lunes, 15 de febrero de 2016

La leyenda del peón que se convirtió en reina



Yo no me considero de los más listos, aunque tampoco soy tonto del todo. Lo digo porque estos días pensaba que si yo supiese jugar al ajedrez, me gustaría  ser el rey. Divisar el tablero desde  esa altura privilegiada y, por muchas piezas que tuviese a mi  alrededor,  ver  al enemigo, con la vista puesta  en el horizonte,  en la última hilera, al fondo del otro lado, y establecer con él a través del abismo de casillas que nos separa esa complicidad de clase que solo se da entre aristócratas que se reconocen iguales. 

Ser el rey es de lo más cómodo, aunque  hay algún inconveniente. A no ser que se produzcan tablas, si no ganas mueres y tarde o temprano  te toca caer. Sin embargo, sea cual sea el final, durante la batalla, la mayor parte de las veces no es necesario que muevas un dedo,  con la excepción de que gustes o necesites de un buen enroque.  En realidad te pasas la vida  sin  dar un palo al agua. Solamente reinas,  luces tu palmito de pieza codiciada; observas impasible el suceder de los acontecimientos; disfrutas de tu protagonismo absoluto, sobre el que gira la vida en la partida  y  confías en que cada cual cumpla con su deber  para que el otro muera antes que tú. La vida misma según Darwin. O matas o mueres.

A veces he pensado que con el auge y asedio del pensamiento políticamente correcto no me explico cómo todavía  no han prohibido el ajedrez. (O la obra de Darwin, aunque todo se andará). Si uno reflexiona, es mucho más pernicioso que los toros,  el boxeo, o que los cuentos de Perrault. Porque en realidad de lo que se trata es de llevar a los más débiles a una muerte cierta; de utilizar la lealtad, las virtudes y los poderes de  las personas de su entorno -incluso  a la propia esposa, sacrificándola si es preciso-  en aras de perpetuar  a toda costa el poder  incuestionable   de un tipo  tocado por una cruz, que ostenta el privilegio de la centralidad  en el campo de batalla y que es quien es por la gracia de Dios. 

Todo está planificado, estratégicamente racionalizado, porque desde el momento en que los dos contendientes disponen las piezas en el tablero, se produce instantáneamente la animadversión recíproca; nace en sus mentes la oscura premeditación, la cruel alevosía, y no hay más motivación  entre ellos que  el asesinato,  la aniquilación masiva, la utilización perversa de la inteligencia  al servicio del cálculo criminal y despiadado,  con la única e inalterable finalidad  de  matar y no ser vencido. Ahora que lo pienso,  no hay demasiadas diferencias entre un videojuego y el ajedrez. 

Yo, si fuese rey, adaptaría el ajedrez a los nuevos tiempos. Por ejemplo, obligaría a mis ocho peones  cursar  media docena de sesiones de coaching para que se olvidasen de su condición de parias, de víctimas propiciatorias que mueren en la vanguardia, que se intercambian y se sacrifican sin el más mínimo sentido de la clemencia con el único fin de sacar adelante una estrategia. En esas sesiones les convencería de que, en realidad, son mejores y más valiosos que un alfil; que saltan  más y mejor que un caballo, o que su musculatura es  más fuerte y robusta que cualquiera de mis dos torres. Por si les quedaba alguna duda, o para despejar la susceptibilidad de los más incrédulos, la última sesión la dedicaría  a explicarles la leyenda del peón que se convirtió en reina. 

Todo el mundo sabe que tal hazaña nunca ha tenido lugar. Jamás existió el peón audaz que avanzó valiente hacia las líneas enemigas, esquivando y zafándose de mil peligros, haciendo frente a todo tipo de penalidades y acechanzas,    a pecho descubierto, sin más armas que su paso firme, su intrepidez y gallardía. Nadie ha podido documentar  fehacientemente  la gesta fantástica  de  ese mítico peón que, según cuentan, evolucionó, casilla a casilla, constante, firme en su determinación,  hasta que al llegar a territorio hostil, ante el pasmo del ejército adversario,  cuando ya nada se podía hacer para evitarlo, conquistó con un último paso legendario  el límite del tablero  y se produjo de ese modo la prodigiosa metamorfosis  gracias a la cual el  soldado plebeyo adquirió  los poderes omnipotentes y omnipresentes de la  reina excelsa. 

A pesar de ello, a pesar de tamaña falsedad,  sublimaría de tal modo la historia del osado  héroe  que al final de la sesión, antes incluso de que sonasen los primeros compases de “Viva la vida” de Cold Play,  me vería obligado a sujetar el ímpetu de  mis ocho peones  para dirigir estratégicamente  su valentía renovada, su  generoso afán de sacrificio. De tal manera sería la cosa que, a la hora señalada para  la contienda,  estaría completamente seguro de  la victoria gracias  a un ejército en el que los peones creen ser  alfiles, torres y caballos; en el que convertirse en  reina es el sueño que hay que cumplir en vida; en el que, si me descuido, yo mismo, aun siendo el rey,  sería capaz de moverme de un lado a otro, saltar como una yegua desbocada, o desplazarme sobre la diagonal con la elegancia escurridiza  de un alfil. 

Toda esta estrategia adolece  de un gran inconveniente. La realidad. La misma realidad  obstinada que nos reveló el engaño del peón que se transformó en reina  golpeará a mis huestes desde el mismo momento en que se produzca el primer  gambito de  dama, porque aunque cada uno de los soldados de mi infantería salga a la batalla  creyendo ser poco menos que Aquiles, finalmente avanzarán tal y como dicta la vida, casilla a casilla, y cada uno de mis ocho valientes será sacrificado cuando convenga. Si tengo  que provocar su muerte para  facilitar el paso o la salvaguarda de cualquiera de mis  piezas nobles, no dudaré un instante en hacerlo. Ya no se trata de mi rey. Se trata de mí mismo.

Ahora bien, en el momento en que intuya  que su majestad no tiene el más mínimo interés en defender a los suyos, y que no titubeará un instante en  inmolar desde el último peón hasta el más aguerrido de sus caballos por salvar el  pellejo, entonces yo mismo negociaré su final. Con un sencillo golpe de dedo le derribaré y la cruz golpeará contra la tabla. Observaré desdeñoso  su muerte; le veré girar muerto, sobre el tablero, en lenta agonía,  como la última oscilación de la aguja de un diapasón, hasta que ya no le quede un soplo de vida y se detenga; hasta que  mi contrincante me tienda la mano  amistosa,  recoja las piezas y las disponga  frente a frente, en  un nuevo desafío  que eludiré. ¡Ay, si yo supiese jugar al ajedrez!
 

lunes, 8 de febrero de 2016

Los espejos de Bélmez



Nadie suele reparar en el terrazo que pisa. Nadie fija la atención  en las piedras de las paredes, o en las taras que el tiempo graba sobre el falso tabique. A poco que uno observe con cierto interés, distingue ojos, narices y bocas; rostros y muecas. Yo no les temo; no dicen nada; solamente están ahí, como tú y como yo.

lunes, 1 de febrero de 2016

Secuaces



Hoy me arriesgo a imprecaciones, irritaciones,  y algún que otro insulto. Años de educación en una democracia que echó raíces bajo el sol decadente de la postmodernidad nos han adocenado en la corrección de la política y en la política de lo correcto. Pero, miren ustedes, yo ya estoy harto, y quiero llamar a las cosas por su nombre. Alguien dijo que para ganar las ideas antes había que recuperar el lenguaje, y de algún modo es lo que yo pretendo. 

Los recursos y el dinero con el que tiene que funcionar nuestro país  surgen de nuestras aportaciones solidarias  y se convierten en bien común  gracias a la confianza colectiva custodiada por las instituciones. Nosotros, el pueblo -usted, yo y nuestros vecinos-  otorgamos plenos poderes a una serie de personas que con su visión particular y racionalizada del mundo, es decir, con su ideología, se organizan en un partido político. Al ganar unas elecciones,  esas personas tienen la responsabilidad de  gestionar, distribuir y de invertir nuestros dinero colectivo. Por eso vamos a votar, para decidir qué visión del mundo es la que tiene que predominar durante un periodo concreto de tiempo. Quien gana las elecciones hace las leyes y por tanto está en disposición de influir en nuestras  vidas de manera determinante.

Cuando los señores y las señoras que forman parte del partido político que mejor se identifica con nuestra propia visión del mundo  pierden las elecciones, no queda más remedio que aceptar el resultado de la mayoría, porque han sido otros señores y otras señoras los que ha conseguido ganarse la confianza de más ciudadanos.  De modo que durante unos cuantos años, el mundo, nuestro mundo, nuestro país, caminará hacia el modelo que los ganadores decidan, con decisiones que no solamente influirán muy directamente en la vida de quienes les han votado, sino también en la vida de quienes no les han votado.

Hasta aquí bien ¿no? Somos todos muy demócratas. Consentimos y aceptamos y además glorificamos este sistema a todas horas, porque, con todas las imperfecciones que se quieran, este parece el mejor de los sistemas para organizarnos en sociedad y generar bienestar común en paz y armonía.

Pero ocurre que un buen día,  de repente, todos  los hombres y mujeres que viven, trabajan y cotizan en este país, nos enteramos de que un par de organizaciones criminales con apariencia de partidos políticos han dejado durante los últimos años a España y Cataluña al borde de la quiebra. Estas estructuras de cariz netamente mafioso llamadas a efectos comerciales y publicitarios Partido Popular y Convergencia i Unió (ahora Junts pel Sí y Democràcia i Llibertat) han esquilmado las arcas del Estado en connivencia con la ambición de un buen puñado de empresarios y con la avaricia archiconocida de los poderes financieros. 

No hay nadie en España y en Cataluña (NADIE; cuando digo NADIE, estoy absolutamente seguro de que es NADIE) que no sepa que el Partido Popular y que Junts pel Sí , desde sus cúpulas, desde sus respectivas direcciones, han planificado, propiciado, estimulado, organizado y ejecutado el robo  del dinero que, fruto de nuestro esfuerzo, aportamos solidariamente a la caja común  para que el país funcione; para que mi amor,  mis hijos, mis padres,  mis sobrinos, mis hermanos, mis amigos y mis nietos puedan acceder a la educación, a la sanidad, a las pensiones, y a una cobertura social que nos cubra en caso de que las cosas se tuerzan.

Pues bien. A pesar de que todos los españoles y catalanes sabemos que tanto el Partido Popular como Junts pel Sí hoy en día no son más que  organizaciones delictivas,convictas y confesas, casi siete millones y medio de hombres y de mujeres han vuelto a votar al PP y casi un millón seiscientos mil hombres y mujeres votaron a Junts pel Sí  en las últimas elecciones generales y autonómicas. 

Por tanto, no tengo por más que declarar y definir  a esos más de ocho millones de ciudadanos como cómplices necesarios de la actividad delictiva de esas dos organizaciones mafiosas. En consecuencia, a partir de ahora son mis enemigos, con todo lo que esa palabra significa.

Quiero decir, por si quedaba alguna duda, que esos más de ocho millones de personas no son mis antagonistas, mis rivales o personas con una ideología que no es la mía a  las que, en aras del llamado juego democrático, deba respeto. Esos más de ocho millones de personas son  copartícipes, secuaces, sicarios o coautores necesarios de dos organizaciones criminales con aspecto de partidos políticos.

Gracias a sus votos, los delincuentes se van a perpetuar en sus cargos  y, en consecuencia, van a quedar impunes, o van cumplir condenas de lujo. Y, lo que es peor, van a  seguir robándome,  a mí, a mis hijos, a mis padres,  a mis sobrinos,  a mis hermanos, a mis amigos, a mis nietos, a mis vecinos, a mis compañeros de trabajo, a la gente que más quiero.

No vivo en un país democrático. Vivo en un país de mierda. Convivo codo con codo, a diario, con una mayoría de personas que otorgan y renuevan su confianza a delincuentes organizados para que dirijan mi vida, a sabiendas de que lo son. 

A ellos dirijo toda la fuerza de mi desprecio y toda mi capacidad de odiar. 

CODA:
Se ha producido una divertida casualidadun par de días después de escribir esta entrada, la revista El Jueves dedica su portada al mismo tema del que he hablado.
La comparto, con permiso de sus autores y de El Jueves, Igor y Juanjo Cuerda. ¡Muchas gracias!