Hacía meses que la luz de la nevera no alumbraba. El frío oscuro confería a lo que allí se guardaba una apariencia tenebrosa, como si lo hubiese pintado el mismísimo Greco, a quien le fascinaba la carne humana en penumbras. Frutas, verduras, bebidas y todo tipo de alimentos se conservaban allí dentro en un invierno perpetuo. Aun así, a pesar del poder casi frigorífico de la nevera, sin luz y casi bajo cero, algún tomate rojo lucía a los pocos días unas desagradables y sospechosas manchitas de color negro. Si transcurría unos días más, sin disfrutar del privilegio de ver la luz de la cocina antes de ser estrujado en el pan, el tomate se arrugaba irremediablemente y se echaba a perder, moría o, peor aún, su muerte podía ser ignorada por los propietarios de la nevera, quienes haciendo gala de gran insensibilidad llegaron a olvidarlo en el fondo del estante casi helado, arrinconado sin remisión por la mantequilla, media docena de huevos o, incluso, por una "pack" de seis botellas de cerveza. Aunque, si bien es cierto, y en descargo de los propietarios, la falta de luz sería, con mucho, la gran causa del olvido del tomate arrugado, muerto y frío al fondo de la nevera.
Mantener en una casa una nevera sin luz puede acarrear serias consecuencias. El caso del tomate frío, arrugado y finalmente muerto al fondo de la nevera no es más que un pequeño ejemplo sin demasiada entidad como para que alguien se alarme. Sin embargo, se han llegado a producir casos verdaderamente dramáticos a causa de la falta de mantenimiento en el alumbrado de las alacenas frías (¿qué son, si no, las neveras?). Es conocido, por ejemplo, el caso de la podredumbre de la lechuga de hojas de roble. Al vender la lechuga de hojas de roble, oscura y apetitosa como ningún otro vegetal, la verdulera la introduce con gran cariño comercial en una bolsa translúcida, que después anuda con una sonrisa e inusitada pericia. El cariño comercial y la habilidad con los nudos plásticos, a los pocos días, y dentro de una nevera sin luz, se convierten en el mayor de los desastres que se pueden producir dentro del electrodoméstico. Porque si la lechuga de hojas de roble no se consume pronto y no goza de la suerte de ver la luz de la cocina, vive uno de los estreses del mundo vegetal más terribles que existen: suda. Suda como un luchador de sumo. Suda como un obispo vicioso. Suda un sudor verdoso, salpicado de las tonalidades pardas propias de las lechugas de roble. Es un sudor espeso que se va depositando en los dos pequeños piquillos inferiores que forman las bolsas de verdulería translúcidas anudadas. Y tras el sudor, sobreviene el óbito, lento y agónico (clorofílico, se podría decir), y decenas de gusanos, surgidos del frío oscuro de la muerte, empezarán a merodear por los intersticios que el nudo no es capaz de cerrar. A partir de aquí sobreviene el colapso. Todo se infecta. La nevera se convierte en un espacio de destrucción biológica masiva. El tomate -nuestro tomate rojo- arrugado muerto y olvidado, será entonces un privilegiado porque no habrá sufrido la pesadilla, el horror casi irreal, de las dentelladas viscosas de centenares de gusanos que nunca llegarán a mariposa, porque, finalmente, éstos tampoco verán la luz. A no ser que los descuidados habitantes de la casa, en donde se ubica la nevera, cambien la bombilla en un día de extremada y extraña lucidez doméstica, o bien adquieran una nueva.
Es cierto: mucho nos tememos que para entonces será demasiado tarde, tanto para la inocente lechuga de hoja de roble como para el -otrora lozano- tomate rojo.
Vuelvo mañana
El bodegón es de Miquel Barceló.
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