Hay días que, sea cual sea la razón, resultan especiales, al menos mientras los vivimos,
mientras somos conscientes de que los vivimos debido a cualquier detalle o
circunstancia, a una nimiedad o, por el
contrario, a causa de algún suceso trascendente que, de no ser por una capacidad súbita de apreciación, hubiesen
pasado desapercibidos, olvidados en cualquier rincón revuelto entre las
múltiples filfas que nos requieren un tiempo y un interés inmerecido de
nuestras existencias.
Sin embargo,
los días señalados ya nos encuentran alerta y hacemos todo lo posible por
cumplir debidamente exigencia social, familiar o particular acorde con la marca
diferenciada en el calendario. Elaboramos y consumimos comidas opíparas,
convocamos reuniones etílicas, cantamos, reímos, también discutimos y , en definitiva, hacemos todo lo
humanamente posible para disponernos a vivir esas jornadas de un modo
extraordinario, año tras año, cumpliendo así nuestro deber para con nuestros
afectos, nuestros compromisos y para con nosotros mismos.
Después
existen las fechas circunstancialmente sobrevenidas, aquellos números del
calendario en los que ha acaecido un hecho trágico. Entonces, todo lo que rodea
ese día y posteriores se envuelve en un halo de tristeza, pesadumbre y melancolía, nuestro gesto es de estupor, o de
incredulidad, las miradas se tornan abrazos y los
abrazos en desesperanza compartida, nos
precipitamos a una súbita depresión, surge de los más profundo una vieja y
eterna incomprensión, la maldita rabia hacia la muerte.
El día de hoy,
29 de marzo del año 2020, no debería cumplir ninguna de esas características.
De hecho, para muchos no deja de ser una molestia, una hora menos , la
adaptación a un nuevo cambio horario, la distorsión fisiológica que trastoca
las costumbres; una perturbación temporal que según cuenta la leyenda, parece
afectar a los funciones vitales de determinadas personas, a los ancianos y a
los niños (la infancia siempre es argumento ganador). De modo que no, el día de
hoy no es una fecha señalada ni digna de celebración, excepto para mí.
No se hace
preciso recordar que a partir de hoy vivimos algo más, porque la luz, poco a poco,
le gana espacios a la noche. Hoy deberíamos recordar que a nuestros hijos les
brillan los ojos como no brillaban desde más o menos las mismas fechas del
pasado año; que los atardeceres se alargan, se estiran, el cielo derrama
generosidad y esparce sus luces rescatando los matices de todas las cosas, el carácter benévolo del universo completo
sobre la especie humana en crepúsculos tardíos, en una invitación a soñar con la noche ausente o, en el peor de los
casos, con unas horas de descanso arrebujados en el recuerdo del horizonte
grana.
Porque a
partir de hoy, incluso la noche cobra luminosidad, independientemente de si hay superluna, del alumbrado urbano, o del minúsculo punto incandescente del
cigarrillo en la penumbra hogareña de los balcones.
Lo confieso. Espero
con cierta expectación cada año el día de mi cumpleaños como una especie de
prueba hacia los míos. ¿Se acordarán? ¿Habrán pensado en algún regalo? ¿Qué
tipo de regalo? ¿Seré merecedor de una
fiesta sorpresa? ¿Me quieren? ¿Me quieren lo suficiente? ¿Me quieren
como a mí me gustaría que me quisiesen? ¿Les habré decepcionado en algo? ¿Les
decepcionaría si supiesen que me hago
todas estas preguntas? Y toda una serie de cuestiones que no pienso enumerar en
su totalidad por no poner más en evidencia mi inseguridad, y que prefiero no
explorar, aunque bien sé que habitan el nicho
de innumerables páginas que, por el momento, me resisto a escribir.
Pero sí,
espero un día imaginario en el que pueda reunir en un mismo espacio a todas las
personas a las que quiero. Y espero que ese día llegue para institucionalizarlo y marcarlo en mi calendario y, lo más
importante, en calendario ajenos, como un compromiso futuro ineludible que
deberán tomar todos los que asistan y los que, conocedores de tan importante
evento, deseen añadirse. Llegado ese momento daría por proclamada mi particular
República de la Amistad, de la que su fundador, el filósofo Javier Gomá, me
nombró su presidente, aunque yo declinase modesta e hipócritamente tal nombramiento arguyendo que
entre amigos no existe ni el poder ni poderes, tan solo las leyes de la
lealtad, de la sinceridad, de la generosidad y de la tolerancia, todas ellas de
recíproco cumplimiento.
Ese tampoco
es el día de hoy, que ha amanecido tal y como indican los pasos medidos del
baile cósmico que danzan la tierra y el sol. Sin embargo, la especie humana,
insatisfecha ante la mera contemplación, goce y vivencia de la fenomenología
física , ha creído conveniente modificar esa relación íntima y eterna y
someterla a la arbitrariedad del tiempo, y la ha convertido en los prosaicos
usos horarios, concepto exclusivo que ningún otro ser sobre la tierra conoce,
utiliza o tiene el más mínimo interés en controlar y modificar porque las
existencias de todas las especies vivas son tan puras, carentes de ambiciones y
esperanzas, carentes hasta de conciencia de ser, que tan solo la tierra los
mares o los vientos son objeto de sus afanes, de sus disposiciones y de sus
vidas.
A partir de
hoy, día 29 de marzo, a la hora que salimos todos a los balcones, hermanados en
una hermosa República de Amigos, ya no distinguiremos entre el ascua de los
cigarrillos del brillo de nuestros ojos; porque a partir de hoy nos vamos a
ver, nos vamos a mirar, frente a frente, y nos abrazaremos con el nuevo
lenguaje de los aplausos que en estos de días de pandemia dejan de ser objeto de regalo para
deportistas, plumíferos, divos, divas y mocatrices y adquieren todo el sentido de homenaje sincero y catarsis colectiva,
iluminados por la nueva luz del año.
Hasta ayer
todo era sonido, un unánime grito de ánimo, estímulo y ofrenda en la oscuridad
hacia quienes se esfuerzan a riesgo de sus vidas por mantenernos a nosotros
vivos, quienes forman la primera línea de combate contra una amenaza que nos iguala desde que
somos conscientes del tiempo y de nuestro destino. Hasta ayer éramos clamor, y
hoy somos carne y ojos y manos. Ayer
éramos sombras, y hoy somos materia. Hasta ayer nuestra voz era una sospecha;
hoy somos presencia, voluntad de existencia, piel palpable, esperanza tangible.
Efectivamente,
hoy día 29 de marzo, en el año de la pandemia, el gesto insignificante de mover
un centímetro la manecilla pequeña del artefacto que gobierna nuestras rutinas,
nos alumbra y sustancia el sonido. Hoy nos vemos. Todavía no es la luz que
esperamos, la que dicen que veremos, más pronto que tarde, al final del túnel,
pero es la luz que nos muestra y nos adopta, la luz que nos comprende y con la
que nos comprendemos.
(La música que escucho ahora me eleva, me
lleva hacia el gris oscuros de las nubes que se ciernen sobre la tarde,
iluminadas por el sol que se retira al extremo opuesto de la brújula. Se da,
además, la hermosa coincidencia del campanear de la torre, que coloca el justo
y necesario colofón a los últimos
acordes de la canción.)
Sí, hay luz.
Donde había noche ahora hay luz. Es por eso que hoy, a estas horas, puedo ver un hombre fumando paseando a su
perro. No hay nadie más en la calle que un hombre fumando paseando a su perro.
Camina mirando al suelo, sujetando descuidadamente a su mascota, que olisquea
todas y cada de las esquinas de la plaza, el pie del tronco y la tierra donde
crecen los árboles, el rastro oscuro que otro congénere dejó ayer. Y pienso que ese señor no puede
pasear con su niño de la mano, ni con su amor de la mano, ni con su madre de la
mano, pero su perro le permite la
libertad de respirar durante unos minutos este aire tan limpio, tan puro y tan
silencioso que nos trae un mundo liberado de hombres.
Tras la lluvia caída a mediodía el suelo de la
plaza se ve ligeramente húmedo. Ahora una mujer
cruza apresurada de un extremo a otro cubierto su rostro con mascarilla,
bufanda y gafas de sol. Los últimos restos de sol restallan sobre los balcones
del Este y los rayos de luz que se estrellan contra los cristales de las
ventanas vivifican los perfiles
arquitectónicos, desvelando colores insospechados en las fachadas y
descubriendo el afán rutinario de algún vecino que recoge la ropa tendida.
No puede ser
verdad, me digo. No puede ser verdad. Y sin embargo lo estoy viendo. En un
extremo del tejado del bloque de pisos
que hay frente a donde yo vivo surge,
tímido, el brazo de un arcoíris que poco a poco va tomando consistencia y conciencia de su
hermosura para trazar en el cielo su curva completa y abrir
una puerta multicolor sobre las nubes oscuras que amenazan de nuevo tormenta.
El arcoíris
es objeto de especulaciones religiosas, supersticiones y designios de todo tipo. Para el pueblo
escogido de Yahveh es el sello de lacre que cierra el pacto de su dios con los
hombres en la tierra “Pongo mi arco en
las nubes y servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra. Cuando el
mundo esté enfermo y muera, la gente se elevará como guerreros del arcoiris”
Homero en la Ilíada dice que “Como un arcoíris espeluznante, Zeus envía
arqueros a los hombres mortales desde los cielos altos, un signo de guerra o
ventisca para congelar el calor del verano.” No menos halagüeño resulta Juan,
el apocalíptico, quien vio “también a otro ángel poderoso, que bajaba del cielo
envuelto en una nube, con el arcoíris en su cabeza, su rostro como el sol y sus
piernas como columnas de fuego”.
A la vista de
las posibilidades, hoy me convierto al judaísmo. Nada tan esperanzador como la curva amplia y acogedora de un bello arcoíris, tan próximo, que podría cabalgarlo
por el centro y experimentar qué se siente en una entrada triunfal, como la de
Moisés campeando con paso seguro las profundidades del Mar Rojo. Y más, si cabe,
en un día como hoy, en el que las
calles, igual que ayer y que anteayer, y que hace ya trece días, rebosan ausencias y de un silencio tan puro como el
aire que respiran ahora los perros y sus mascotas.
Confinados en
casa, a la espera agobiante de noticias, a la expectativa de un bocado de
cifras con las que cenar, intentando
ponernos a salvo de un ser vivo que no sabe que lo es, ni siquiera que existe,
aunque con la mínima energía y los mínimos recursos precisos cumple a la
perfección el cometido de todo ser vivo, que no es otro que sobrevivir y
perpetuarse. El Covid19 tampoco es consciente de la insignificancia de su
tamaño. De hecho en su tamaño estriba su poder. Sin embargo, lo ignora todo sobre sí mismo. Es posible que
esa característica, común a todos los animales, suponga otra de sus fortalezas.
De manera que
es a través de la ignorancia de su naturaleza y de su destino como el virus
se aferra a la vida. Ni siquiera puede llegar a comprender que para
seguir en el mundo necesita de otros seres de los que alimentarse. Serpientes, murciélagos, cerdos y humanos.
Hace lo que tiene que hacer según su programación genética y ha cumplido tan
exitosamente con su naturaleza y está
desarrollando tan eficazmente sus poderes que está viviendo la edad de oro de
su especie. Con grasa. El Covid19 está recubierto de grasa, se protege con
grasa.
Y es que ante esa inconsciencia ganadora, letal e inimisericorde, aparece desvelada en toda su esencia nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad de seres humanos. De poco nos sirve la conciencia de ser. Luchamos por nuestras vidas por la misma razón que el virus lucha por la suya. Frente a esa amenaza, nuestra única arma es la inteligencia, la misma que nos permite ser conscientes de nuestra muerte. La inteligencia que cura.La inteligencia que accede a los secretos microscópicos y mortíferos del virus.
Pero también la inteligencia de la unidad al rededor de quienes ejercen la alta responsabilidad de las decisiones. La inteligencia en distinguir entre quienes trabajan por nuestra seguridad de los que únicamente velan por sus intereses sectarios, aprovechando cualquier oportunidad para ocupar espacios de confianza colectiva sin haberlos ganado.
La inteligencia de la propia responsabilidad de nuestros actos en beneficio colectivo; del llanto por los que se han ido; del aplauso a los que nos curan y arriesgan su vida por nosotros; del compromiso futuro por escoger gobernantes que no desmantelen nuestra sanidad pública. La inteligencia del convencimiento en la esperanza que podemos regalar con solo una mirada a nuestros vecinos, familiares y amigos. La inteligencia del deseo de abrazo a nuestros seres queridos, y hasta la inteligencia en el placer de la contemplación de una plaza desierta bajo el silencio de un hermoso arcoíris, el mismo día en que la luz le ha ganado una hora a la noche.