viernes, 7 de octubre de 2016

Elegía de la cebolla



He tenido una pesadilla horrible. Soñaba que, gracias a  la manipulación genética, una empresa   había conseguido eliminar el azufre de la cebolla con un doble objetivo:  que al cortarla no nos haga llorar y, peor  todavía, que después de su ingestión no produzca mal aliento. De manera que tendríamos en las verdulerías y en los hipermercados cebollas con  forma de cebolla, color de cebolla pero sin el sabor de la cebolla.

Di un respingo en la cama tan violento que desperté a mi mujer. Me dijo que estaba sudando, que había empapado el pijama,  que qué me ocurría, que si llamábamos al médico. “No, a quien hay que llamar es a un profesional, para que liquide a esos tipos”, gimoteé. “Venga, duerme otro poco, que hoy es sábado. No sé por qué no me haces caso y dejas de beber vino en la cena. Después sueñas tonterías y mira cómo acabas”, sentenció. Se dio media vuelta bajo las sábanas y siguió durmiendo. 

Yo decidí  levantarme y rápidamente  entré en el estudio, conecté el ordenador y googleé  ‘¿Por qué pica la cebolla?’ Después escribí en el buscador “¿por qué la cebolla tiene ese sabor?’ Y todos mis temores se confirmaron. Unos japoneses han hallado el enzima que provoca el picor y el sabor peculiar de la cebolla. 

Parece ser que  el sulfóxido de tiopropanal  es el responsable de nuestros lloros cuando la cortamos, y también de su  sabor extraordinario. Eliminando una enzima, de nombre  sintasa  y etiquetada como LF, la cebolla no lo produce.

Según informa la agencia France Press, la empresa House Food Group  ha invertido más de diez años en esta barbaridad y ya  está desarrollando cebollas que no pican, ni hacen llorar, ni dejan mal aliento. De manera que, efectivamente,  dentro de muy poco tendríamos en el plato de la  ensalada, junto a tomates que ya no saben ni huelen a tomate, cebollas que no saben a cebolla, y todo con la única  finalidad de no llorar en la cocina o de  neutralizar un aliento demasiado rústico para nosotros, finos y delicados bípedos aspirantes a una burguesía  aséptica, cuya máxima  ambición en la vida es  la defecación inodora. 

Por eso estoy apesadumbrado. La pesadilla se ha convertido  en premonición fundamentada y finalmente en constatación empírica. Desde la mañana de autos he  pasado del terror de los malos sueños  a  la rabia criminal, para caer  finalmente   en la  desesperanza y la depresión. Porque nadie es capaz de imaginar ni hacerse el cargo de lo que supondría para mi este último mazazo a mi plato favorito. 

Y es que no hay nada equiparable. Ni el mejor manjar cocinado para un jeque, ni la esferificación más sofisticada, ni siquiera  las elaboraciones más sabrosas y exclusivas de los mejores restaurantes del mundo pueden igualarse  a un plato de tomate picadito con cariño en múltiples gajos, acompañado de media cebolla blanca, brillante, bien fresca,  cortada en tiras con forma de  luna en cuarto creciente, más  unas aceitunas aliñadas y un buen chorro de aceite de oliva virgen extra, y todo sazonado con su poco de sal gorda y su pizca de  pimienta. 

Junto al plato, no puede faltar una copa de vino tinto, cosechero (para qué más), pero  de rioja. 

Solo escribirlo se me hace la boca agua.

A la hora de comer este plato, hay que respetar cuatro fases. La primera consiste en pinchar con el tenedor, y en este orden,  una aceituna; después un trocito de tomate y finalmente un cuarto de luna. (Y un traguito de vino). 

La segunda fase consta de  pinchadas constantes, a discreción, de cebolla y tomate, o tomate y cebolla y de vez en cuando una aceituna. A mí, aquí, en esta fase, me gusta coger las aceitunas con los dedos, y después chupármelos. ( Y un traguito de vino).

La tercera fase consiste en utilizar el tenedor en forma de cuchara, porque ya, lo que queda en plato, son los últimos restos de los  ingredientes. Entonces se lleva uno a la boca pequeños hilos de cebolla junto al caviar del tomate como si se tratase de una sopa, porque  todo está   bien mojado con el aceite de oliva, que chorrea sobre el plato  en gotas de oro deslumbrante. 

Y finalmente llega la última fase, el momento cumbre, el instante delicioso de cortar un pedazo de pan recién sacado del horno, crujiente y  todavía caliente, y mojarlo sobre ese caldo rojigualdo que ya no es aceite, ni  jugo de tomate, sino un engarce natural de los sabores más puros y sencillos que nadie en ningún lugar pueda llegar a disfrutar y que me elevan por encima de todo lo acontecido durante el  día  procurándome un gran placer. 

No sé si ahora se entiende el estado de postración en que me hallo después de saber que, en poco tiempo, me voy a  quedar sin tomates de verdad y sin cebollas  de verdad. Solamente pido, reclamo, y si es necesario suplico a los científicos y a los emprendedores del sector alimentario  que no se acerquen a los olivos, que se alejen, que  no escuchen a los imbéciles que comprarían, si existiese, aceite que no mancha. Porque aceitunas sin hueso ya tenemos. Muchas gracias.

10 comentarios:

Unknown dijo...

Se me ha hecho la boca agua.

Y he llorado. Por la cebolla que te hace llorar. Por el tomate que tiene sabor a tomate. Por el huevo dorado frito en aceite de oliva encima de cebolla pochada que te hace llorar.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Diana! ¡Qué buen rollo!
¡¡Besos !!

Juan Nadie dijo...

Pero qué manía con enmendar la plana a la naturaleza, con lo buenas que son unas cebollas como los dioses mandan, que te ponen tierno hasta el llanto, y unos tomates que no parezcan de plástico, y no sepan a plástico. Qué cruz.
¿Aceite que no mancha? ¿Pero eso qué coño es?

Porque:

"Ni el mejor manjar cocinado para un jeque, ni la esferificación más sofisticada, ni siquiera las elaboraciones más sabrosas y exclusivas de los mejores restaurantes del mundo pueden igualarse a un plato de tomate picadito con cariño en múltiples gajos, acompañado de media cebolla blanca, brillante, bien fresca, cortada en tiras con forma de luna en cuarto creciente, más unas aceitunas aliñadas y un buen chorro de aceite de oliva virgen extra, y todo sazonado con su poco de sal gorda y su pizca de pimienta.

Junto al plato, no puede faltar una copa de vino tinto, cosechero (para qué más), pero de rioja."

Amén.

ESTER dijo...

¿Depresión por una cebolla? No fastidies...

Con las de Figueres no lloras.

¡Cuánta razón tiene tu mujer!...

Un abrazo,

Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Pues sí, Juan, así están las cosas. Nada de lo que fue, será. Ya tenemos generaciones para las que el tomate de verdad, el que vale la pena, es el ketchup
¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ester, sí, estoy realmente deprimido. Hoy no siquiera he podido levantarme de la cama. El viernes fui al médico y me pronosticó depresión severa. De hecho, me dijo que a él le pasó lo mismo cuando se dio cuenta de que el tomate ya no sabía a tomate. Lo superó a base de Rioja, porque todavía mantiene el sabor. Así es que no hay mal que por bien no venga. A mi me ha recetado jamón del bueno y trago de vino cada ocho horas, antes de cada comida, durante un mes. Ya te contaré
¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ah! y le he dicho a mi mujer que el vino ni tocarlo, que no entra por la seguridad social, y que si tiene sed que beba agua, del grifo

Belén dijo...

Recuerda, querido Mariano, que para evitar estas "enmiendas a la naturaleza", quiza NO debieramos tener (ni coger) todos los días del año en las baldas del supermercado ni tomates, ni cebollas, ni... muchas más cosas, porque lo contrario no deja de ser " una paradoja agronómica"... con el precio a pagar que conlleva (y nuestra tontuna por determinados "caracteres organolépticos" no hace más que agravar la película!). Besos

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Muy cierto! Pero... ¿cómo renunciar, si está ahí, tan blanca, tan sabrosa, cada día... ?

Abrazos

Belén dijo...

Solo con voluntad DECIDIDA (porque alternativas nutricionales y nutritivas, y ricas, hay a mogollón.... Hay que QUERER hacerlo. Besos.