miércoles, 13 de febrero de 2013

El profeta



Cuando seamos viejos gobernaremos el mundo. Antes,  habremos  sido testigos de   la devastación. 

Caminaremos entre los restos  desolados siguiendo su huella  quilométrica desde las playas, que se extenderán hacia el interior, ocupándolo todo,  mucho más allá del límite de  la arena,  de las oquedades urbanas, porque  la Tierra entera  será un  erial baldío.

A veces, para sacudirnos la perplejidad,  miraremos hacia atrás, como  la estúpida Edith. Sin embargo, a nosotros nadie nos detendrá, porque tampoco  habrá un Dios que quiera burlarse.

De manera que, finalmente, cumpliremos con la primera etapa y  llegaremos  hasta la falda de la montaña,  justo al lugar donde el agua embarrada  detuvo su marcha eufórica. 

Porque desde allí, ante la resistencia colosal  de los picos numantinos, donde residieron los últimos de Sugarkea,  la gran ola  volvió al océano, arrastrando en su resaca todo vestigio de supervivencia. 

Entonces ya no tendremos malditas las ganas de volver al origen. Bajo la sombra de las montañas veremos le línea del mar, y nos parecerá la mueca guasona  de un monstruo. En ese punto,  ni siquiera pensaremos en lo que pudo  quedar de nuestros seres queridos: los muertos enterrados entre lodo y basura; los vivos, contritos, afligidos,  discutiendo  sobre  la  resurrección.

Que esperen sentados, que se mueran de hambre,  que aguarden eternamente bajo el manto de cieno y de ruinas, porque lo primero que haremos será escribir  la memoria de la orgía  sobre la piel de los últimos mamíferos, con cuya sangre alimentaremos  nuestros cuerpos, con cuya leche saciaremos la sed.

Y una vez que la Historia quede gravada,  la recitaremos en salmos y la recordaremos por siempre. Después, vestiremos las túnicas sagradas, blancas, puras como las nubes que velan  la cumbre,  y escalaremos  pacientes, resistiremos el frío, nos protegeremos del viento, ahuyentaremos  las fieras y reconquistaremos la senda cuando la niebla nos ciegue.

Al llegar a la cima, fatigados y satisfechos,   abriremos los brazos  para  abarcar el horizonte y bajo el sol jubiloso asumiremos la certeza de  ser los dueños de nuestros destinos. Limpios ya de toda culpa, erguidos ante el tiempo, proclamaremos contra el eco que nosotros los viejos nos disponemos a gobernar el mundo.

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