Cuando seamos viejos gobernaremos el mundo. Antes, habremos
sido testigos de la devastación.
Caminaremos entre los restos desolados siguiendo su huella quilométrica desde las playas, que se extenderán hacia el interior, ocupándolo todo, mucho más allá del límite de la arena, de las oquedades urbanas, porque la Tierra entera será un erial baldío.
A veces, para sacudirnos la perplejidad, miraremos hacia atrás, como la estúpida Edith. Sin embargo, a nosotros nadie nos detendrá, porque tampoco habrá un Dios que quiera burlarse.
De manera que, finalmente, cumpliremos con la primera etapa y llegaremos hasta la falda de la montaña, justo al lugar donde el agua embarrada detuvo su marcha eufórica.
Porque desde allí, ante la resistencia colosal de los picos numantinos, donde residieron los últimos de Sugarkea, la gran ola volvió al océano, arrastrando en su resaca todo vestigio de supervivencia.
Entonces ya no tendremos malditas las ganas de volver al origen. Bajo la sombra de las montañas veremos le línea del mar, y nos parecerá la mueca guasona de un monstruo. En ese punto, ni siquiera pensaremos en lo que pudo quedar de nuestros seres queridos: los muertos enterrados entre lodo y basura; los vivos, contritos, afligidos, discutiendo sobre la resurrección.
Que esperen sentados, que se mueran de hambre, que aguarden eternamente bajo el manto de cieno y de ruinas, porque lo primero que haremos será escribir la memoria de la orgía sobre la piel de los últimos mamíferos, con cuya sangre alimentaremos nuestros cuerpos, con cuya leche saciaremos la sed.
Y una vez que la Historia quede gravada, la recitaremos en salmos y la recordaremos por siempre. Después, vestiremos las túnicas sagradas, blancas, puras como las nubes que velan la cumbre, y escalaremos pacientes, resistiremos el frío, nos protegeremos del viento, ahuyentaremos las fieras y reconquistaremos la senda cuando la niebla nos ciegue.
Al llegar a la cima, fatigados y satisfechos, abriremos los brazos para abarcar el horizonte y bajo el sol jubiloso asumiremos la certeza de ser los dueños de nuestros destinos. Limpios ya de toda culpa, erguidos ante el tiempo, proclamaremos contra el eco que nosotros los viejos nos disponemos a gobernar el mundo.
Caminaremos entre los restos desolados siguiendo su huella quilométrica desde las playas, que se extenderán hacia el interior, ocupándolo todo, mucho más allá del límite de la arena, de las oquedades urbanas, porque la Tierra entera será un erial baldío.
A veces, para sacudirnos la perplejidad, miraremos hacia atrás, como la estúpida Edith. Sin embargo, a nosotros nadie nos detendrá, porque tampoco habrá un Dios que quiera burlarse.
De manera que, finalmente, cumpliremos con la primera etapa y llegaremos hasta la falda de la montaña, justo al lugar donde el agua embarrada detuvo su marcha eufórica.
Porque desde allí, ante la resistencia colosal de los picos numantinos, donde residieron los últimos de Sugarkea, la gran ola volvió al océano, arrastrando en su resaca todo vestigio de supervivencia.
Entonces ya no tendremos malditas las ganas de volver al origen. Bajo la sombra de las montañas veremos le línea del mar, y nos parecerá la mueca guasona de un monstruo. En ese punto, ni siquiera pensaremos en lo que pudo quedar de nuestros seres queridos: los muertos enterrados entre lodo y basura; los vivos, contritos, afligidos, discutiendo sobre la resurrección.
Que esperen sentados, que se mueran de hambre, que aguarden eternamente bajo el manto de cieno y de ruinas, porque lo primero que haremos será escribir la memoria de la orgía sobre la piel de los últimos mamíferos, con cuya sangre alimentaremos nuestros cuerpos, con cuya leche saciaremos la sed.
Y una vez que la Historia quede gravada, la recitaremos en salmos y la recordaremos por siempre. Después, vestiremos las túnicas sagradas, blancas, puras como las nubes que velan la cumbre, y escalaremos pacientes, resistiremos el frío, nos protegeremos del viento, ahuyentaremos las fieras y reconquistaremos la senda cuando la niebla nos ciegue.
Al llegar a la cima, fatigados y satisfechos, abriremos los brazos para abarcar el horizonte y bajo el sol jubiloso asumiremos la certeza de ser los dueños de nuestros destinos. Limpios ya de toda culpa, erguidos ante el tiempo, proclamaremos contra el eco que nosotros los viejos nos disponemos a gobernar el mundo.
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