Haz una cosa. Antes
de escribir en la pantalla blanca, deja que el cursor del editor de textos
parpadee durante unos segundos. Míralo fijamente. Es muy importante que no dejes
de mirarlo, que mantengas los ojos bien abiertos, porque
para vivir plenamente la experiencia de la que te hablo es absolutamente imprescindible
no tocar el teclado y permitir que la
máquina ante la que uno se encuentra
siga latiendo en calma, con su parpadeo exclusivo.
Cuando creas que
has entendido la esencia de su intermitencia, cuando seas capaz de avanzar o prever el
instante preciso en que la señal negra vertical aparece y desaparece; cuando en
definitiva constates que el cursor y tú sois un mismo ser, un mismo organismo pluricelular, una perfecta simbiosis biológica y computacional, entonces
es cuando puedes colocarle encima el puntero del ratón, o arrastrar tu dedo
sobre el rectángulo rugoso de tu portátil hasta colocar la cicatriz móvil que señala
el lugar donde te encuentras sobre la marca latente que se contrae y se
dilata, que aparece y desaparece en el extremo septentrional de la pantalla,
hacia Occidente, donde se pone el sol,
donde desaparece la luz del día, en una frecuencia similar a la cardiaca;
sístoles y diástoles coreografiadas con tu pulso, con la cadencia de tu corazón,
el pálpito en las sienes de la vida que
corre y sigue, mientras más allá de ese latido que ya es el tuyo no hay más que el pánico al páramo, un
nuevo amanecer sin palabras, la
confirmación recurrente de la mediocridad.
Si sigues al pie de
la letra estas instrucciones habrás conseguido el objetivo, la ausencia de la intermitencia.
Entonces ya solamente advertirás, perplejo, la
presencia firme del puntero triunfante, la manifestación de una irreparable hemiplejia gráfica, síntoma de una agrafía incurable que anticipará la dolorosa realidad de tu propia inexistencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario