“La memoria es dolor y el olvido es placebo . La memoria está en el debe. El olvido es rentable. La memoria es futuro , el olvido: miedo. La memoria es valiente. El olvido es… el olvido”
Así pensaba al caminar por las primeras calles de Belchite nuevo. Arcos en portales blancos de casitas blancas unifamiliares alineadas en cuadrículas rodeando la iglesia del pueblo y la plaza mayor. Viviendas muy al estilo de las colonias mineras de principios de siglo XX, pero con un aspecto más confortable y habitable. Vi banderitas españolas colgadas de las farolas. Algunas calles estaban cerradas con portalones de hierro con los que se cierra el paso a los toros del encierro. Todavía olía a boñiga y a pólvora de traca. Habían sido fiestas mayores, en pasado, porque al caminar solo oía el “eco de mis pasos huecos en la soledad”, como diría Espronceda. Nadie, hasta llegar a la Plaza Mayor. Allí, por fin, algo de humanidad: cinco bares acogían decenas de parroquianos que empezaban a calentar motores y combatían los restos de la resaca de la noche anterior con las primeras cervezas de la tarde. Efectivamente, ¡Belchite estaba de fiesta! Lo cual me alegró, sobre todo después de mi visita al pueblo viejo. Fue algo así como creer, por un momento, que el presente de este pueblo vive por fin la paz, la tranquilidad, la alegría y las ganas de festejar.
Decidí, yo también, tomar una cerveza, así es que me senté en la barra del bar que me pareció más animado. No sé si fue por mi sombrero, o por el abrigo, o por el bolso colgado, en fin, por mi aspecto, que a mi lado se sentó un joven solitario, completamente borracho quien, después de mirarme de arriba abajo, me preguntó. ¿Y tú de dónde vienes? No le hice caso con la esperanza de que desistiese en su intención por darme conversación. Le pedí al camarero una caña bien echada, con dos dedos de espuma. El joven beodo insistió ¿Que de dónde vienes? Después de mojarme el bigote con la espuma fresca de la cerveza le contesté por fin: De lejos, de muy lejos. ¿Y a qué? Volvió a preguntar el muchacho, mirando bizco, muy fijamente mi sombrero. He venido a recordar, a ver el pueblo viejo. El chico escuchó atento mi respuesta, encendió con grandes dificultades un cigarrillo y, después de echarme a la cara el humo y el aliento insoportable, me espetó: Están vivos, todos vivos, por la calle, andando por la calle, hasta en casa de la Domi. Mi incomodidad se tornó en enfado. Después de las horas que había vivido, solamente me faltaba, para rematar la faena, un borracho imbécil. Le pedí al camarero que me cobrase y cuando me dio el cambio (los camareros están siempre con la antena puesta) me dijo: Aquí tiene el señor; su amigo se refiere al libro. Yo no tengo aquí ningún amigo, respondí muy digno y, lo reconozco, un tanto borde. Perdone, el muchacho intentaba decirle que han publicado un libro sobre Belchite viejo en donde aparecen las gentes del pueblo de antes de la guerra, caminando por las ruinas de ahora; es un montaje muy bueno que han hecho unos historiadores de Zaragoza; por eso dice que están vivos. Me sentí culpable por haber despreciado a aquel joven por el solo hecho de estar borracho. Yo, uno de los más conocidos borrachos del país, que ha ahogado siempre sus contradicciones y su miseria moral en alcohol, no era el más indicado para juzgar a aquel muchacho. Saqué el monedero, puse un billete de cinco euros sobre la barra y le invité a lo que quisiera. Me echó el brazo al hombro y me dio las gracias con gran alborozo. ¡Coñá!, pidió casi cantando, y de un trago se bebió la copa. Mientras mi nueva amistad miraba la copa vacía buscando en su interior el momento del big bang, le pregunté por el lugar donde podría comprar aquel libro. ¡Tabaco! Dijo. Pero si ya estás fumando. ¡Tabaco, coño! ,gritó, mirando al suelo y levantando la mano. El estanco, se refiere al estanco; allí es donde puede usted comprar el libro, terció de nuevo el camarero quien, muy amablemente, me dio señas sobre donde se encontraba. Después de ser abrazado y zarandeado tres veces por mi amigo, salí del bar. El estanco estaba a pocos metros, así es que, antes de entrar, quise conocer un poco mejor el pueblo.
Caminé unos minutos hasta dar con el Ayuntamiento y, justo enfrente, en pleno centro de la Villa, vi, como en una pesadilla, como si el borracho fuese yo en el clímax de un delirium tremens, el yugo y las flechas falangistas en hierro colado, de unos 3 metros de largo por 1,5 de ancho, rampantes, descarados, hirientes, colgados de una de las fachadas principales del pueblo. Creo que estuve parado, totalmente quieto, ante aquel enorme símbolo, un par de minutos. Alrededor de mí cantaban canciones obscenas los mozos de las peñas. Un tiovivo daba la lata. El charlatán de la tómbola regalaba a una señora un despertador matamosquitos y lo proclamaba a los cuatro vientos. Unos niños corrían carreras de sacos. Me dispuse, en medio de aquel barullo, a fotografiar aquella afrenta a la memoria y a la dignidad. Pero me di cuenta en seguida de que no todo era algarabía y fiesta porque, justo a mi izquierda, unos tipos fumaban tranquilos, sentados sobre un poyete, sin decir ni pío y sin otra cosa que hacer que observar al forastero del sombrero: me vigilaban. Tuve miedo, guardé la cámara y volví tras mis pasos en busca del libro, para poder desaparecer cuanto antes de aquellas tierras.
Al entrar en el estanco no vi a nadie. Esperé unos segundos y me pareció escuchar un leve siseo. Provenía de un mostrador desconchado que se encontraba a la derecha del que había frente a la puerta de entrada. Detrás del mostrador, parapetadas, las cabezas amoñadas de dos viejas muy viejas cotilleaban, seguramente, sobre el pasado y sobre sus muertos. Al poco, fumado un caliqueño retorcido y maloliente, apareció el estanquero. Sería el hijo de una de aquellas viejas. Un tipo calvo, sesentón, con bigote de morsa empajado de nicotina en la raíz, bajito y muy delgado. Llamaba la atención la falta de cejas sobre los ojillos de hurón. Fumaba insistentemente, con ansia pausada, estudiada, experimentada. No tardó ni un segundo en mirarme fijamente por encima de las gafitas que se sostenían milagrosamente en la punta de la nariz y en preguntarme qué deseaba, sin dejar de chupar el puro, sin hablar, sólo moviendo la cabeza hacia arriba, como quien saluda por compromiso a un viejo enemigo. Le pregunté por el libro y, antes de pedirle si podía echarle un vistazo, introdujo la mano bajo el mostrador. Sin mediar palabra golpeó con el libro la madera carcomida del mostrador. A continuación, con otro gesto de su cabeza y mordiendo el caliqueño me invitó a hojearlo. Así lo hice. Solamente tuve que pasar algunas páginas para darme cuenta de que valía la pena comprarlo. Le pregunté el precio. La vocecilla aguda y rasposa del tipo me contestó: 15. Después mordió intensamente el puro retorcido, como si se lo fuesen a quitar de la boca. Me lo llevo, le dije. Pagué con un billete de 20 euros y cuando me dio los 5 del cambio me atreví a decirle: Menos mal que alguien ha tenido el valor de hacer algo; tiene muy buena pinta este libro. El estanquero, que en ningún momento dejó de mirarme, sin decir ni pío, escupió el humo de la última calada y estrujó sobre un cenicero el medio puro retorcido que todavía le quedaba por fumar. Parecía que le hubiese mentado a la bicha. Entonces caí en la cuenta de que aquel tipo tan desagradable debería ser el heredero del afortunado al que le concedieron el estanco, allá por los años 40. Cogí el libro y, al salir, noté los ojillos de hurón sobre mis espaldas, como bayonetas de máuser.
Enfilé, triste, camino hacia Zaragoza. Mi viaje por las tierras ásperas del Campo de Belchite me había tocado en el alma. Necesitaba esparcirme. La noche en que llegué a Zaragoza se representaba “Hamlet “en el teatro de la ciudad. Compré una entrada. Siempre he visto al príncipe Hamlet como el primer romántico de la Historia. Cuando el joven Hamlet escucha desde ultratumba la voz grave del espectro de su padre asesinado, siempre me da por pensar en la justicia que reclaman los muertos olvidados. El destino nunca nos falla. El destino siempre provee. Como en el drama de Shakespeare, siempre habrá un Horacio que explique al mundo lo que ocurrió.
Así pensaba al caminar por las primeras calles de Belchite nuevo. Arcos en portales blancos de casitas blancas unifamiliares alineadas en cuadrículas rodeando la iglesia del pueblo y la plaza mayor. Viviendas muy al estilo de las colonias mineras de principios de siglo XX, pero con un aspecto más confortable y habitable. Vi banderitas españolas colgadas de las farolas. Algunas calles estaban cerradas con portalones de hierro con los que se cierra el paso a los toros del encierro. Todavía olía a boñiga y a pólvora de traca. Habían sido fiestas mayores, en pasado, porque al caminar solo oía el “eco de mis pasos huecos en la soledad”, como diría Espronceda. Nadie, hasta llegar a la Plaza Mayor. Allí, por fin, algo de humanidad: cinco bares acogían decenas de parroquianos que empezaban a calentar motores y combatían los restos de la resaca de la noche anterior con las primeras cervezas de la tarde. Efectivamente, ¡Belchite estaba de fiesta! Lo cual me alegró, sobre todo después de mi visita al pueblo viejo. Fue algo así como creer, por un momento, que el presente de este pueblo vive por fin la paz, la tranquilidad, la alegría y las ganas de festejar.
Decidí, yo también, tomar una cerveza, así es que me senté en la barra del bar que me pareció más animado. No sé si fue por mi sombrero, o por el abrigo, o por el bolso colgado, en fin, por mi aspecto, que a mi lado se sentó un joven solitario, completamente borracho quien, después de mirarme de arriba abajo, me preguntó. ¿Y tú de dónde vienes? No le hice caso con la esperanza de que desistiese en su intención por darme conversación. Le pedí al camarero una caña bien echada, con dos dedos de espuma. El joven beodo insistió ¿Que de dónde vienes? Después de mojarme el bigote con la espuma fresca de la cerveza le contesté por fin: De lejos, de muy lejos. ¿Y a qué? Volvió a preguntar el muchacho, mirando bizco, muy fijamente mi sombrero. He venido a recordar, a ver el pueblo viejo. El chico escuchó atento mi respuesta, encendió con grandes dificultades un cigarrillo y, después de echarme a la cara el humo y el aliento insoportable, me espetó: Están vivos, todos vivos, por la calle, andando por la calle, hasta en casa de la Domi. Mi incomodidad se tornó en enfado. Después de las horas que había vivido, solamente me faltaba, para rematar la faena, un borracho imbécil. Le pedí al camarero que me cobrase y cuando me dio el cambio (los camareros están siempre con la antena puesta) me dijo: Aquí tiene el señor; su amigo se refiere al libro. Yo no tengo aquí ningún amigo, respondí muy digno y, lo reconozco, un tanto borde. Perdone, el muchacho intentaba decirle que han publicado un libro sobre Belchite viejo en donde aparecen las gentes del pueblo de antes de la guerra, caminando por las ruinas de ahora; es un montaje muy bueno que han hecho unos historiadores de Zaragoza; por eso dice que están vivos. Me sentí culpable por haber despreciado a aquel joven por el solo hecho de estar borracho. Yo, uno de los más conocidos borrachos del país, que ha ahogado siempre sus contradicciones y su miseria moral en alcohol, no era el más indicado para juzgar a aquel muchacho. Saqué el monedero, puse un billete de cinco euros sobre la barra y le invité a lo que quisiera. Me echó el brazo al hombro y me dio las gracias con gran alborozo. ¡Coñá!, pidió casi cantando, y de un trago se bebió la copa. Mientras mi nueva amistad miraba la copa vacía buscando en su interior el momento del big bang, le pregunté por el lugar donde podría comprar aquel libro. ¡Tabaco! Dijo. Pero si ya estás fumando. ¡Tabaco, coño! ,gritó, mirando al suelo y levantando la mano. El estanco, se refiere al estanco; allí es donde puede usted comprar el libro, terció de nuevo el camarero quien, muy amablemente, me dio señas sobre donde se encontraba. Después de ser abrazado y zarandeado tres veces por mi amigo, salí del bar. El estanco estaba a pocos metros, así es que, antes de entrar, quise conocer un poco mejor el pueblo.
Caminé unos minutos hasta dar con el Ayuntamiento y, justo enfrente, en pleno centro de la Villa, vi, como en una pesadilla, como si el borracho fuese yo en el clímax de un delirium tremens, el yugo y las flechas falangistas en hierro colado, de unos 3 metros de largo por 1,5 de ancho, rampantes, descarados, hirientes, colgados de una de las fachadas principales del pueblo. Creo que estuve parado, totalmente quieto, ante aquel enorme símbolo, un par de minutos. Alrededor de mí cantaban canciones obscenas los mozos de las peñas. Un tiovivo daba la lata. El charlatán de la tómbola regalaba a una señora un despertador matamosquitos y lo proclamaba a los cuatro vientos. Unos niños corrían carreras de sacos. Me dispuse, en medio de aquel barullo, a fotografiar aquella afrenta a la memoria y a la dignidad. Pero me di cuenta en seguida de que no todo era algarabía y fiesta porque, justo a mi izquierda, unos tipos fumaban tranquilos, sentados sobre un poyete, sin decir ni pío y sin otra cosa que hacer que observar al forastero del sombrero: me vigilaban. Tuve miedo, guardé la cámara y volví tras mis pasos en busca del libro, para poder desaparecer cuanto antes de aquellas tierras.
Al entrar en el estanco no vi a nadie. Esperé unos segundos y me pareció escuchar un leve siseo. Provenía de un mostrador desconchado que se encontraba a la derecha del que había frente a la puerta de entrada. Detrás del mostrador, parapetadas, las cabezas amoñadas de dos viejas muy viejas cotilleaban, seguramente, sobre el pasado y sobre sus muertos. Al poco, fumado un caliqueño retorcido y maloliente, apareció el estanquero. Sería el hijo de una de aquellas viejas. Un tipo calvo, sesentón, con bigote de morsa empajado de nicotina en la raíz, bajito y muy delgado. Llamaba la atención la falta de cejas sobre los ojillos de hurón. Fumaba insistentemente, con ansia pausada, estudiada, experimentada. No tardó ni un segundo en mirarme fijamente por encima de las gafitas que se sostenían milagrosamente en la punta de la nariz y en preguntarme qué deseaba, sin dejar de chupar el puro, sin hablar, sólo moviendo la cabeza hacia arriba, como quien saluda por compromiso a un viejo enemigo. Le pregunté por el libro y, antes de pedirle si podía echarle un vistazo, introdujo la mano bajo el mostrador. Sin mediar palabra golpeó con el libro la madera carcomida del mostrador. A continuación, con otro gesto de su cabeza y mordiendo el caliqueño me invitó a hojearlo. Así lo hice. Solamente tuve que pasar algunas páginas para darme cuenta de que valía la pena comprarlo. Le pregunté el precio. La vocecilla aguda y rasposa del tipo me contestó: 15. Después mordió intensamente el puro retorcido, como si se lo fuesen a quitar de la boca. Me lo llevo, le dije. Pagué con un billete de 20 euros y cuando me dio los 5 del cambio me atreví a decirle: Menos mal que alguien ha tenido el valor de hacer algo; tiene muy buena pinta este libro. El estanquero, que en ningún momento dejó de mirarme, sin decir ni pío, escupió el humo de la última calada y estrujó sobre un cenicero el medio puro retorcido que todavía le quedaba por fumar. Parecía que le hubiese mentado a la bicha. Entonces caí en la cuenta de que aquel tipo tan desagradable debería ser el heredero del afortunado al que le concedieron el estanco, allá por los años 40. Cogí el libro y, al salir, noté los ojillos de hurón sobre mis espaldas, como bayonetas de máuser.
Enfilé, triste, camino hacia Zaragoza. Mi viaje por las tierras ásperas del Campo de Belchite me había tocado en el alma. Necesitaba esparcirme. La noche en que llegué a Zaragoza se representaba “Hamlet “en el teatro de la ciudad. Compré una entrada. Siempre he visto al príncipe Hamlet como el primer romántico de la Historia. Cuando el joven Hamlet escucha desde ultratumba la voz grave del espectro de su padre asesinado, siempre me da por pensar en la justicia que reclaman los muertos olvidados. El destino nunca nos falla. El destino siempre provee. Como en el drama de Shakespeare, siempre habrá un Horacio que explique al mundo lo que ocurrió.
Vuelvo mañana.
La foto no es mía, pero es real. Yo he visto exactamente la misma imagen, en persona, el pasado septiembre del año 2008. Corresponde exactamente al mismo edificio que vi y que no me atreví a fotografiar.
La foto no es mía, pero es real. Yo he visto exactamente la misma imagen, en persona, el pasado septiembre del año 2008. Corresponde exactamente al mismo edificio que vi y que no me atreví a fotografiar.
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