martes, 12 de julio de 2016

Tutorial



Haz una cosa. Antes de escribir en la pantalla blanca,  deja que el cursor del editor de textos parpadee durante unos segundos. Míralo fijamente. Es muy importante que no dejes de mirarlo,  que mantengas los ojos bien abiertos, porque para vivir plenamente la experiencia  de la que te hablo es absolutamente imprescindible no tocar el teclado y permitir que la máquina ante la que uno se encuentra  siga latiendo en calma, con su parpadeo exclusivo. 

Cuando creas que has entendido la esencia de su intermitencia,  cuando seas capaz de avanzar o prever el instante preciso en que la señal negra vertical aparece y desaparece; cuando en definitiva constates que  el cursor y tú sois un mismo ser, un mismo organismo pluricelular, una perfecta  simbiosis biológica y computacional, entonces es cuando puedes colocarle encima el puntero del ratón, o arrastrar tu dedo sobre el rectángulo rugoso de tu portátil hasta colocar  la cicatriz móvil  que señala  el lugar donde te encuentras sobre la marca latente que se contrae y se dilata, que aparece y desaparece en el extremo septentrional de la pantalla, hacia Occidente,  donde se pone el sol, donde desaparece  la luz del día, en una frecuencia similar a la cardiaca; sístoles y diástoles coreografiadas con tu pulso, con la cadencia de tu corazón, el pálpito  en las sienes de la vida que corre y sigue, mientras más allá de ese latido que ya es el  tuyo no hay más que el pánico al páramo, un nuevo amanecer  sin palabras, la confirmación  recurrente  de la mediocridad.

Si sigues al pie de la letra estas instrucciones habrás conseguido el objetivo, la ausencia de la intermitencia. Entonces ya  solamente advertirás, perplejo, la presencia firme del puntero triunfante, la manifestación de una irreparable  hemiplejia  gráfica, síntoma de una  agrafía incurable que anticipará  la dolorosa realidad de  tu propia inexistencia.

No hay comentarios: