa esta adicción, aunque a medida que pasan los días se nota mucho la mejoría y uno empieza a ver las cosas como son. Lo más duro son los fines de semana, deshacerse del ritual del periódico, del café con leche y de la terracita preferida a primera hora de la mañana. Yo estoy poniendo en práctica un truco. Me lo compro, lo abro con cuidado, como si de verdad fuese a leerlo, y aunque inclino la cabeza en dirección al papel, salto con la mirada hacia afuera y observo la vida discurrir a mi lado. El pasado sábado, sin ir más lejos, la pelotita de plástico que pateaba con ganas un pequeño Messi se escapaba cada dos por tres a la calzada y el niño corría tras de ella por muchos gritos que mamá profiriese mientras charlaba animadamente a través del teléfono móvil. Una, dos, y hasta tres veces mamá abroncó al pequeño vestido del Barça, pero éste, aprovechando que su progenitora se desahogaba con la amiga a base de razonamientos vocingleros, pataleaba nuevamente la pelotita, que iba a parar, sin remedio al medio de la calle. Hasta que ocurrió lo que el camarero y yo habíamos predicho en nuestros silencios particulares. El conductor de un gran todoterreno que circulaba despacio por el mismo lugar no respetó la regla no escrita que aconseja frenar delante de una pelota, porque si una pelota rueda, detrás viene el niño. Así es que con absoluta tranquilidad, sin perder apenas el paso, el vehículo siguió adelante, con tal mala fortuna que el peso colosal aplastó el esférico de juguete como un elefante aplasta una nuez. Pensé que el coche se detendría y que el conductor bajaría para consolar al pequeño y para pedir disculpas a la madre; e incluso llegué a imaginar que aquel era el momento en que mamá conocía a un hombre nuevo y que allí nacería un bello romance, porque el propietario del lujoso coche les llevaría a los dos a comprar un balón de reglamentario homologado por la FIFA y mamá quedaría totalmente rendida a sus pies. Pero ni siquiera supimos si el chófer era hombre o mujer porque el vehículo vestía cristales tintados, y por supuesto no se apeó, así es que su huida parsimoniosa del lugar de autos me produjo la misma sensación extraña que al niño, que se quedó totalmente paralizado, helado, con su carita de horror contenido, los ojos como platos, la mano en la boca, cuando oyó el estruendo hueco de la explosión y cuando intentaba, al poco, entrever o vislumbrar quien se escondía tras la oscuridad del cristal sin llegar a entender por qué no paró y por qué no frenaba. Yo pensé que alguno de los que fuimos testigos del hecho comentaría o diría algo, algún improperio, alguna crítica, aunque fuese ya en ausencia del misterioso caballero negro, pero la media docena de persona que allí estábamos nos limitamos a observar como mamá cogía de la mano al niño y se lo llevaba de aquel lugar. El niño sabía que les observábamos y al pasar justo al lado de la terraza del bar levantó la cabeza en un gesto de dignidad adulta mientras nos miraba de reojo. Mamá seguía hablando a voces. Le di el último sorbo al café y me marché. Ya estaba informado para todo el día, convencido de la efectividad de la terapia que estoy siguiendo y con ánimos para el domingo, el día más duro.

Vuelvo mañana