lunes, 28 de noviembre de 2016

Todavía hay clases




No hay día en el que la muerte no trabaje. Sin embargo, solamente reconocemos su labor cuando la sufrimos de cerca; en su versión más trágica, cuando se lleva multitudes por delante; cuando  el finado es relevante o cuando se produce luctuosamente y  es noticia en la sección de sucesos.

(Suceso, curiosa palabra, sinónima de acontecimiento, episodio, asunto,  hecho, evento o circunstancia… con la que los periódicos etiquetan la sección en la que informan de los asesinatos cometidos; parece como si de ese modo  se nos quisiese dar a entender -o quién sabe si advertir- que las demás noticias son ficciones, que  no han sucedido, que son una invención de la vida, que en realidad, el suceso, aquello que es,  que de verdad acontece, pertenece en exclusiva a la faceta cainita de la muerte.

Quién sabe. Quizás sea  a la inversa; quizá un suceso, al fin y al cabo, es algo que no tiene la más mínima importancia. ¿Qué es un suceso comparado con  la política nacional e internacional?. ¿Y qué comparado con el procès, o con  la investidura de un presidente? Solamente un ser humano muerto a manos de otro. )

Uno de los  hombres que con más acierto y belleza reflexionó sobre la muerte fue el poeta guerrero Jorge Manrique. De uno u otro modo, el ser humano siempre ha sabido que la muerte nos iguala. Desde que nos atribula la razón sabemos que tanto da el linaje y la riqueza, tanto los metros cuadrados del mausoleo en el que nos entierren, o la blancura del mármol que selle nuestra tumba, porque una vez dentro nadie puede testimoniar el silencio, el  frío y  la oscuridad. Efectivamente, todo eso lo sabíamos, pero fue Manrique quien  mejor nos lo dijo. 

Sin embargo,  durante esta última semana, poco a poco  se me ha ido gestando por dentro, como la lombriz solitaria,  la refutación al poeta jienense, o lo que es lo mismo, la impugnación sumaria sobre la igualdad del ser humano ante la muerte, una de las pocas consideraciones que concita el acuerdo universal. 

Porque ante la muerte, todavía hay clases. No me refiero al modo de morir. En la cama, en la trinchera, asesinado, de repente, amando, durmiendo, comiendo, hablando, cantando o sufriendo. Desnudo o vestido. Limpio o sucio. Hambriento o saciado. Solo o acompañado. Ni siquiera hablo del estado de la conciencia de cada cual,  cuando nos llega el momento y  los demonios de nuestras miserias se nos aparecen para relatarnos nuestras propias vidas.

Quiero decir, de una vez por todas -la de vueltas que estoy dando para decirlo. Ni que le tuviese miedo a la muerte- que no son lo mismo las muertes de Rita Barberà,  de Fidel Castro o de Marcos Ana.  Mejor dicho. Que Rita Barberà,  Fidel Castro y Marcos Ana no son iguales ante la muerte.  Es más. Por motivos más que obvios, no fueron nunca iguales y  la muerte tampoco  conseguirá uniformar su figura y su memoria, en su eternidad de muertos.

Ya sé que a partir de ahora los pocos lectores de este blog se van a dividir entre los que van a seguir leyendo y los que van a volver a Google, en busca de otros aires más políticamente correctos.  Y es que, durante estos últimos días, las redes sociales, las televisiones, las emisoras de radio y los periódicos han dado buena cuenta de las filias y de las fobias ideológicas de cada cual,  enfrentadas a cuenta de las tres defunciones que el destino ha reunido en un puño de tiempo, de tal manera que la semana nos ha dejado exhaustos  de tanto  practicar analógica y digitalmente el lanzamiento de muerto a la cara.

Yo, personalmente, aporté mi humilde grano de arena, porque pronto comprendí que la muerte no nos equipara; porque lo que construimos en vida y el recuerdo que dejamos con nuestro proceder nos caracteriza y nos diferencia.

Por eso escribí  que, a pesar de que Rita Barberà era católica, apostólica romana y  Marcos Ana un  ateo comunista, tengo muy claro quién de los dos se ha ganado el cielo.

Por eso escribí que la Muerte, Rita Barberà y Marcos Ana nos ayudan a entender que no todos somos iguales.

Por eso recordaba a Rita Barberà cuando se mofaba públicamente de la muerte ajena, desde el balcón podrido de su poder.

Por eso escribí que la muerte no nos hace buenos. La muerte no tiene porqué provocarnos un sentimiento de  respeto hacia el difunto. La Muerte no nos dignifica gratuitamente. Nos dignifica ante los demás como premio a lo que uno ha sido en vida, es decir, el recuerdo, que es lo único propio que dejamos tres nuestra existencia. Maquiavelo lo decía mejor: “
A unos la muerte los volverá gloriosos; a otros los dejará en sempiterna infàmia”.


Por eso la muerte nos hace diferentes.
Por eso la muerte es la única justa justícia.

Lo declaró Fidel. La Historia nos absuelve o nos condena. Es decir,  los hechos y nuestro legado son la única prueba admitida para el dictado de nuestra sentencia. Lo demás es carne podrida para tertulianos bien pagados.

2 comentarios:

ESTER dijo...

Antes pensaba en la muerte. Hace unos años que la muerte es algo que les sucede a los otros y no a mi.No me importa la muerte, me importa la vida y eso es por lo que lucho. Barberà, Ana, Castro y muchos otros ya la han probado, mejor o peor. Ellos lo saben.

Un beso, Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Decía Juan de Mairena que la mueca de la agonía de los poetas en realidad era de sorpresa: ¡tanto hablar sobre ella sin saber lo que era!
¡salud!