martes, 9 de mayo de 2017

Eros y Fobos



El miedo  y el amor no solamente mueven el mundo, sino que a menudo aparecen como un  mismo ser, igual que  siameses unidos por la espalda. Entre uno y otro no hay paradoja posible. Viven en perfecta simbiosis.  Ambos se complementan  y se nutren del mismo alimento.  Por eso, la tarde en  que me enamoré  se me instaló en el alma un miedo desconocido y eterno, frente al que no hay solución, porque  es directamente proporcional al amor que siento. 

Padres y madres se convierten en personas diferentes a las que eran antes de traer un hijo al mundo,  porque desde el momento en que lo son, el miedo les abduce  y un temor irracional  y  salvaje, propio de bestias,  que jamás resuelven, conduce toda su existencia, por mucho que establezcan alrededor de su vástagos un muro de prevenciones  inútiles. Cuanto más quieren a sus hijos, más miedos acumulan. 

Sin embargo, quienes más saben sobre el miedo y el amor no son los padres, ni las madres, ni los amantes apasionados, ni siquiera los obispos, y tampoco los mineros, los soldados  o los toreros. Quienes más saben del amor y del miedo  son los poetas  y los  políticos. Los primeros porque, mientras  escriben  en la fiebre  inspirada, padecen a diario sobre sus espaldas el peso acechante  del fracaso, aunque, una vez finalizada la obra, colocada en los escaparates, suelen quererse a ellos mismos más que a sus propias madres, quienes viendo la orientación precoz  de sus vidas hacia la nada, acaban sus días muertas de miedo, porque  temen que sus hijos nunca se conviertan en hombres o mujeres de provecho. Es lo que se conoce como la espiral del pánico. 

Los políticos  aprenden,  el mismo día que dejan de ser personas,  que lo esencial para el éxito de su carrera es azuzar  entre sus semejantes  dos emociones primarias, que son  el miedo  y la esperanza.  ¿Y el amor? El amor es la herramienta. Reside en el aspecto de sus rostros y en la apariencia de sus gestos. El amor en política es un traje obligatorio; es la palabra necesaria;   es, por ejemplo, el abrazo y el beso a un niño en el momento apropiado, con el que expresan en una  formidable  elipsis  su  querencia por  todos y cada uno de los habitantes de la tierra, a quienes les tiene que llegar  tan solo un mensaje. “Nadie  os va a amar tanto como yo. Es más, cuidaos  de  aquél o de aquélla, porque no os ama, os odia. Pero no os preocupéis, porque yo que tanto os quiero,  sacrifico mi familia, mi trabajo y  mi proyecto de vida para poder neutralizar las consecuencias de su odio  y, además,  conseguiré  todo lo que habéis soñado, para vosotros y para vuestros hijos. Porque…¡¡Dios!!  ¡¡Os quiero  tanto!!”. 

De manera que el miedo  y el amor son los protagonistas indiscutibles de la Historia. Durante este siglo podemos constatar  esta certeza a diario. Tanto es así que durante  las últimas semanas,  la utilización exhaustiva  y masiva de todos sus significantes ha generado, esta vez sí, no pocas paradojas colectivas, que yo, hombre de mente simple, no alcanzo a entender. Estos últimos días  MIEDO  es una de las palabras que más han aparecido en los medios de comunicación de masas. Miedo a Le Pen y miedo a Trump. Tan solo tres sílabas que han  tomado con gran efectividad el relevo  a otros dos  fantasmas apocalípticos  contemporáneos, a saber, el Brexit y Grecia. 

Porque resulta altamente interesante un fenómeno extraordinariamente singular, o cuando menos curioso.  En apariencia, los  hombres y mujeres que pueblan los Estados Unidos de América, y los de medio mundo, vivimos un perpetuo estado de  pavor; vivimos la experiencia diaria del espanto  gracias a una especie de sentencia olímpica que nos ha condenado a una canguelo cotidiano en aras de un resultado electoral,  a través del cual un hombre determinado dirige  los destinos de su país, el más poderoso.

La cosa es que este tipo gobierna el mundo porque ha expresado mejor que nadie el amor hacia su gente. De manera que, desde el pasado 20 de enero,  la mayoría de  estadounidenses  en realidad están encantados de la vida. Sonríen al levantarse; se dirigen al trabajo entusiasmados y confiados, porque el país en el que viven ahora está al cuidado de aquel que más les ama, de aquel que despejará para siempre sus miedos e incertidumbres; de aquel que mejor les ha sabido expresar  esperanza para sus vidas. Así que, ¿de qué tenemos miedo?  ¿A qué tanto grito y tanto recelo? 

El pasado domingo 7 de mayo, a eso de las diez de la noche, escuché muy nítidamente desde el comedor de mi casa el rumor del suspiro unánime  de alivio que emitimos casi al unísono centenares de millones de europeos porque Marine Le Pen, la mujer fascista que había llegado a la final electoral francesa,  finalmente no había ganado las elecciones presidenciales,  y había quedado muy por detrás de su contrincante, un joven guapetón, primo  de nuestro Albert Rivera.

A la vista de las semanas previas al desenlace electoral francés, el desasosiego , la inquietud y la inseguridad que producía Le Pen entre los franceses y el resto de ciudadanos y ciudadanas europeas,  invitaba a  pensar que, quizás, lo mejor hubiese sido inhabilitarla, o ilegalizar el partido que dirige , antes que someternos,  no ya las consecuencias nefastas de su hipotética victoria, sino a ese sinvivir que nos ha ocasionado un nerviosismo colectivo procedente de las más altas instancias demócrata-financieras,  día y noche, desde tierra, mar y twitter. 

Quiero decir que, igual que Trump,  esta mujer ha sabido identificar  y compartir  miedos  con un número nada despreciables de hombres y mujeres libres, y además, ha sabido oxigenar sus expectativas con esperanza; y todo, ataviada  con el camuflaje eficaz de un amor próximo mucho más convincente que el de  muchos de sus contrincantes de la primera vuelta. 

Entonces. ¿A qué tanto  temblor? ¿A qué le temían los franceses?¿No se trata de elegir libremente a quien más nos quiere,  a quien mejor pensamos que  nos librará de nuestros miedos?  “Europa respira con  alivio”, rezaba la portada de 'El Periódico'  el día después. Lo correcto y preciso hubiese sido titular “Europa, excepto diez millones de franceses, respira aliviada”. 

¿Somos tan estúpidamente demócratas  que permitimos la candidatura del mismísimo  diablo?  ¿Quién teme realmente al diablo? ¿Quién es el diablo? ¿Quién maneja los hilos del miedo? ¿Dónde encontrar  amor? ¿"Y la europea"?.  Yo no hallo respuestas. La mayoría de mis  compatriotas no creen que quien más les quiera sea quien yo creo que más nos quiere. Es más, están mayoritariamente  convencidos  del amor que les profesa quien les roba a manos llenas. Y no parece que la cosa vaya a cambiar, porque a quien temen  es, precisamente, a quien más les quiere, aunque, a la vista de los resultados,  es quien peor expresa el amor.  Eso sí,  tienen más miedo a Le Pen y a Trump que los propios americanos y  franceses.

En casos así, cuando las preguntas se quedan sin respuesta y, desorientados, seguimos a la búsqueda de soluciones,  no hay nada como echar mano de los grandes optimistas, como por ejemplo Franz Kafka, quien  decía que  “es una vieja costumbre mía  no permitir que las impresiones duras, dolorosas o alegres se dispersen benéficamente por todo mi ser en cuanto han alcanzado su pureza suprema, sino enturbiarlas y ahuyentarlas  con impresiones nuevas, imprevistas y débiles. No es mala intención de causarme daño a mí mismo, sino debilidad para soportar la pureza de esa impresión”. 

A ver si me aplico el cuento.

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