lunes, 17 de octubre de 2016

Homero, Suecia y el whisky de mi cuñado



Soy ese tipo de cuñado que se bebe el whisky bueno cuando va de visita. Sobre todo  cuando voy a casa de la hermana de mi esposa,  que  es, con diferencia, la casa que mejor bodega dispone de toda la familia. 

Acostumbrado como estoy al Dewar’s White Label,  cuando les visito bebo whisky de verdad, el whisky que beben los escoceses en lo más profundo de sus highlands. De ese modo, gracias a la generosidad de mi cuñado y a la sabiduría picta, recupero  mi fe en la especie  humana y en la familia, porque salgo de su casa redimido de todo pesimismo, aliviada de misantropía mi negra conciencia gracias al calor y al sabor ahumado de la turba y de la malta añeja. 

Mi cuñado, como buen ingeniero que es, se pirra por la tecnología. Una de sus pasiones son los coches. No hay visita a su casa en la que, copa va y copa viene,  dejemos de invertir unos minutos en hablar sobre ellos. A menudo, el tema  acaba con un debate recurrente entre nosotros; un debate en el que ambos conocemos de antemano los argumentos de cada cual y ambos sabemos que ninguno acabará convenciendo al otro. 

Hacia la  tercera copa de Macallan 18 años, y mientras me muestra la fotografía de un Aston Martin Vanquish 2015, me  suele decir. “mira,  esto sí que  es una auténtica obra de arte, lo que daría yo solamente por tocarlo”. Entonces le respondo. “No, escucha, estoy de acuerdo en que  el cochecito en cuestión es  una hermosa obra de ingeniería,  y que me gustaría conducirlo, pero, por mucho que sea el coche de Bond, James Bond,  no es una  obra de arte, porque  el arte es otra cosa”.

Y ahí es cuando se precipita al vaso  la cuarta copa y nos enzarzamos los dos cuñados en una disputa sin  fin, que solamente interrumpe  él, cuando finalizado el penúltimo trago,  me propone probar un poco de Talisker 18 años, con toques ahumados de turba y algas marinas. “Otra auténtica obra de arte”, me dice. En ese caso no discuto; cancelamos la controversia, muestro mi total acuerdo hacia  su  última aseveración  y nos bebemos con  sumo placer  la quinta. 

Creo que algo similar a una discusión entre cuñados bien pimplados le sucede a los miembros del jurado de la Academia Sueca a la hora de argumentar sus filias y sus fobias hacia los candidatos a premio Nobel,  que  llegan a su mesa  procedentes de los más insospechados centros de influencia internacionales.

Por lo  que se ve, en esta última edición iban bien servidos de whisky. No voy a entrar ahora en el anacronismo de estos premios, o en la dudosa  áurea universal de santidad infalible que imponen a quienes los obtienen, ni siquiera en la misoginia de que hacen gala, muy en consonancia con la homofobia que ostentaba  el último  Nobel español. Lo que quiero decirles a los miembros de la academia es lo mismo que le digo a mi cuñado, pero sobrio. 

Miren, una canción es una canción, por muy inspiradora, bella y reveladora que sea. Les diré más. Una canción puede ser  también una obra de arte, y Robert Allen  Zimmerman ha sido uno de los más prolijos maestros  en el arte de componer canciones. Quizá por eso tiene en su haber todo el reconocimiento global, no solamente a tenor de las ventas de sus discos, sino a la vista de los numerosos premios de la industria discográfica que ha recibido  a lo largo de su fructífera trayectoria musical.

El ascendente artístico, cultural e ideológico  y la influencia de  Bob Dylan  sobre sus contemporáneos y sobre futuras generaciones es indiscutible. Pero, atiendan ustedes, señores de la Academia Sueca: se pongan como se pongan, Bob Dylan no es el Homero contemporáneo, tal y como titulaba hace un par de días un periodista de La Vanguardia. Entre otras cosas porque  Homero es, desde hace ya muchos siglos, un gigante de estatura inalcanzable tanto para escritores como para músicos. Porque si a  Homero nunca le hubiesen dado un Grammy. ¿Por qué le dan un premio literario a un músico? 

Y es que da la sensación de que determinados productos o  actividades humanas necesitan del marbete de artísticas, poéticas o literarias para poder  prestigiarse, como si en su  ámbito  no pudiese hallar determinados atributos que son propios y exclusivos del arte y  que ayudarían a mudarse   a algunos  profesionales virtuosos  al mismísimo Olimpo donde residen los grandes pintores, poetas, escultores o músicos. En realidad, lo que ocurre es que estamos ante la expresión inconsciente de un complejo de inferioridad sin resolver  y, como todos los complejos, tiene difícil curación.

Una posible remedio  pasaría por la creación  de  premios en cada uno los ámbitos suficientemente prestigiados como para que no se produjesen estos ridículos carnavales, aunque  bastaría  con provocar la caricatura para delimitar  adjetivos, halagos y campos semánticos. 

Voy a proponer a Balón de Oro de esta temporada a Don Mariano Rajoy,  por todos los goles que nos ha metido sin bajarse del autocar  y su gran habilidad para burlar el fuera de juego. También propondré a los Grammy al portero Stegen, por su  gran cantada ante el Celta de Vigo.

Ya  más en serio, había pensado también que el próximo año podríamos darle el  premio  Cervantes  a  Joan Manuel Serrat; el Nacional de Poesía a Manolo García; el Princesa de Asturias de las letras a Juan José Benítez,  y  el Nacional de Narrativa a Albert Rivera, por su capacidad para mentir construir ficción.

También podríamos darle el Nobel de Física al escultor Jorge Oteiza, por su maestría a la hora de tratar la materia. El Nobel de Química podría ser para  Ferran Adrià, por la utilización de  elementos de la tabla periódica en los fogones, con resultados más que onerosos... 

Sin embargo, quizá no sea necesario hacer caricatura. Basta con echar un vistazo a la realidad. El pasado 20 de mayo, la Universidad de Granada  invistió doctor Honoris Causa al cantante Miguel Ríos “por su aportación a la cultura y a la historia de la música universal”. Yo me  sé de memoria su Rock &  Rios.  El día 6 de septiembre de 1983 llegó a Barcelona en la gira “El rock de una noche de verano”. Yo tenía entonces 19 años. Era mi primer concierto. Lo disfruté con mi hermano junto a más de 100.000 personas que abarrotamos la Avenida María Cristina. De vez en cuando todavía tarareo su ‘Santa Lucia’, o su ‘Blues del autobús’  y cuando me pongo nostálgico o protesto contra el tiempo implacable, lo escucho en casa a todo volumen.

Me pregunto cómo  se sintieron  ese extraño día de mayo los profesores sin plaza de la Universidad de Granada, o  los investigadores que  malviven y se humillan a diario  con poco más de  1.000 euros al mes para poder sacar adelante  su tesis doctoral y su carrera académica. 

A principios de este siglo, la Facultad de Náutica de Barcelona  decidió inaugurar el curso académico con una  lección del gaditano  Ismael Beiro,  el ganador de la primera edición de Gran Hermano,  más conocido como el Pisha. (Esto es absolutamente verídico). La sala noble de la facultad jamás vio tantas cámaras y tantos periodistas.

El decano de la facultad argumentó que, aprovechando que el ínclito Pisha era Técnico Especialista en la rama Marítima-Pesquera, Diplomado en Marina Civil  e Ingeniero Superior Marítimo por  la Universidad de Cádiz,  su calidad de campeón de la telebasura le confería  el honor de impartir la lectio prima, por encima de cualquier otro científico, ingeniero o intelectual, por muchos méritos que éstos pudiesen atesorar. Así, de ese modo, daba  a conocer a toda España  su facultad y las titulaciones que allí se estudian 

No sigo, porque los ejemplos se agolpan y porque temo que mi cuñado  advierta, por fin, de  que en realidad soy un peñazo, no vaya a ser  que me cierre el grifo y no pueda volver a probar esas obras de arte escocesas de 49º, de delicioso regusto ahumado  con reminiscencias marinas que guarda en el mueble-bar de su casa.

2 comentarios:

ESTER dijo...

Completamente de acuerdo contigo.

Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Creo que Dylan también. Les ha dado plantón
Salud!