Quienes mejor conocían esta flor eran los críos del pueblo, o mejor dicho, quienes más la odiaban, porque su aparición era la señal inequívoca, el aviso, de que en pocos días dejarían de disfrutar de los juegos y de las correrías y de las largas tardes del verano al aire libre, que acompañaban de un trozo de pan de hogaza mojado en vino tinto y endulzado de azúcar. Por eso, la flor tiene el nombre de 'Quitameriendas', porque al verla se iniciaba la ineludible cuenta atrás y pronto, antes de lo que los niños se diesen cuenta, se encontraban comiéndose el pan con vino y azúcar al abrigo del fuego de la gloria, viendo como madre desplumaba una gallina en la pica de la fregadera o escuchando toser a padre mientras liaba un cigarrillo.
‘Quitameriendas’ avisaba a los niños de que la mañana se iba a unir a la noche sin tránsito alguno, y de que, más allá de la escuela y de las labores obligadas en el huerto, o con los animales del corral, tan solo les quedaba compartir un mínimo espacio familiar en el silencio del crepitar del fuego, al olor de roble quemado y, al final del día, después de la leche caliente, la cama fría e inhóspita, preludio de un nuevo día exactamente igual al anterior.
‘Quitameriendas’, le decía yo a mi amigo, era, al fin y al cabo, una herramienta pedagógica de primer orden que la naturaleza brindaba, con rigor, a los niños que crecían bajo las montañas de la Sierra de la Demanda.
Vuelvo mañana
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