sábado, 30 de enero de 2010

El coleccionista


El otro día me robaron la cartera. Por si alguien lo dudaba, soy un documentado. Podría vivir, por ejemplo en Vic, o en Torrejón, en cualquier pueblo italiano tan ricamente, por poner tres casos europeos. Nada tiene que ver mi condición inmortal para cumplir mis deberes como ciudadano. La cosa es que tuve que acercarme a la comisaría y mientras esperaba pude oír una conversación a través del tabique de Pladur anejo a la sala. La transcribo ahora mismo de memoria. En realidad lo que oí fue un monólogo, porque solamente percibí una voz; una voz clara, educada, extremadamente educada, casi diría que flemática, estirada, al más puro estilo inglés; una voz victoriana. Por momentos, durante breves intervalos, el timbre cambiaba de matiz, como si perdiese tono, como si la garganta que pronunciaba palabras sufriese una transmutación que le obligase a expresarse en una armonía quejosa de susurros y gruñidos que le confiriese cierta irrealidad. Algo extraño, más bien inquietante.


<<…¡Claro que voy a colaborar!. ¿Es que acaso lo ha dudado un solo instante? Soy coleccionista. Los coleccionistas somos gente extraña que vive en un mundo apartado, regido por reglas propias que satisfacen y garantizan plenamente nuestras obsesiones. Por eso no hay quien nos aguante y, por lo general, vivimos solos, al cuidado de nuestras colecciones, que miramos y toqueteamos una y otra vez para asegurarnos de que todo sigue estando en su lugar. En pocos días nos convertimos, sin darnos cuenta, en monjes de nuestra orden y toda nuestra vida gira alrededor de la recopilación de piezas que con esmero, paciencia y tiempo hemos reunido. Este ejercicio contínuo de acopio, examen y taxonomía escrupulosa nos influye por fuerza en el carácter, nos moldea, nos hace huraños, desconfiados y a veces violentos. En nuestro quehacer diario no podemos dejar de realizar una serie de tareas, como por ejemplo, repasar nuestros tesoros para memorizar con puntillosa precisión hasta el más mínimo detalle de cada una de las piezas que componen la colección. Creo que nos sometemos a esa rutina porque nos reconocemos en las adquisiciones, porque no sólo vemos en ellas su valor, sino el esfuerzo invertido, los sinsabores recibidos, o el sacrificio padecido. Incluso somos capaces de permitir que nos vilipendien. Pero nos da igual. Sabemos que tenemos una misión en la vida y nos vaciamos con tal de poder cumplirla a la perfección. La incomprensión no nos desmoraliza. Al contrario, nos motiva, porque somos conscientes de que la sociedad nos necesita; vivimos en la certeza de que si no somos nosotros los que cumplimos con el supremo deber de ordenar el mundo, de clasificarlo, de salvaguardar aquello que se desprecia por el hecho de ser viejo, raro, o vulgar, nadie más lo va a hacer.


>>Los coleccionistas nos reconocemos sin necesidad de organizarnos en hermandades secretas. Incluso nos comunicamos sin necesidad de ponernos en contacto los unos con los otros. En nuestra misión diaria, sabemos perfectamente que muy cerca, o al otro lado del mundo, hay alguna otra persona que en el momento justo en que yo observo y acaricio y susurro a algún elemento de mi colección, otro colega hace exactamente lo mismo en su zona, en su país, o en su región, de manera que así nos sentimos acompañados y reconfortados y seguimos con nuestra tarea con más ilusión si cabe, porque los resultados de nuestro trabajo, poco a poco, pacientemente, sin perder jamás, jamás, la guía de la precisión, van adquiriendo consistencia a escala planetaria. De modo que se podría afirmar que trabajamos estructurados en una red invisible, no secreta, secreta no, invisible, que no es lo mismo, no vayamos ahora a decir ahora cosas que no son, y entonces, ¡ah! entonces, todo en su sitio, orden, concierto, si no todo al carajo, porque una mínima imprecisión en los oídos de cualquiera y todo cambiaría, y para qué queríamos cambios, a ver, si las cosas son así, así están bien y así han sido siempre, para qué cambiar, siempre, siempre todo en su sitio. De lo contrario, sí, de lo contrario, habría que tomar cartas en el asunto y después las consecuencias, después quién se hace cargo de las consecuencias. No, ni hablar, nada de sociedad secreta, una red invisible sí, una red invisible, bien comunicada, en la que los coleccionistas, unidos, ordenamos el mundo. No obstante, por mucho que me sienta estrechamente ligado a mis congéneres, mejor, a mis hermanos, una pieza es una pieza. Quiero decir con esto que en la lucha diaria por enriquecer con los mejores triunfos nuestras compilaciones no hay hermanos ni hermanas que valgan, y eso es algo que todos entendemos sin que código alguno lo tenga que especificar. Tácitamente, cuando una persona corriente se convierte en coleccionista, tiene que saber que en este negocio sobrevive el más fuerte, punto. Es toda una metamorfosis. Duele, porque de repente se da uno cuenta de todo el tiempo, el hermoso tiempo que se ha perdido en recopilar y clasificar algo que está por ahí desperdigado, de cualquier manera, aquí, allá, lejos, junto a mí, qué más da, el caos, la lucha contra el caos, es una lucha sin cuartel y, quien no ha recibido la llamada, qué va saber, ¡qué diablos va a saber! Por eso el novato aprende pronto que entre nosotros el fin justifica los medios y que, tal y como vio Darwin - uno de los mejores, si no el mejor, por cierto- la adaptación al medio y el desarrollo de habilidades prácticas, de detección y defensa del patrimonio, son dos fundamentos básicos a ejercitar si se quiere ser alguien. Eso no significa que arrimemos el hombro cuando oímos la llamada de auxilio de alguno de nosotros, que nos defendamos de enemigos comunes, que los hay, peligrosos y taimados. ¡Cuánto peligro ahí fuera!, sí señor, siempre ojo avizor, nariz de perro pachón para olisquearlo todo, a todas horas, hasta las paredes oyen, vigilantes, sin perder atención en nada, con el tercer ojo, atentos, ¡atentos!, si no queremos lamentarlo, que demasiado alta es la meta, trascendente, como para andar confiados, sin más. Por eso a menudo nos convocamos en plazas. Esto no debería decirlo, pero ya casi que da igual. Seguro que ha visitado alguna vez alguna feria de coleccionista. Las de sellos tienen mucha solera, también las de monedas. Aunque en estos tiempos solemos utilizar como pantalla las chapas de botellas de cava, un objeto vulgar, sin valor alguno. La gente, con la modernidad, se ha envilecido, y tenemos que adaptarnos. En el sello y en la moneda había un algo, había historia, un conocimiento, un valor, curiosidades interesantes en las que profundizar. Hoy en día nos quedamos en la superficie, y qué hay más superficial que una vulgar chapa de cava fabricada en latón. Pues levanta pasiones. Así es que las utilizamos para vernos sin levantar sospechas. En realidad las chapas nos importan bien poco. Aficionados y curiosos se pasean entre los puestos en las mañanas claras de domingo y por momentos creen que son coleccionistas. A veces, mientras esperamos y para no aburrirnos demasiado, incluso les intercambiamos alguna, y se van contentísimos a su casa, donde explican a la familia, mientras se comen la paella, la importante adquisición que han realizado gracias a la habilidad negociadora y al poder de persuasión que utilizaron con un tipo que ni sabía lo que tenía, el muy gilipollas. En estas concentraciones también dejamos que personas ajenas a nuestra red planten su puesto junto a nosotros. Les dejamos porque afianza nuestra coartada. Claro que les reconocemos. Si no hay más que verlos, los pobres, con la ingenua conciencia de ser lo que no son etiquetada en cada uno de los gestos. En realidad son igual que los aficionados que pasean y que vienen a visitarnos a los pueblos y ciudades que escogemos. Con la diferencia de que éstos se creen que son algo. Como no nos conocen, a menudo les damos cháchara y es muy divertido verles tan afanados manteniendo sus corolarios clasificados en carpetas plastificadas, o en cajitas de madera construidas por ellos mismos, en donde muestran con orgullo sus surtido de chapas, de plumas estilográficas, de carteles de cine, de soldaditos de plomo, de esos objetos horrendos llamados pins, cómo odio los pins, odio los pins, sí, quememos todos los pins, a veces me dan ganas de gritar, y cierro muy fuerte los puños, pero qué más da, vamos a exterminarlos, los puños, me sangra la palma de la mano por cerrar tan fuerte los puños, contención, lo importante es hacer que el tipo no sospeche, ni él ni los plácidos visitantes. Paciencia, mucha paciencia, la paciencia es nuestra mayor virtud. Porque al final llega la recompensa. Son ya muchos años y, créame, no hay nada comparado a la satisfacción de entrar a casa después de un duro día de búsqueda y gozar de la visión, más que de la visión, de la compañía del objeto de nuestros desvelos. De ahí que sea tan importante que entre nosotros exista cierta solidaridad de clase y que necesitemos vernos en público, frente a frente. Con un pequeño gesto tenemos suficiente. Sabemos que no estamos solos en esto, nos reconforta sentirnos partes de un todo, de algo que nos trasciende, superior a nuestras existencias carnales. La carne, en la carne es donde habitan los poros, el vello. La carne es el origen, en la carne, el vello, rubio, negro, frágil, la porosidad y el sudor cuando hace calor, o la fiebre y se eriza el vello, o si no hay vello, porque es de mujer y ellas se depilan, y se eriza la piel pura o sudan como ríos, pequeños ríos, arroyos de agua con sal, que son toxinas, como orines que manan espontáneos pero de otra calidad, más, ¿cómo diría?, sudor, eso, se ha fijado, porque el cuerpo es realmente sabio y sabe en cada momento qué tiene que hacer con cada tipo de persona, hombre, mujer, niño, viejo, la carne de viejo ya no suda, ya ni para sudar, pero hay que guardar y dar testimonio de todo, y así los voy clasificando. Al tiempo, sin prisas, que lo primero es explicar la misión, nuestra misión, porque si no, no va a entender una mierda. Pero en fin, el caso es que cierto día, un domingo de mayo -sí, creo que era mayo- nos convocamos porque había saltado la alarma. Algo había levantado sospechas y cualquier descuido puede resultar fatal para nuestra seguridad y, por supuesto, para la colección. Y la misión, claro. Ya les habíamos olido... ¡cómo no íbamos a colaborar…!>>


Hasta aquí pude escuchar, porque el agente voceó enérgico mi número. Me tuve que levantar, mojar mis dedos en tinta, estampar mi vieja huella decimonónica sobre un rectángulo blanco, firmar y ya, de nuevo ciudadano europeo, en la calle, entre mortales etiquetados, perfectamente documentado.


Vuelvo mañana
El cuadro es de un pintor danés llamado Vihelm Hammershoi (1864-1916). Se titula "El coleccionista de monedas"

lunes, 25 de enero de 2010

'La Constelación de Andrómeda', de Mariel Manrique


Estoy bajo los efectos del vértigo por tener que escribir sobre el poemario de una autora a la que ni siquiera conozco, de la que jamás he leído una palabra. Borges decía que la mejor manera de leer un libro era entrar virgen a él, es decir, desconocer todo lo paraliterario que lo rodea o que pudo haber influido en su creación, de manera que entre la obra ,el lector y su interpretación no hubiese más intermediarios que los ojos y el tiempo, aunque siempre he pensado que el consejo en cuestión no fue más que otra broma más del argentino, pues como todo el mundo sabe, Borges se leyó hasta lo que no estuvo escrito y resulta difícil creer que no conociese al contexto vital e histórico de cada unos de los autores a quienes visitó.

Lo único que yo sé de Mariel Manrique (Buenos Aires ,1968), autora de “La Constelación de Andrómeda”, es que actualiza diariamente su blog “Pájaro de China”; que tiene en Mª Jesús de “Paradela de Coles”, en Isabel Martínez y en Ramon Eastriver a sus amigos, y fieles lectores , quienes me han invitado muy amablemente a sumarme a la iniciativa bloguera titulada “La Semana de…” inaugurada alrededor, precisamente, de esta mujer , abogada, historiadora del arte y poeta que es Mariel Manrique, sin ser conscientes (o quizá a sabiendas) de que me han colocado al pie del abismo, sobre los mismos escollos sobre los que permaneció encadenada la pobre Andrómeda. La propia Mariel nos ofrece de sí misma algunos trazos a vuela pluma, en la solapa de la edición, y nos dice que “cree en la belleza de las piedras, y las bestias, el mensaje cifrado de las flores, la infancia como irrevocable patria de origen, los artistas como alquimistas y terapeutas, los amores como cartas marcadas y las batallas como puentes. Con ellos construyó esta constelación, su primer libro de poemas”.


Y es con la confesión de esos trazos personales con los que la autora estructura su primer libro de poemas, con sus siete particulares estrellas principales de la constelación de Andrómeda: las flores, los minerales, las bestias, los niños, los artistas, los amores y las batallas. Cada una de ellas eslabona el dibujo de su constelación literaria; con cada una de ellas Mariel Manrique se ofrece al lector con su mundo a cuestas, como una autobiografía en la mitad de su vida escrita a través de siete capítulos que se enlazan entre el cielo y el mito, porque “cada noche ella coloca su piedra de amatista debajo de la almohada para poder dormir y, si es posible, soñar y, si es posible, recordar el sueño “, aunque a menudo sirvan para algo diametral o aparentemente opuesto, como es “descubrir el subterráneo sentido de los concreto” . O lo que es lo mismo, la utilización de una galaxia personal, a veces onírica, repleta de fantasías y mitologías, admiradas figuras malditas del rock, pintores geniales, poetas del símbolo y de la lucha, insustituibles compañías esenciales, bestiarios particulares, arquitecturas eternas, o lugares de misticismos lejanos… para llegar a comprender la realidad del devenir propio, la que más se resiste en ser revelada en su forma real, la que discurre bajo las apariencias de lo cotidiano sin ser aprehendida, porque son necesarias altas dosis de valentía para acometer la tarea de desvelarla a través de las palabras, de manera que éstas no nombren o indiquen, sino que transporten a la autora y a quienes leen sus versos a lo profundo de su experiencia vital, al centro mismo de la “Constelación de Andrómeda.

En apariencia, el origen de la luz que ilumina cada una de las estrellas de esta constelación es alógeno, pero la lectura a fondo y a oscuras de los versos de Mariel -que es como hay que mirar al cielo- ilumina cada aspecto de su vida con el matiz exacto, preciso, que le conviene a cada momento del libro. Quiero decir que la autora se hace servir de un lenguaje sencillo, de términos cotidianos, sin engoles ni falsetes; sin timbales ni musicalidades forzadas, prescindiendo incluso de todo tipo rimas, incluso internas, porque de lo que se trata es de arribar al meollo de la vida con el propio equipaje: las palabras de la calle, la experiencia, la observación, y la memoria dentro de la bolsa, sin preocuparse demasiado por el orden en el interior de cada poema; utensilios usados, que no esconden la huella de su dueña, para un viaje lírico, introspectivo, hacia la señal de las luces que titilan la silueta de Andrómeda. Gracias a esa aparente modestia lingüística a Mariel Manrique le es dada la virtud de la imagen.
Es la hora del reverso ignorado y el castillo quemándose por dentro”. “La sirenita se muerde la cola y se ahoga en el mar”.
Me acarició la cabeza con sus manos/ y con su propio pañuelo perfumado la envolvió/, para que no enloqueciera”.
Niki de Saint Phalle empuñaba el rifle, disparaba sin titubear/y hacía estallar latas de colores/que se derramaban violentamente sobre la imagen.
Estoy acá sentada./ Viendo mis perros dormir y a mis plantas crecer./En estricto silencio…
Y así todo el libro, repleto de imágenes sugerentes, nuevas metáforas, y comparaciones, como cuando se extiende “sobre un papel blanco,/como un pájaro que tiene frío” o como la que define un solo de piano, que es “como una escalera ./ Meandros de seda agitados por interrogaciones, espacios suspendidos y sueltos como globos al azar”, recursos, éstos, que explican y presentan a la propia autora como artista y protagonista absoluta del libro.


Amores
Así que, si el libro de Manrique es un recorrido por sus propias esencias vitales, el amor debe ser, y es, una de las estrellas de la constelación poética que más brillen. Porque además, si algo destaca en el mito de Andrómeda es, precisamente, el tema del amor. La historia es conocida : Perseo, a lomos de Pegaso, rescata a la bella Andrómeda, encadenada por Poseidón a las rocas de un acantilado, como castigo debido a la soberbia de su madre Casiopea. Mariel Manrique explica que “Perseo cabalgaba a un caballo alado, al que inmediatamente obligó a detenerse, absorto en la contemplación de la rehén a la roca. Perseo se había enamorado” A partir de aquí, la autora nos ofrece nueve poemas en los que fluyen amores, desamores, decepciones, sueños, cobardías, rabia, incomunicación, desencuentros, amor filial o fraternal, erotismo y pecado, dolor y placer, y temas clásicos de la literatura como son el tempus fugit y el carpe diem ( la fugacidad del tiempo, de la vida; aprovecha el tiempo, el día, el momento).

Estos son algunos versos que muestran loss vértices de esta estrella:

Elegí la palabra como elige la espada un samurái/y la empuñé y se hundió en el centro exacto de tu pecho/ y al instante advertí el carácter irreversible del estrago

Mientras devastás la casa y amputás mis brazos,/extiendo lo que queda de mi cuerpo/y tiendo un ramo de flores hacia vos”.

Dale ya lo que tengas, antes de que se vaya/(de que se vaya ella o lo que tengas). Dáselo.”

Pensaba en una silla compartida y en ella no nos vamos a sentar

Hay un poema dentro de “Amores” ( en mi opinión, un libro dentro de otro libro) que llama la atención. Se trata de "Los Suicidas de Islandia". Este poema es un relato lírico al abrigo de la oscuridad polar en el que se narra la cotidianeidad de dos amantes durante los largos meses de invierno. Los días transcurren apacibles. La pareja se ocupa placenteramente de menudencias domésticas; leen, duermen cogidos de la mano, tocan el violín, el piano, “se tiraban sobre la alfombra cerca de la estufa a leña/con la cabeza apoyada en las palmas de las manos”[…] mientras “afuera acechaban, como monstruos dormidos,/los geiseres y los volcanes en la oscuridad”. Aislados de todo, y de todos, los amantes viven su amor a salvo de amenazas. Cuando vuelve la luz, al finalizar el invierno… “no supieron qué hacer con la felicidad”...

Soltando lastre
'La Constelación de Andrómeda' finaliza con una coda titulada “Música para invocar a Andrómeda”. Los últimos cinco versos son tres negaciones rotundas y dos imperativos contundentes, y podrían encajar perfectamente en la parte sexta, porque es, sin ninguna duda, un grito despechado en toda regla, una despedida que suelta lastre; algo así como una gran corte de mangas hacia alguien que de manera permanente, en algún momento de la vida, le puso a Mariel Manrique las cosas difíciles, la ató quizá a las rocas de las rompientes hasta que su Perseo, el arte de enlazar palabras, desencadenó para siempre la creatividad de esta argentina indomable, convirtiéndola, más que una Andrómeda liberada, en un Prometeo desencadenado.


Vuelvo mañana

Mariel Manrique ha publicado “La Constelación de Andrómeda” en la editorial Crack-up www.crackup.com.ar

Manrique publica poemas diariamente en su blog 'Pájaro de China'
http://pajarodechina.blogspot.com/

martes, 19 de enero de 2010

Poder Romántico


Me temo a mi mismo por momentos. Mi condición sobrenatural de inmortal eterno me lleva a creer que dispongo de un catálogo de poderes más propios de un superhéroe de Alan Moore que de un doliente suicida ibérico que se ganó la gloria postmortem gracias a una cabezonería sentimental. Estoy convencido, después de comprobarlo empíricamente, de que detento facultades -más allá de las que pueda albergar la élite de los mortales - para influir en el resultado o el futuro de los acontecimientos. He tardado algunos días en decidirme a hacerlo público, porque este tipo de revelaciones pueden acarrearle a uno más inconvenientes que ventajas, y más viendo cómo está el panorama, pues por lanzar un par de zarrapastrosos zapatos sucios de postguerra en una rueda de prensa, o colarte en una fiesta de smoking sostenible, te alojan a la sombra durante unas semanas con somanta incluida.

Para que quede clara la diferencia entre vaticinar y modificar digamos que, a día de hoy, anunciar abiertamente que uno es capaz de ver más allá del presente, no tiene ya ninguna gracia. La red y los medios van llenas de sesudos análisis prospectivos firmados y expresados con engole por grandes expertos en materias de interés general, y hace ya años que las cadenas de televisión ofrecen minutos y espacios a quiromantes, magos, brujas, hechiceros, mentalistas y mediopensionistas entunicados que se dedican a buscar parejas a las casas reales amenazadas de soltería o de mal de armario; a especular con el próximo número premiado de la lotería navidad, o a adivinar en qué año del siglo XXI Madrid será sede olímpica (por poner algunos ejemplos)... Es fácil concluir, pues, que esta área del conocimiento ya está muy explotada y que apenas hay lugar para más. Lo que realmente tiene valor hoy en día es influir en los acontecimientos que nos deparará el futuro sin saber previamente qué es lo que el destino le tenía reservado a una persona, institución, animal o cosa. Es decir, dejar que las vicisitudes de cada cual ocurran sin necesidad de preverlas, sin tener la más mínima voluntad de predecirlas, pero ejerciendo tal poder sobre los protagonistas de las mismas que acaben realizando lo que menos se esperaba de ellos. No sé si me explico. Es la lucha contra el fatum, el destino fatal contra el que los románticos de medio mundo anduvimos a vueltas hace algunos años sin encontrar más salida que la propia muerte. Aunque lo mejor será, para hacerme entender de una vez, que muestre lo que yo mismo, a día de hoy, soy capaz de hacer.


Así, sin más preámbulos, de sopetón: he comprobado científicamente que cuando no veo un partido del Barça, éste pierde. O sea, que tal y como avanzaba al inicio, tengo la asombrosa capacidad de influir en los acontecimientos y cambiar su final, su devenir, el destino que la mano demiurga les tiene asignado. Bien; en honor a la verdad y por salvaguardar mi modestia diré que esto no ocurre ni en todos los ámbitos de la vida ni mucho menos en todos los partidos. Digamos que solamente lo he comprobado de una manera rigurosa en los partidos en los que el Barça se juega el torneo con sistema de eliminatorias. Estoy convencido de que, igual que cuando en un estadio el público hace la ola porque hay un primer espectador que la inicia, de igual manera yo influyo en el devenir de un partido eliminatorio, tanto si me planto ante el televisor como si me es imposible verlo. Es como si en el hecho de renunciar a ver el partido por televisión provocase los terribles tornados que la famosa mariposa de aleteo sin par es capaz de producir en el Caribe, solamente con saltar de flor en flor en las verdes praderas neozelandesas. Barça 1-Sevilla 2, no lo vi. Sevilla 0-Barça 1, tampoco lo vi: ganó el Barça, pero perdió la eliminatoria. La acción individual, consciente, responsable y soberana de que yo vea o no vea el partido desencadena una serie de hechos difíciles ahora de valorar e imposibles de enumerar, que produce como consecuencia final de toda esa cadena de sucesos enlazados un resultado u otro en el encuentro, en este caso, la eliminación del F.C. Barcelona a manos del Sevilla C.F. Esto que cuento es difícil de creer, pero si ponemos atención al entorno en el que vivimos y a su Historia y a las maneras de actuar de quienes lo describen e imaginan, es decir, los intelectuales, veremos que no he dado con la fórmula de la sopa de ajo. Zola y el caso Dreyfus casi hicieron saltar por los aires a la Tercera República Francesa (xenófoba, racista y antisemita, como el resto de Europa). En aquellos finales del XIX se inauguraba con este escándalo de Estado la función social del intelectual, que era aquella persona de mente preclara, dedicada al conocimiento, motor social de progreso, comprometida con la justicia y la igualdad y que incluso marcaba, a veces, el camino por donde debía discurrir la Historia; una persona inteligente, audaz, valiente, atrevida y capaz, efectivamente, de influir en los acontecimientos futuros a través de la razón. El siglo XX ha sido testigo de cambios positivos auspiciados en buena medida por la figura del intelectual, y cuando se han impuesto otro tipo de razones, opuestas a las abanderadas por éstos, el devenir de las cosas ha tenido mal final, terrible y sangriento final.


Por eso me siento un intelectual del siglo XXI, porque me he dado cuenta de que cuando me instalo cómodamente en mi sillón y veo el partido de fútbol que enfrenta a mi equipo con otro, sin hacer más que eso, mi Barça va y gana. Quiero decir que gana solamente y únicamente gracias a que yo lo veo, a mi acción consciente de asobinarme en el sofá y poner atención al discurrir del partido. Y si no lo veo, si me quedo dormido leyendo lo último de Huntington, o salgo a tomar unas cervezas, o a firmar un suculento contrato… entonces mi equipo pierde, porque yo no estoy, y de esta manera, aunque esté mal en decirlo, me siento particularmente satisfecho porque se demuestra que mi presencia es absolutamente necesaria. Y además lo escribo, lo explico, y si es necesario hasta doy una conferencia, porque es mi deber social y porque, oye, a todos nos gusta que nos regalen el oído. Hay quien se equivoca, y le da por llamar intelectual al mismísimo Pep Guardiola, porque creen los muy ingenuos -románticos trasnochados- que con valentía, fe en los suyos, audacia, riesgo, trabajo, rigor, compromiso e imaginación se cambian las cosas o se consiguen resultados. Lo dicho, pobres pringados, ingenuos, románticos trasnochados con ganas de figurar.

Vuelvo mañana

PD: ¡Qué gran fotografía!: la confianza abierta, sin reservas; la ilusión desbocada, la felicidad plena en un instante...

miércoles, 13 de enero de 2010

Isaac Newton, el frío y la crisis


Estos días en los que anda todo el mundo con el abrigo puesto, pisando nieve y hablando del tiempo, me viene a la memoria una anécdota histórica que protagonizó el celebérrimo Isaac Newton. Parece ser que el científico, a la sazón profesor en Cambridge, ganó un escaño en el parlamento británico en el año de 1689 para luchar contra los abusos que el rey Jacobo II perpetraba contra la universidad. Según figura en la historia de la ya vieja democracia británica, la actividad parlamentaria del famoso científico no fue, lo que se dice, frenética. Y es que, tal y como explican las crónicas, Isaac Newton pidió una sola vez la palabra en la cámara de los comunes. Por lo visto, fue durante la sesión de un día de otoño que ya apuntaba diciembre. Aquella mañana húmeda de frío londinense, un Newton sedente y meditabundo sintió súbitamente sobre su escaño un leve escalofrío y, con la calma que le es otorgada solamente al sabio, levantó la mirada de la libreta en la que garabateaba, miró al presidente, alzó en su mano derecha la pluma y después de que aquel le concediese la palabra, el eminente teólogo declaró:

-Propongo que cierren bien aquella ventana porque hace un frío considerable.

Sobre esta anécdota da cumplido testimonio el archivo histórico del libro de actas del parlamento británico, en el que durante los dos periodos en los que el físico inglés fue parlamentario, no se ha encontrado más intervención que la que he relatado. Y ahora que estamos todos como Newton, ateridos de frío, y que nos ha dado a todos por certificar a todas horas ni más ni menos que la obviedad misma del mismísimo invierno, me da por pensar que a menudo nos parece, que creemos a pies juntillas, tal y como creemos en la ley de la gravedad, que quien tiene la culpa del peligro que genera el hielo; que quien es el responsable de las molestias que ocasionan la nieve acumulada en las vías de comunicación, de los constipados a causa del frío, de las colas en el centro de salud o en urgencias, o del reventón de las tuberías domésticas… es el alcalde, es el diputado, el delegado del gobierno, el presidente autonómico o, si me apuran, el presidente del gobierno: culpables e instigadores todos ellos y todas ellas de la coincidencia en los mapas de isobaras de un frente húmedo con otro frente polar que nos cae, inclementes, para fastidiarnos la vida, y nada más que para eso.

Sin embargo, sucede simultáneamente, en estos tiempos que corren, otro fenómeno no menos curioso que debería haber sido objeto de estudio por parte de nuestro querido Newton, ya en aquellos años, vísperas de la revolución industrial. Es el fenómeno de la narración de los fenómenos económicos, valga la redundancia. Me hace gracia escuchar a analistas, ejecutivos de bolsa, periodistas especializados, políticos, entendidos y sabiondos de la cosa económica en general, porque todos ellos dominan como nadie la facultad o el recurso lingüístico de la impersonalidad; un recurso que habitualmente, y hasta hace unos años, se utilizaba casi en exclusiva para hablar del pronóstico del tiempo y de los meteoros ligados a él. La impersonalidad en el lenguaje también es muy utilizada por los niños, que nunca rompen un plato, porque el plato se rompe solo; o por los abogados de acusados culpables, que hablan del hecho luctuoso como si fuesen el genial Gila en su famoso chiste de las cuarenta caídas de espaldas de la víctima sobre el puñal homicida que nadie empuñó. Quiero decir que cuando toda esa caterva de sabidillos a la violeta nos habla de la crisis económica, del paro, de la inflación, del precio del dinero, del cambio del dólar, del oro, del barril de Brent, de la necesidad de flexibilizar el mercado laboral, de los ciclos económicos positivos o negativos, nos da la sensación de que, en verdad, son fenómenos meteorológicos que surgen por influencias de las famosas corrientes del Golfo; que las estaciones económicas son así, desde siempre, desde el fin de la segunda glaciación y.. mira, pues hay que apretarse el cinturón, como cuando llega el invierno y hay que abrigarse. De manera que a fuerza de emplear ese recurso una y otra vez la responsabilidad de lo que ocurre, de lo que ocurrió y de lo que sucederá se difumina para que - no nos quepa duda- veamos el sistema de relaciones económicas en el que vivimos como un elemento natural que debemos aceptar como aceptamos el Anticiclón de las Azores, el Niño, el verano perpetuo en Las Canarias o el hielo en los Polos. No hay nombres, ni personas detrás de los nombres que cada día deciden cuándo, cómo y dónde se genera una crisis económica, cuándo cómo y dónde se abre la veda para que los menos escrupulosos se forren de nuevo, o cuándo, cómo y dónde se empuja al paro, o peor, al hambre, a millones de seres humanos. Todo surge y se nos ofrece como la confluencia de un frente frío polar con otro húmedo, porque si nos damos cuenta de que todo es obra de personas, un día u otro concluiremos que también pueden y deben ser personas las que lo cambien.

Mientras tanto, mientras nos abrigamos para hacer frente a la crisis y a estos días de invierno, que se sepa, a día de hoy, la ley de la gravedad sigue vigente y, según todos los pronósticos, parece ser que tardará en cambiar aunque - muy a pesar del gran Newton- la ventana continúe abierta. Será cuestión de levantarse uno mismo para abrir alguna más, porque mucho me temo que Sus Señorías están más por la labor de legislar solamente para que deje de nevar en invierno.

Vuelvo mañana

jueves, 7 de enero de 2010

Carta Histórica a Antonio Muñoz Molina


Querido Antonio

No te escribo esta carta como un recurso, como si fuese un adolescente que llamase querido a su diario y escribiese en él cada noche para darle un sentido a lo vivido. Te escribo esta carta para que la leas, si quieres, o si te llega, o si por aquellas casualidades de la red das con ella mientras buscas documentos, vidas, infortunios, información sobre exiliados, ofendidos, ultrajados, asesinados, por la Historia y por todos aquellos que la maquinan, la ejecutan y la escriben. Podría continuar también diciendo que te escribo esta carta desde mi más profunda admiración, y aunque soy de los que piensan que querer es decir que se quiere, en este caso prefiero confesarte que he leído toda tu obra, que aprendí a leer de verdad con tus primeras novelas, que supe de la ética intelectual, de la independencia de criterio y del compromiso social con tus artículos, justo cuando estas tres virtudes ardían sin humo en la pira de la postmodernidad. Te escribo, en fin, para explicarte que he leído tu última novela, “La Noche de los tiempos”, más varias reseñas, críticas y entrevistas que has concedido a diversos medios. Es decir, que además de leer la obra he accedido también a tu propia visión al respecto de tu creación.

En mi opinión, la crítica ha sido prudente. Hay quien te reprocha la insistencia en tratar un tema como el de la Guerra Civil con un lenguaje que ya no es propio de nuestra época, lo cual para mí tiene doble mérito, pues el estilo de que haces gala enmarca mejor, formalmente, la historia y sus personajes, y porque recuerdas, una vez más, -sí, y las que hagan falta- tiempos de traiciones, días convulsos, de sangre, fuego y dolor que ahora los revisionistas de la Historia, surgidos como chinches de trinchera, andan empeñados en explicar a su modo para taparlos. Además, tienes la voz que tienes, un sonido único, singular, que se hace reconocible a través de la cadencia particular al construir las frases, al gusto exquisitito por la adjetivación precisa, a veces desbordante; largas digresiones que vienen de ti, de dentro de ti, por mucho que interpongas a veces narradores externos que nos desvelan los temas que quieres transmitir; y por supuesto la memoria, la presencia constante de tus propias vicisitudes en la piel de tus criaturas. O sea, que da igual que narres un intento de suicidio de una madre de familia herida de amor pocos día antes del levantamiento militar del 36 español, o que describas la gota de sudor que resbala sobre la pierna negra de Dee Dee Bridgewater mientras canta en un tugurio del Bronx Oh show us the way to the next Little dollar. Tu manera de escribir, tu estilo, es el que es, y creo que esta última novela tuya es una de las que mejor armonizan con tu voz particular: la que te ha convertido en maestro y te ha ahuecado con méritos indiscutibles un lugar de privilegio en la literatura de lengua española.

Y como todo esto no es que sea así porque yo lo diga ahora, sino porque quienes saben de verdad de esto han sido siempre unánimes con cada una de las novelas que has escrito, por eso digo que esta vez han sido prudentes, porque creo que han escorado, han evitado referirse al meollo de la cuestión de “La noche de los tiempos”, que no es, por supuesto, ni tu maestría como escritor, ni tu laboriosa y sufrida dedicación a la obra, ni tampoco, las bien trazadas historias de amor y desamor, que se suceden en élla. Y es que, querido Antonio, mira que he pensado largos ratos en dar respuesta a estas preguntas. ¿Por qué no se le ocurrió a tu narrador colocar en la picota, ni siquiera, a media docena de dirigentes golpistas? ¿Por qué caricaturizar con saña, en exclusiva, (quizá con merecimientos) a personajes históricos conocidísimos que defendieron La República y que después padecieron exilio? ¿Por qué atizar una y otra vez la brasa sobre las hordas rojas que, según tu narrador, convirtieron Madrid en el paroxismo del asesinato arbitrario y gozoso?¿Por qué el héroe de la novela no lo es, ni tan sólo un momentito de nada? Es más:¿Por qué es tan cobarde? ¿Por qué el cuñado del héroe, un fasciston de tomo y lomo, acaba siendo una víctima? ¿Por qué los únicos personajes positivos de la novela son extranjeros o víctimas de los defensores de la República?... Se me ocurren muchas preguntas más, pero el papel y la tinta no me dan para más. Yo mismo he intentado ponerme en tu pellejo y contestarlas. Creo que podría resumir las respuestas diciendo que la guerra siempre la padecen quienes no la quieren, que al final son quienes la hacen, y por eso mueren, y sufren, y desaparecen para siempre. Que la guerra somete a las personas y las cambia, y las convierte en seres capaces de llevar a cabo los actos más atroces. Si la respuesta es esa, estaremos de acuerdo, lo cual no quiere decir que en esta Guerra, nuestra Guerra, en la que has metido a tus personajes, todos tengan el mismo peso de responsabilidad, o algunos ni tan siquiera la tengan, porque no has concebido (decidido) su aparición. Es decir, que podemos hacer con la literatura Historia, y ejercitar cierta objetividad universal de la ética para con quienes padecieron dolor. Pero, mi admirado Antonio: también, y sin excluir lo anterior, podemos y debemos hacer justicia con la Historia, y creo sinceramente que “La noche de los tiempos” es una novela equidistante que de nuevo vuelve a cantar el lamento de la recíproca maldad entre hermanos soslayando el hecho -también objetivo- de que todos y cada uno de los muertos y heridos que cayeron entre el 36 y el 39 de uno y otro bando, y durante 40 años más de represión hacia el bando perdedor, están en el debe de los sublevados; que “La noche de los tiempos” ridiculiza los esfuerzos de los políticos de entonces por mantener la legalidad constitucional caricaturizando a un puñado de dirigentes e intelectuales escogidos por ti para ese fin; que “La noche de los tiempos” criminaliza al pueblo levantado en armas, harto de perder su Historia, ansioso de protagonizarla, cegado por siglos de oscurantismo y que se defiende del fascismo con lo que tiene a mano, con odio profundo, enquistado, hacia quienes siempre le han puesto la bota encima; y, finalmente, creo que “La noche de los tiempos” es literatura de la Historia, o una determinada Historia hecha literatura, aunque yo creo, Antonio, que pudo haber sido un ejercicio literario, magistral, de Justicia Histórica.

Un fuerte abrazo. Espero ansioso tu próximo libro. Al final siempre escribo:

Vuelvo mañana

lunes, 4 de enero de 2010

La guerra, madre


Los vericuetos de la red me han topado con el blog titulado ‘Reflexiones’ y que tiene la dirección http://elcuadernodeunizquierdista.blogspot.com/
Su autor es Felipe, admirador como media España (media), del poeta Miguel Hernández.
Propone Felipe que el día 5 de Enero inundemos la red con los poemas del valiente, célebre y genial poeta del pueblo. Según acaba de escribir en su comentario, el Ayuntamiento de Orihuela en compañía de un viejo y nefasto poeta local está cometiendo una felonía con la memoria y la obra del autor. Y yo me adhiero al homenaje-protesta
Para saber más sobre el asunto podeis enlazar a http://www.nuevatribuna.es/noticia/24566/CULTURA-Y-OCIO/derecha-rancia-mancha-nombre-miguel-hern%C3%A1ndez.html
He estado buscando y me he decidido por “La guerra, madre”. Creo que es el destino, o el azar poético, porque llevaba días dándole vueltas a una entrada para mi blog en la que explicar lo que me ha parecido “La noche de los tiempos”, la última novela de Antonio Muñoz Molina, y ya no la voy a escribir. Miguel Hernández lo hizo por mí, prospectivamente, hace más de 70 años, y es que en estos versos que ahora copio creo que está buena parte de la esencia de esa novela, con la coincidencia, incluso, de algún detalle que sabrán distinguir quienes la hayan leído.

Por la memoria de Miguel Hernández, poeta del pueblo.

Vuelvo mañana.

La guerra, madre: la guerra
Mi casa sola y sin nadie.
Mi almohada sin aliento
La guerra, madre: la guerra
Mi almohada sin aliento.
La guerra, madre: la guerra.

La vida, madre: la vida,
La vida para matarse.
Mi corazón sin compaña.
La guerra, madre: la guerra
Mi corazón sin compaña.
La guerra, madre: la guerra.

¿Quién mueve sus hondos pasos
En mi alma y en mi calle?
Cartas moribundas, muertas.
La guerra, madre: la guerra.
Cartas moribundas, muertas.
La guerra, madre: la guerra.

Miguel Hernández