(Para Ronald, artista anónimo de la luz y de los colores. Aunque no nos conozcamos y tampoco pueda leer esta entrada, con admiración y envidia)
Se cayó la cámara al suelo con tan mala fortuna, de tan extraña manera, que la bayoneta se rompió y entonces, a partir de ahora, no hay más remedio que aceptar que el objetivo y el cuerpo son cosas distintas, que ya no forman una unidad, porque aunque las dos piezas todavía se aguantan unidas, la luz entra de lleno en la óptica a través de una rendija considerable y la realidad, las cosas inertes y los seres vivos se velan y desaparecen para siempre como si fuesen espectros vaporosos tras el entramado de espejos, cortinillas y obturadores, de tal manera que si uno fija detenidamente su atención a través del pequeño espacio que divorcia ambas partes puede disfrutar de los reflejos de la claridad del día sobre la lente que se dispersan sobre el aire en haces violetas, verdes y amarillos, en un intento de arcoiris esencial, una aproximación al círculo de Goethe, pero no así las siluetas de las personas, los contornos de los objetos, o ni tan siquiera el movimiento constante y acompasado de la cola curvada y flexible del perro que me mira con la lengua fuera, como si encima pretendiese la galleta, el terrón de azúcar, el hueso falso, un poco de juego, o sencillamente la caricia en el lomo, el premio por haber saltado a la mesa impetuoso en su afán por cumplir fielmente con su cometido, con su naturaleza de perro fiel y noble que me va a costar una cámara nueva, o un buen pico la reparación de ésta que ahora examino resignado mientras atuso el pelo amorronado que le crece a Cipión debajo del hocico, necesitado de toda mi comprensión, de todo mi afecto, desde que enterramos a Berganza.
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