Soy ese
tipo de cuñado que se bebe el whisky bueno cuando va de visita. Sobre todo cuando voy a casa de la hermana de mi esposa, que es,
con diferencia, la casa que mejor bodega dispone de toda la familia.
Acostumbrado
como estoy al Dewar’s White Label, cuando
les visito bebo whisky de
verdad, el whisky que beben los
escoceses en lo más profundo de sus highlands. De ese modo, gracias a la generosidad de mi cuñado y a la sabiduría
picta, recupero mi fe en la especie humana y en la familia, porque salgo de su
casa redimido de todo pesimismo, aliviada de misantropía mi negra conciencia gracias al calor y al sabor ahumado de la turba y de la malta añeja.
Mi cuñado, como
buen ingeniero que es, se pirra por la tecnología. Una de sus pasiones son los
coches. No hay visita a su casa en la que, copa va y copa viene, dejemos de invertir unos minutos en hablar sobre
ellos. A menudo, el tema acaba con un debate recurrente entre nosotros;
un debate en el que ambos conocemos de antemano los argumentos de cada cual y
ambos sabemos que ninguno acabará convenciendo al otro.
Hacia la tercera copa de Macallan 18 años, y mientras me
muestra la fotografía de un Aston Martin Vanquish 2015, me suele decir. “mira, esto sí que es una auténtica obra de arte, lo que daría yo
solamente por tocarlo”. Entonces le respondo. “No, escucha, estoy de acuerdo en
que el cochecito en cuestión es una hermosa obra de ingeniería, y que me gustaría conducirlo, pero, por mucho
que sea el coche de Bond, James Bond, no
es una obra de arte, porque el arte es otra cosa”.
Y ahí es cuando
se precipita al vaso la cuarta copa y
nos enzarzamos los dos cuñados en una disputa sin fin, que solamente interrumpe él, cuando finalizado el penúltimo trago, me propone probar un poco de Talisker 18 años,
con toques ahumados de turba y algas marinas. “Otra auténtica obra de arte”, me
dice. En ese caso no discuto; cancelamos la controversia, muestro mi total acuerdo
hacia su última aseveración y nos bebemos con sumo placer la quinta.
Creo que algo
similar a una discusión entre cuñados bien pimplados le sucede a los miembros del
jurado de la Academia Sueca a la hora de argumentar sus filias y sus fobias
hacia los candidatos a premio Nobel, que
llegan a su mesa procedentes de los más insospechados centros
de influencia internacionales.
Por lo que se ve, en esta última edición iban bien
servidos de whisky. No voy a entrar ahora en el anacronismo de estos premios, o
en la dudosa áurea universal de santidad
infalible que imponen a quienes los obtienen, ni siquiera en la misoginia de
que hacen gala, muy en consonancia con la homofobia que ostentaba el último Nobel español. Lo que quiero decirles a los
miembros de la academia es lo mismo que le digo a mi cuñado, pero sobrio.
Miren,
una canción es una canción, por muy inspiradora, bella y reveladora que sea.
Les diré más. Una canción puede ser también una obra de arte, y Robert Allen Zimmerman ha sido uno de los más prolijos maestros
en el arte de componer canciones. Quizá
por eso tiene en su haber todo el reconocimiento global, no solamente a tenor
de las ventas de sus discos, sino a la vista de los numerosos premios de la industria
discográfica que ha recibido a lo largo
de su fructífera trayectoria musical.
El ascendente
artístico, cultural e ideológico y la
influencia de Bob Dylan sobre sus contemporáneos y sobre futuras
generaciones es indiscutible. Pero, atiendan ustedes, señores de la Academia Sueca: se pongan como se pongan, Bob Dylan no
es el Homero contemporáneo, tal y como titulaba hace un par de días un periodista
de La Vanguardia. Entre otras cosas porque Homero es, desde hace ya muchos siglos, un
gigante de estatura inalcanzable tanto para escritores como para músicos. Porque si a Homero nunca le hubiesen dado un Grammy. ¿Por
qué le dan un premio literario a un músico?
Y es que da la
sensación de que determinados productos o actividades humanas necesitan del marbete de artísticas,
poéticas o literarias para poder prestigiarse,
como si en su ámbito no pudiese hallar determinados atributos que son
propios y exclusivos del arte y que ayudarían a mudarse a algunos profesionales
virtuosos al mismísimo Olimpo donde residen los grandes
pintores, poetas, escultores o músicos. En realidad, lo que ocurre es que estamos ante la expresión
inconsciente de un complejo de inferioridad sin resolver y, como todos los complejos, tiene difícil
curación.
Una posible remedio pasaría por la creación de premios en cada uno los ámbitos suficientemente prestigiados como para que no se produjesen estos ridículos carnavales,
aunque bastaría con provocar la caricatura para delimitar adjetivos, halagos y campos semánticos.
Voy a proponer a
Balón de Oro de esta temporada a Don Mariano Rajoy, por todos los goles que nos ha metido sin
bajarse del autocar y su gran habilidad
para burlar el fuera de juego. También propondré a los Grammy al portero
Stegen, por su gran cantada ante el
Celta de Vigo.
Ya más en serio, había pensado
también que el próximo año podríamos darle el premio Cervantes a Joan Manuel
Serrat; el Nacional de Poesía a Manolo García; el Princesa de Asturias de las
letras a Juan José Benítez, y el Nacional de Narrativa a Albert Rivera, por
su capacidad para mentir y construir ficción.
También podríamos
darle el Nobel de Física al escultor Jorge Oteiza, por su maestría a la hora de tratar la
materia. El Nobel de Química podría ser para Ferran Adrià, por la utilización de elementos de la tabla periódica en los
fogones, con resultados más que onerosos...
Sin embargo,
quizá no sea necesario hacer caricatura. Basta con echar un vistazo a la
realidad. El pasado 20 de mayo, la Universidad de Granada invistió doctor Honoris Causa al cantante
Miguel Ríos “por su aportación a la
cultura y a la historia de la música universal”. Yo me sé de memoria su Rock & Rios. El día 6 de septiembre de 1983 llegó a Barcelona en la gira “El rock de una noche de verano”. Yo tenía entonces 19 años.
Era mi primer concierto. Lo disfruté con mi hermano junto a más de 100.000 personas que abarrotamos
la Avenida María Cristina. De vez en cuando todavía tarareo su ‘Santa Lucia’, o su ‘Blues
del autobús’ y cuando me pongo nostálgico
o protesto contra el tiempo implacable, lo escucho en casa a todo volumen.
Me pregunto cómo se sintieron ese extraño día de mayo los profesores sin
plaza de la Universidad de Granada, o los investigadores que malviven y se humillan a diario con poco más de 1.000 euros al mes para poder sacar adelante su tesis doctoral y su carrera académica.
A principios de
este siglo, la Facultad de Náutica de Barcelona decidió
inaugurar el curso académico con una lección del gaditano Ismael Beiro, el ganador de la primera edición de Gran
Hermano, más conocido como el Pisha. (Esto
es absolutamente verídico). La sala noble de la facultad jamás vio tantas cámaras
y tantos periodistas.
El decano de la facultad argumentó que, aprovechando que
el ínclito Pisha era Técnico Especialista en la rama Marítima-Pesquera,
Diplomado en Marina Civil e Ingeniero Superior
Marítimo por la Universidad de Cádiz, su
calidad de campeón de la telebasura le confería el honor de impartir la
lectio prima, por encima de cualquier
otro científico, ingeniero o intelectual, por muchos méritos que éstos pudiesen
atesorar. Así, de ese modo, daba a conocer a
toda España su facultad y las titulaciones que allí se
estudian…
No sigo, porque
los ejemplos se agolpan y porque temo que mi cuñado advierta, por fin, de que en realidad soy un peñazo, no vaya a ser que me cierre el grifo y no pueda volver a
probar esas obras de arte escocesas de 49º, de delicioso regusto ahumado con reminiscencias marinas que guarda en el
mueble-bar de su casa.
2 comentarios:
Completamente de acuerdo contigo.
Ester
Creo que Dylan también. Les ha dado plantón
Salud!
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