lunes, 14 de septiembre de 2020

Luz en la pandemia (IV)

 


He contemplado el mar durante horas, desde el nacimiento del horizonte  hasta presenciar, admirado, el brillo de la  luna tremelucente sobre el vaivén oscuro del agua. Y por eso doy gracias.

Siguiendo su rastro en el cielo  he sorprendido al sol huyendo entre los montes antiguos, mientras la vieja campana de bronce derramaba las horas sobre los tejados. Y por eso doy gracias.

He escuchado el eco ancestral de los muertos en un silencio de robles y rocas que me ofreció la experiencia de la soledad virgen, la clausura del mundo presente y un pretérito hondo  colmado de misterios y voces. Y por eso doy gracias

Me he sumergido en aguas azules, he percibido la fuerza incontestable de las olas, saboreado la sal en los labios y mi piel ha recibido el color del sol y el beso de la brisa. Y  por eso doy gracias.

He caminado al amanecer sendas de tomillo y  estepa, entre  pastos oceánicos y encinas ermitañas, donde solamente se escucha la esquila de algún mugido apostado, el viento acariciando la hierba, el gañido del águila y resonancias sepultadas en piedra, originarias de bosques legendarios. Y por eso doy gracias

He jugado con niños, he jugado como un niño y me reído como un niño. Y por eso doy gracias.

He saboreado manjares de rey y he bebido vino en la mejor compañía, entre muros de sillares o  junto a la brasa del sarmiento  en las noches cálidas de Agosto, respirando aliviados las promesas del céfiro  y el aroma del fuego fraternal. Y por eso doy gracias.

He deambulado de la mano con el amor de mi vida, sin prisas, extraviadas las  miradas en una lejanía dulcemente  indolente  mientras imaginamos nuevos  futuros y gozamos del presente. Y  por eso doy gracias.

He leído durante horas, hasta quemarme los ojos,  palabras hermosas, inteligentes, frases sabias, párrafos  emocionantes; páginas sublimes donde habitan criaturas eternas que,  pertinaces y pertinentes,  continúan interpelándome con sus preguntas. Y por eso doy gracias.

He dormido desnudo sobre la sábana azul y, en la profundidad de la noche, cuando la humedad de la brisa penetra en la alcoba,  el calor de otra piel ha cubierto mi espalda. Y por eso doy gracias.

He abierto la cancela funesta forjada a fuego sobre el yunque; me he descubierto y, emocionado, incontenibles las lágrimas,  he permanecido  ante la vieja cruz oxidada, ante el cúmulo de tierra roja que arropa humildemente la urna donde depositamos sus cenizas. Aunque yo sé que  él no está allí, su nombre sí, y le saludo, y le hablo, y le digo que doy gracias por vivir cada día, cada instante, con el honor de ser su hijo.