El miedo y el amor no solamente mueven el mundo, sino
que a menudo aparecen como un mismo ser,
igual que siameses unidos por la espalda.
Entre uno y otro no hay paradoja posible. Viven en perfecta simbiosis. Ambos se complementan y se nutren del mismo alimento. Por eso, la tarde en que me enamoré
se me instaló en el alma un miedo desconocido y eterno, frente al que no
hay solución, porque es directamente
proporcional al amor que siento.
Padres y madres
se convierten en personas diferentes a las que eran antes de traer un hijo al
mundo, porque desde el momento en que lo
son, el miedo les abduce y un temor
irracional y salvaje, propio de bestias, que jamás resuelven, conduce toda su
existencia, por mucho que establezcan alrededor de su vástagos un muro de prevenciones inútiles. Cuanto más quieren a sus hijos, más
miedos acumulan.
Sin embargo, quienes
más saben sobre el miedo y el amor no son los padres, ni las madres, ni los
amantes apasionados, ni siquiera los obispos, y tampoco los mineros, los
soldados o los toreros. Quienes más saben
del amor y del miedo son los poetas y los políticos. Los primeros porque, mientras escriben en la fiebre
inspirada, padecen a diario sobre sus espaldas el peso acechante del fracaso, aunque, una vez finalizada la
obra, colocada en los escaparates, suelen quererse a ellos mismos más que a sus
propias madres, quienes viendo la orientación precoz de sus vidas hacia la nada, acaban sus días muertas
de miedo, porque temen que sus hijos
nunca se conviertan en hombres o mujeres de provecho. Es lo que se conoce como
la espiral del pánico.
Los políticos aprenden,
el mismo día que dejan de ser personas,
que lo esencial para el éxito de su carrera es azuzar entre sus semejantes dos emociones primarias, que son el miedo
y la esperanza. ¿Y el amor? El
amor es la herramienta. Reside en el aspecto de sus rostros y en la apariencia
de sus gestos. El amor en política es un traje obligatorio; es la palabra
necesaria; es, por ejemplo, el abrazo y
el beso a un niño en el momento apropiado, con el que expresan en una formidable
elipsis su querencia por
todos y cada uno de los habitantes de la tierra, a quienes les tiene que
llegar tan solo un mensaje. “Nadie os va a amar tanto como yo. Es más, cuidaos de
aquél o de aquélla, porque no os ama, os odia. Pero no os preocupéis, porque
yo que tanto os quiero, sacrifico mi
familia, mi trabajo y mi proyecto de
vida para poder neutralizar las consecuencias de su odio y, además, conseguiré todo lo que habéis soñado, para vosotros y
para vuestros hijos. Porque…¡¡Dios!! ¡¡Os
quiero tanto!!”.
De manera que el
miedo y el amor son los protagonistas
indiscutibles de la Historia. Durante este siglo podemos constatar esta certeza a diario. Tanto es así que
durante las últimas semanas, la utilización exhaustiva y masiva de todos sus significantes ha
generado, esta vez sí, no pocas paradojas colectivas, que yo, hombre de mente
simple, no alcanzo a entender. Estos últimos días MIEDO es una de las palabras que más han aparecido
en los medios de comunicación de masas. Miedo a Le Pen y miedo a Trump. Tan solo tres sílabas que han
tomado con gran efectividad el relevo
a otros dos fantasmas
apocalípticos contemporáneos, a saber,
el Brexit y Grecia.
Porque resulta altamente
interesante un fenómeno extraordinariamente singular, o cuando menos curioso. En apariencia, los hombres y mujeres que pueblan los Estados
Unidos de América, y los de medio mundo, vivimos un perpetuo estado de pavor; vivimos la experiencia diaria del
espanto gracias a una especie de sentencia
olímpica que nos ha condenado a una canguelo cotidiano en aras de un resultado
electoral, a través del cual un hombre
determinado dirige los destinos de su
país, el más poderoso.
La cosa es que este
tipo gobierna el mundo porque ha expresado mejor que nadie el amor hacia su
gente. De manera que, desde el pasado 20 de enero, la mayoría de estadounidenses en realidad están encantados de la vida. Sonríen
al levantarse; se dirigen al trabajo entusiasmados y confiados, porque el país
en el que viven ahora está al cuidado de aquel que más les ama, de aquel que
despejará para siempre sus miedos e incertidumbres; de aquel que mejor les ha
sabido expresar esperanza para sus vidas.
Así que, ¿de qué tenemos miedo? ¿A qué tanto
grito y tanto recelo?
El pasado domingo
7 de mayo, a eso de las diez de la noche, escuché muy nítidamente desde el
comedor de mi casa el rumor del suspiro unánime de alivio que emitimos casi al unísono
centenares de millones de europeos porque Marine Le Pen, la mujer fascista que
había llegado a la final electoral francesa, finalmente no había ganado las elecciones
presidenciales, y había quedado muy por
detrás de su contrincante, un joven guapetón, primo de nuestro Albert Rivera.
A la vista de las
semanas previas al desenlace electoral francés, el desasosiego , la inquietud y
la inseguridad que producía Le Pen entre los franceses y el resto de ciudadanos
y ciudadanas europeas, invitaba a pensar que, quizás, lo mejor hubiese sido inhabilitarla,
o ilegalizar el partido que dirige , antes que someternos, no ya las consecuencias nefastas de su hipotética
victoria, sino a ese sinvivir que nos ha ocasionado un nerviosismo colectivo
procedente de las más altas instancias demócrata-financieras, día y noche, desde tierra, mar y twitter.
Quiero decir que,
igual que Trump, esta mujer ha sabido identificar
y compartir miedos con
un número nada despreciables de hombres y mujeres libres, y además, ha sabido oxigenar
sus expectativas con esperanza; y todo, ataviada con el camuflaje eficaz de un amor próximo mucho
más convincente que el de muchos de sus
contrincantes de la primera vuelta.
Entonces. ¿A qué
tanto temblor? ¿A qué le temían los franceses?¿No
se trata de elegir libremente a quien más nos quiere, a quien mejor pensamos que nos librará de nuestros miedos? “Europa respira con alivio”, rezaba la portada de 'El Periódico' el día después. Lo correcto y preciso hubiese sido titular “Europa,
excepto diez millones de franceses, respira aliviada”.
¿Somos tan estúpidamente
demócratas que permitimos la candidatura
del mismísimo diablo? ¿Quién teme realmente al diablo? ¿Quién es el
diablo? ¿Quién maneja los hilos del miedo? ¿Dónde encontrar amor? ¿"Y la europea"?. Yo no hallo respuestas. La mayoría de mis compatriotas no creen que quien más les quiera
sea quien yo creo que más nos quiere. Es más, están mayoritariamente convencidos del amor que les profesa quien les roba a manos llenas. Y
no parece que la cosa vaya a cambiar, porque a quien temen es, precisamente, a quien más les quiere,
aunque, a la vista de los resultados, es
quien peor expresa el amor. Eso sí, tienen más miedo a Le Pen y a Trump que los
propios americanos y franceses.
En casos así,
cuando las preguntas se quedan sin respuesta y, desorientados, seguimos a la búsqueda de soluciones, no hay nada como echar mano de los grandes
optimistas, como por ejemplo Franz Kafka, quien decía que “es una vieja costumbre mía no permitir que las impresiones duras,
dolorosas o alegres se dispersen benéficamente por todo mi ser en cuanto han
alcanzado su pureza suprema, sino enturbiarlas y ahuyentarlas con impresiones nuevas, imprevistas y
débiles. No es mala intención de causarme daño a mí mismo, sino debilidad para
soportar la pureza de esa impresión”.
A ver si me
aplico el cuento.
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