De un tiempo a
esta parte lo que más me gusta del verano son sus últimos días. Una vez
liquidadas las vacaciones y asumida como dócil
vasallo la imposición laboral, me aferro a las primeras lluvias y al primer descenso de las temperaturas para sentir
una reconfortante sensación de
limpieza mental o espiritual, una
impresión de ligereza o de futilidad corporal que cuestiona la materialidad del sobrepeso adquirido a base de una rigurosa
dieta estival, basada principalmente en
el gintonic con pepino, el rioja cosechero y la cerveza bien fría.
Es como acostarte
en la medianoche canicular y ser
sorprendido pocas horas después, en el
silencio tentativo de los sueños, por un
soplo de aire fresco que contra todo pronóstico se mantiene constante hasta
aniquilar por completo el bochorno, y
que nos obliga a acurrucarnos bajo la
sábana olvidada en un gesto de placer y de alivio.
Si en la noche
siguiente se produce el mismo fenómeno, yo me siento como el pecador absuelto
que regresa de las llamas del
infierno, como el esclavo liberado del
sudor gratuito y, entonces, camino por la vida durante varios días redimido de la calima, liviano, mirando despreocupado el cielo, luciendo una media sonrisa estúpida que se enfrenta sin pudor a la objetiva iniquidad circundante.
No sé si algo
tendrá que ver con todas estas impresiones -tan mías y particulares -con otro
tipo de bochorno que me ahoga y me deja tirado sobre al suelo en busca de un
poco de frescor. Se trata de la ya
pesada, insoportable y asfixiante humedad tropical que provoca el llamado
desafío independentista catalán y que se impregna pegajosa sobre la piel como ese sudor invisible que no fluye,
fruto de la poca higiene y de la climatología canicular, que hiede insoportablemente a pedo de mofeta.
Una de las pocas virtudes que se le pueden otorgar al
franquismo es que nos curó durante unas décadas del sentimiento patrio. Fuimos tan
extraordinariamente tontos, dóciles y al mismo tiempo -y sin saberlo -hábiles,
que tras la muerte de Franco conservamos
la bandera y el himno que representa y
recuerda a diario la ignominia de los
40 años de tiranía fascista. Quizá esa
fue una de las causas por las cuales la gran mayoría de españoles no hemos
desarrollado el sentimiento patriótico
y nacional y no experimentamos más que
repulsa, asco o indiferencia ante la presencia de los símbolos que nos dejaron en herencia el
dictador y sus herederos. Si además, como yo, uno es hijo de emigrantes, la
inmunidad contra las emociones irracionales y perversas hacia
todo lo que contagie los síntomas de la conciencia de identidad nacional
está asegurada.
Se podría decir
que hemos caminado durante unos cuantos
años de modo parecido a como yo camino ahora en estos últimos días de este verano, etéreos, ingrávidos, casi levitando sobre la tierra que pisamos sin dejar más huella que la
que nos dirige a los recuerdos de nuestra infancia, nuestra única y verdadera
patria.
Pero eso se acabó
porque, años después, cuando todo parecía indicar que los vientos alisios de la experiencia democrática nos
proporcionarían un estado de microclima
benigno, resulta que el sofoco del bochorno patriotero
y pegajoso se ha apoderado nuevamente de
nuestros días.
Anticiclones y
borrascas han dejado paso a una depresión profunda de carácter marcadamente fascistoide que se forma de la evaporación de las ideas y
de los valores, cuyo producto es una pertinaz sequía intelectual, el miasma político o el bochorno ético y moral, pruebas irrefutables
de que ya padecemos las consecuencias de un cambio climático que parece irreversible.
De ahí que, por
momentos, el agobio debido a la falta de un
poco de aire fresco se hace insufrible. Y lo peor es que a la vista de las isobaras de la realidad, no se prevén cambios del tiempo a medio plazo. Nos
encontramos, casi sin darnos cuenta, en
una zona de clima extremo, en la misma latitud en la que se ubican otros países
lejanos a los que siempre hemos mirado con desdén. Porque solamente hay dos opciones, o el Monzón catastrófico
o la
sequía inmisericorde; o ser
español o ser catalán. Mejor dicho, o ser nacionalcatólico español, o ser
nacionalcatólico catalán.
Nadie propone otras disyuntivas un poco más
templadas, algo más acordes con nuestra situación con respecto al Ecuador, como por ejemplo, o eres honrado o eres corrupto; o eres justo o eres inmoral; o
estás con lo que explotan o estás con los explotados; o la riqueza para unos
pocos, o la riqueza distribuida entre todos…
Y mira, yo ya no
puedo más. Por eso me quedo con ese airecito tan rico que esta mañana me ha
despertado después de la tormenta y que
ha provocado que mi amor se arropase con la bandera de mi patria y que envuelta en ella se abrazase a mi
espalda buscando el calor de mi cuerpo.
9 comentarios:
Mis patrias son mis pensamientos. Mis vidas son mis amores.
Un beso, Ester
¿De verdad?
Celebro el cambio
No te confundas...
No, Ester, creo que la que estás confudida eres tú ;)
O has escrito esa frase para quedar bien, porque crees que puede resultar poética, o en realidad tienes doble nacionalidad.
Te lo digo porque el nacionalismo o el patriotismo o el sentimiento exacerbado de identidad nacional es absolutamente antagónico con ella
Un abrazo
No escribo para quedar bien. Lo que creo ha sucedido es que estaba inmersa en mis narraciones y no desconecté.
Mi sentimiento patriótico no ha variado.
Otro abrazo.
Ya veo.
Entonces imagino que no te identificarás en absoluto con el texto
Entiendo el texto y respeto lo que en él apuntas pero, hoy en día, he desconectado de esta patria.
Recomiendo la lectura de "Lliures o morts" de Jaume Clotet y David de Montserrat, así como "Victus" de Albert Sánchez Piñol.
¡Como no ! ¡ Los Leni's Riefenstahl de la literatura catalana patriotera contemporánea !
Perdona, pero no me queda nada claro de qué patria has desconectado, si de esa tan sugerente y hermosa de los pensamientos o de otra igual, equivalente e igualmente perversa a la que cantan esos autores tramposos a los que citas.
Salud !
Lo discutiremos cariñosamente cuando nos veamos. ¿Te parece?
Más salud!
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