lunes, 9 de junio de 2008

Papeles del banco


En mis tiempos, los primeros tiempos de mi primera vida, el dinero se guardaba en una bolsa de paño malo, o en una media, y se escondía debajo de una baldosa o en el fondo oscuro de un armario ropero. Había quien utilizaba los bancos, pero estos eran los menos, eran los potentados, los que de verdad manejaban. Los currantes, las putas y los artistas éramos más de armario, y baldosa, y media (lo sé porque he pertenecido a las tres clases). Cuando yo pasaba por delante de la puerta de un banco, me imaginaba que en su interior habitaban cientos de armarios en fila, de la misma medida y del mismo color, perfectamente ordenados, llenitos de kilos y kilos de monedas. Imaginaba que el mismísimo Duque de Angulema (un Zaplana del siglo XIX ) entraba y preguntaba sobre el estado de sus armarios, sobre los espacios vacíos que todavía quedaban por llenarse de saquitos de monedas, de títulos de propiedad y de billetes contantes y sonantes procedentes de algún pelotazo decimonónico. El solícito empleado (que también guardaba su dinerillo bajo las baldosas) le abría al ínclito Duque el único armario al que todavía le quedaba algún espacio libre. Don Luis Antonio (de Borbón) le daba un vistazo y, tranquilo, elegante, rechoncho, con la pereza y la suficiencia que otorga la riqueza, introducía la mano derecha en el bolsillo del chaqué, sacaba un bolsita de lino blanco atada con una cuerdecita y se la entregaba al empleado para que la colocase, cuidadosamente, junto a las otras bolsitas que, allí adentro, producían intereses y miseria. Todo esto era producto de mi calenturienta imaginación, porque, evidentemente, ya se habían inventado las cajas fuertes.

La cosa viene a cuento porque el otro día, ayer sin ir más lejos, fui a mi banco a sacar dinero. Ahora somos las putas, los currantes y los artistas los que utilizamos los bancos. Los potentados, los dueños de los bancos, por poner un ejemplo, se llevan el dinero a lugares que llaman paraisos fiscales. No acabo de entender la existencia de estos lugares. Creo que se trata de esconder el dinero en un lugar destinado precisamente a esconderlo, con el fin de no pagar impuestos, como una gran superficie de armarios alineados y ubicados en una isla exótica, o algo así, que se ha creado a ese efecto y que todo el mundo conoce y todo el mundo sabe donde está, incluso los jueces, y los gobiernos, y mi vecina, dulce ancianita octogenaria. (Vivir en el siglo que no me toca me produce ansiedad y desasosiego porque no consigo entender muchas cosas).
Tampoco quería hablar de los paraisos fiscales, pero me dejo llevar, no me contengo. Quería decir que ayer, al ir a sacar unos euros del cajero automàtico, solicité el recibo pertinente a la máquina solícita. Miré la cantidad que me quedaba en la cuenta, rompí el papel y lo tiré a la papelera. Los suicidas somos propensos a la destrucción. Al lanzarlo, como en una acto reflejo de chafardería insana, miré en el interior de la papelera. Saqué de ella un recibo arrugado, pero no demasiado arrugado, y leí la cantidad del saldo total: 32,80€. y pensé que una arruga desganada y la cantidad de 32,80€ en la cuenta bien podría corresponder a un joven que minutos después llegaría a casa pedirle a papá y a mamá más dinero. Me gustó el juego y volví a introducir la mano en la papelera. Esta vez saqué un recibo limpio, casi planchado, impoluto, con la cantidad en cuenta de 36.470€, y pensé en la tranquilidad de la señora ociosa que extrajo 300€ a las 9,30h de la mañana, después de dejar al nene en el cole para encontrarse con las amigas parroquianas de la granjita, en donde desuyunará hasta las 12h, para después ir a la peluquería, comer en "Caldo's" a las 14h y aterrizar en casa a las 20h, justo el momento en que Cándido entraría en casa con la barra del pan bajo el brazo manchado de grasa, con el nene vestido de karateka y los ojos quemados por la electrógena.

Pensé "uno más, solo uno más", y extraje un tercer papel, que más parecía una bolita de celulosa que un recibo. La deshice y leí -148€ y vi un doctor universitario cum laude, que habla cuatro idiomas y que es reconocido en Europa en los círculos de su ámbito cientifico, que vivirá en un piso compartido y que arrugó el papelito lleno de rabia, por no tener el valor de irse al despacho de alguien a retorcerle el pescuezo.

Y el cuarto. En el cuarto recibo del banco que saqué de la papelera no se leía la cantidad. Se leía la siguiente frase, medio emborronada, como por el agua y el polvo: "por favor, póngase en contacto con su oficina bancaria habitual". De inmediato pensé en un matrimonio de mediana edad, trabajadores sin cualificar, con dos hijos, vecinos del 8º derecha, vencidos por la horas de limpieza y de invernadero. Leerían los dos, con gran dificultad, la frase fría del papel bancario; se mirarían y, al instante, en ese momento de íntima comunicación, en la intemperie de una calle con cajero automático, un pesado interrogante se les encajaría en la garganta y todo el futuro de sus hijos pasaría por sus ojos, mientras se miraban. Vieron el viaje que hiceron, el momento decisivo de dar el paso, y su familia más allá del Atlántico diciendo adios, y los sueños. Todo en un instante de poderosa y aterradora incertidumbre. Un nudo en la garganta, una fatal premonición anunciada por una frase educada en la que cabe toda la vida.

Vuelvo mañana
Las botas de la imagen las pintó Vincent Van Gogh, otro suicida.

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