viernes, 28 de noviembre de 2008

Deconstrucción


La paloma es el símbolo de la paz desde que supimos que Noé se encontró a una mordiendo con el pico una rama de olivo. Al comunicar Noé el hallazgo, todo el pasaje del Arca respiró aliviado porque en ese preciso instante se tuvo la certeza de que se podría refundar la civilización. Pablo Picasso la hizo famosa en el siglo XX. Y ahora la paloma es, definitivamente, el logotipo universal de la Paz. No hay inauguración de evento deportivo global en la que no vuelen centenares de palomas. No hay nadie que, al ver una paloma espachurrada por un coche en medio de la calle, no sienta como se espachurra un pedazo de paz, o un ángel, o la esperanza, o sencillamente, siente lástima de ver muerto, sin que nadie haya hecho algo para evitarlo, un pobre animalito que no se mete con nadie.

La rata es la alimaña por excelencia. Nadie ha podido hacer, todavía, un logotipo de ella pero se utiliza a menudo para insultar, para vejar, incluso para torturar. Los nazis comparaban muchas veces a los judíos con ella. Con unos promotores así, quién quiere utilizar una rata para nada que sea bueno. Roberto Bolaño es el único escritor que se atrevió dignificar a las ratas cuando escribió el cuento “Pepe el Rata”. El cine las ha transformado en personajes simpáticos para crear historias infantiles. Micky Mouse o el reciente Ratatouille son buenos ejemplos. Por lo visto, cuando uno es niño, las ratas caen simpáticas. Un misterio más de la semiótica al que Umberto Eco podría meterle mano.

El otro día - y esto que cuento es absolutamente real - fui testigo de una escena estremecedora. El parque de al lado de mi casa, a la salida de la hora del colegio, se llena de mamás y niños que desfogan las horas de encierro. La calle circunda el parque y es fácil ver lo que ocurre, tanto desde un lado como de otro. Algo alarmó a cuatro madres que se acercaron corriendo al asfalto de la calle. Y es que allí mismo yacían, a pocos metros una de otra, una paloma espachurrada y una rata. Una de las madres, la más valiente, se apresuró decidida a propinar una patada al cadáver de la rata, y luego otra patada más, y otra, hasta que la rata muerta quedó escondida bajo el contenedor de basuras ubicado en un chaflán próximo. Las otras tres madres recogieron con sumo cuidado, con un pañuelo, su pañuelo, el cuerpo sin vida de la paloma. La imagen resultaba, en verdad, estremecedora porque el cuello descoyuntado de la paloma colgaba en péndulo mortal hacia la tierra formando una curva frágil y misteriosa. Las tres mamás dispusieron el cuerpo de la paloma bajo una encina del parque y la cubrieron con cuidado con unos papeles de periódico.

Y yo que vi aquello sentí un fuerte sentimiento solidario hacia la rata, aunque la imagen última de la paloma muerta me dejase medio noqueado. Sin embargo paloma y rata son animales muy parecidos. Les diferencia las alas, las patitas, los dientes… o sea la forma, les diferencia cómo se presentan ante el mundo. Por lo demás, ambas se mueven por el mundo repletas de bichos desagradables, son invasivas, se ultra reproducen, y ocasionan en las ciudades un sinfín de problemas sanitarios y de toda índole. Aún así, los papás y las mamás acuden a las plazas provistos de gramíneas variadas, acompañando a sus hijitos, para que pasen unos minutos dando de comer a palomas. Nos parecería totalmente inaudito hacer lo mismo con ratas. Aunque hay quien tiene otro tipo de ratas en casita, pero estas son muy blancas, más burguesitas, no tienen el aspecto lumpen ni la fama de las de cloaca.

A mí me da la sensación de que la diferencia de percepción entre una alimaña y otra estriba en las alas. Una viene del cielo, la otra de las cloacas. Una caga desde el cielo, y te mancha y te enfadas y luego lo explicas divertido. La otra se caga en la tierra, y la odias por ello. Una destroza una catedral gótica con sus excrementos, pero como forma parte de la imagen que tenemos de las catedrales, pues nos parece perfecto. La otra muerde los cables de la luz, y te monta un cortocircuito y te deja sin partido un domingo. La rata contagia la peste y la paloma, tan alada, tan indefensa, tan inocente, transmite peligrosas enfermedades. Una bandada de palomas, cruzando el cielo de la ciudad, nos fascina y nos asombra. Una recua de ratas retozando en cualquier plaza sería motivo de dimisión del alcalde de turno. El cielo marca la diferencia. Las alas son el valor, nos ofrecen la imagen de libertad. Las alas crean el símbolo y las alas son la potencia de la marca, el elemento fuerte a destacar. En realidad estamos ante la dialéctica cielo versus tierra. O mejor, cielo versus infierno. Por eso también nos quedamos embobados con las gaviotas, que al fin al cabo son ratas, pero marineras, mejor dotadas físicamente, más grandes, para poder aguantar los embates del mar. La gaviota arrastra una pesada carga: es para algunos poetas metáfora , símbolo y alegoría de la muerte, pero eso la gran mayoría no lo sabe, y si lo sabe lo obvia, porque prevalece en ella la belleza del vuelo, la silueta blanca de alas angulosas sosteniéndose entre los siete vientos marinos ante el cielo azul.

Son como son, así se muestran, según les dicta y les ha creado la naturaleza, la evolución. Y nosotros las cargamos de significado. Y preferimos a unas y despreciamos a otras en función de abstracciones que se han ido metiendo en nuestras cabezas a lo largo de la Historia. Por eso Bono no me engaña, porque es rata, y qué. Y tampoco Esperanza Aguirre, rata que abandona el barco, y qué. O Jorge Fernández Díaz, rata, y qué. O Aznar, Acebes, Zaplana, reyes de las ratas, y qué (¡Cuánto les añora ZP!). Gallardón va con alas, y no me fío, no sé a qué atenerme. No sé si va de paloma, o de rata que se camufla de paloma, o de paloma que se viste de gaviota . Lo mismo me pasa con la niña de Rajoy, o con la Cospedal o, en estos últimos tiempos, con el mismísimo Rajoy, que se deja morder por el rey de las ratas sin decir este pico es mío. O con los otros nacionalistas, los del PNV y de CiU, que odian que les llamen conservadores pero votan a favor de colgar la plaquita de las Maravillas. Palomas, que son ratas, que son palomas. Las alas, todo el secreto está en las alas, imprescindibles en este siglo para mentir con garantías.

Vuelvo mañana

domingo, 23 de noviembre de 2008

Kohélet

Hace ya más de siete años, unos tipos de aspecto y mentalidad medievales, que interpretan de manera inquisitorial un texto considerado sagrado, escrito por hombres, destruyeron a misilazos dos esculturas monumentales que representaban a Buda. Las esculturas fueron esculpidas entre los siglos III y V, cuando el budismo era la religión imperante en la zona, en una gran roca ubicada en la región de Barmyan, en el centro de Afganistán. El mundo entero se rasgó las vestiduras y fue una prueba más, quizá la excusa definitiva, para que Occidente invadiese, sin demora, el país. Si hoy mismo me plantase en la sala del Louvre en la que se exhibe La Gioconda y, armado de un lanzallamas, disparase al cuadro unas cuantas ráfagas de fuego a la obra de da Vinci, estoy convencido de que restaurarían en Europa la pena de muerte para ajusticiarme y lavar así tan salvaje afrenta a la cultura occidental. Y más: si se me ocurriese organizar una performance libre en la plaza mayor de Madrid en la que, a la manera de los caganers catalanes, defecase en medio de la plaza y después me limpiase el culo con unas cuantas hojas del irrepetible Quijote de Cervantes, estoy seguro de que de la prisión no me libraba nadie. De hecho, ahora mismo, en España, hay 50 inmigrantes encarcelados (¡encarcelados!) por vender copias de películas y discos en una manta sobre el suelo, películas y discos que, en su mayor parte, son bodrios insoportables.

Le daba vueltas estos días a que nos hemos gastado 20 millones de euros pertenecientes a los fondos para el desarrollo y, antes, a nuestros impuestos, en pintar de colores la cúpula de la sede de la ONU en Ginebra. Se los hemos dado a Miquel Barceló, hacia al que también profeso admiración. Barceló se ha convertido, así, en el Miguel Ángel del nuevo siglo, la ONU en la Capilla Sixtina laica, y el ministro Moratinos y los contribuyentes españoles en los Sixto IV del siglo XXI. Por fin la ONU servirá para algo, aunque su utilidad tenga que ver solo con el goce estético.

Al hilo de este lamento, recuerdo (ventajas de vivir 3 vidas) que el solidario y generoso Pablo Picasso cobró de una República desarmada, en 1937, la nada despreciable suma de 250.000 francos por pintar su Guernica, (un dinerillo que hubiese ido muy bien para comprar unas cuantas balas con las que liquidar a algún generalote de Franco). Subrayo “su”, porque decir Guernica y, a continuación, decir de Picasso es nombrar una marca con sentido completo: “El Guernica de Picasso”, cuando lo que en realidad debería decirse es "El Guernica de España", o mejor, "El Guernica de la República española", que al fin y al cabo es quien lo pagó. Por la misma regla de tres hay que suponer que la cúpula de la ONU, a partir de ahora, ya no será tal porque se bautizará popularmente como la Cúpula de Barceló. Al Vaticano le salió mejor (al Vaticano siempre le sale todo mejor) porque a la celebérrima capilla se la conoce como Sixtina. Y es que un Papa es un Papa, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, el enviado de dios a la tierra. Quizá por eso se llevaba a matar con Miguel Ángel, quien se creía otro dios, más o menos inmortal.

A mí me parece que la especie humana anda desorientada sobre cual es , o debería ser, su dimensión real. Fue estupendo que descubriésemos, hace unos cuantos siglos, que dios no podía ser el centro de todo y que nosotros teníamos algo que decir. Pero de repente (de repente son 500 años: un pedo cósmico) nos hemos creí do los dioses y señores de todo porque hemos sido capaces de desarrollar ciertas habilidades plásticas e intelectuales; porque también hemos ido desarrollando, en paralelo y al unísono, nuestra disposición a la alabanza paleta, y porque, hay que decirlo, hay algunos ejemplos inigualables e irrepetibles en los que toda la especie se siente representada. Todo es, en conjunto, una especie de comunión de la vanidad, en la que, como Prometeo, le hemos birlado el puesto a dios y nos hemos sentado en su lugar, y nos lo hemos creído hasta tal punto que somos capaces de llevar a cabo, precisamente, disparates propios de dioses, estupideces que aumentan y multiplican nuestro ego colectivo reflejándonos en un puñado de genios a los que pagamos su habilidad de manera desproporcionada, ya sea con dinero o con la hiperbòlica y desmesurada admiración a través del tiempo. Música, pintura, escultura, cine, poemas, novelas… o cualquier otra actividad humana. Seguimos a los artistas como si fuesen sumos sacerdotes; recordamos a los matestros de la historia como a héroes clásicos, inmortales; entramos en museos como quien entra en el templo y protegemos obras de arte históricas de una manera casi ridícula, para su adoración, en medio de loas casi místicas y a costa de medidas de seguridad que nos cuestan a todos un potosí. Recordemos, si no, el terremoto mediático y la alarma mundial que se generó al rededor de los robos de “El Grito” de Munch o del Beato de Liébana; y la frustración general al saber que el Coloso no fue pintado por Goya. De ahí que un gobierno socialista y obrero - o socialdemócrata, como les gusta llamarse - no se ruborice cuando se gasta la friolera de 20 millones de euros en el encargo de una obra de arte que, por otra parte, pocos de nosotros- los que, en definitiva, la hemos pagado- vamos a poder contemplar en vivo. Este gobierno además, no solo no se ruboriza por ello, sino que se regocija y se reafirma en su decisión y llama analfabetos, insensibles y mamelucos a quienes la critican.

“Vanidad de vanidades, vanidad de vanidades, todo es vanidad” . Esta máxima se escribió por primera vez en otra creación humana, considerada texto sagrado: El Libro del Eclesiastés. La frase la suelta un tal Kohélet, el primer nihilista de la historia avant la letre. Yo ando ahora por esos derroteros nihilistas, harto de que nos demos tanta importancia, porque es el planeta quien nos sufre. Para alguien como yo, un romántico presumido que llegó a sucididarse delante del espejo y que vivió y gozó la época de la definitiva elevación del artista a los altares, no está nada mal. Paso a paso voy avanzando. Este siglo XXI está obrando milagros en mi.

CODA: Una de las dos veces que he ido al Gran Teatro del Liceo de Barcelona, unos jóvenes del conservatorio interpretaban un cuarteto de cuerda de Dvorak. Era una mañana estupenda, primaveral, alegre y, para aquellos muchachos, aquella era la mañana de su vida. Pero allí no se respiraba a fiesta; la atmósfera era, más bien, de examen oral dentro de un casino de provincias. Quien me acompañaba padecía de estornudos alérgicos producidos por el polen suspendido en el aire de la ciudad. Al tercer estornudo, un señor que se sentaba detrás de nosotros me tocó el hombro y me dijo, con un suspiro aristocrático de palabras indignadas, que invitase a mi acompañante a salir de la sala porque molestaba con sus toses. “Váyase a la mierda” le contesté, y entonces decidí aplaudir después de cada pausa, cuando se supone que no toca. Y cada vez que aplaudía, una parte del público me seguía, y éramos unas decenas aplaudiendo cuando no tocaba, y yo miraba hacia atrás y aquel tipo que amaba la cultura, la música y el arte me miraba con odio relamido, casi versallesco, mientras yo aplaudía a rabiar, y hasta silbaba y, de vez en cuando aullaba, entre movimiento y movimiento.

Vuelvo mañana
La versión libre de Monna Lisa que ilustra esta entrada la he encontrado en http://deihadarrak.blogcindario.com/2006/12/00521-pink-da-vinci.html

domingo, 16 de noviembre de 2008

Clase breve de filosofia obrera, y viceversa

A veces resulta tremendamente difícil cumplir con el compromiso que he adquirido conmigo mismo de escribir una entrada por semana en este blog (dichosa palabra). Me va la vida en ello porque está en juego mi existencia. Aunque he sido siempre mediocre con la pluma. Ni poeta, ni dramaturgo ni novelista. Sólo fui capaz de escribir un puñado de artículos de los que se salvan media docena. Así es que hay momentos en los que me apetece clausurar esta tercera vida mía, suicidarme por segunda vez, con armas electrónicas. Ocurre que no salen los temas, que no hay manera de ligar un par de conceptos de forma medianamente digna, y ya no digo atractiva. Y pensaba que quizá, a menudo, todo consiste en agudizar el oído, como un cazador. Que sencillamente se trata de estar al acecho para cazar al vuelo frases lanzadas al viento, inconscientemente, por alguien que, al pronunciarlas, no sabe que acaba de salvarle la vida a un triste romántico. De repente, esa frase se convierte en un cabo del que puedo estirar para desmadejar el ovillo y, así, tirando del hilo, complico un poco más las cosas, las deshago y las organizo de nuevo, tal y como yo las veo.

Como ya tengo mis años, el médico me ha recomendado hacer ejercicio ligero, caminar una horita todos los días, a mi ritmo, sin forzar la hernia. Y para amenizar la marcha, nada mejor que una radio conectada a la oreja. Oigo la voz de una mujer que explica sus viajes alrededor del mundo y su fantástica vida cosmopolita. En mitad de su relato suelta la siguiente frase: “Quien no es testigo de su tiempo es que no existe”. Detuve mi marcha súbitamente. Caminaba entonces por las calles de un polígono industrial y allí me quedé quieto, boquiabierto, con los ojos idos, mirando hacia ninguna parte. Reaccioné al oír el claxon impaciente de un camión que necesitaba maniobrar y al que estaba impidiendo el paso. Al poco retomé, paso a paso, el ritmo del paseo terapéutico. Ahora caminaba con la frasecita bailándome en la cabeza de lado a lado de las paredes del cerebro, mientras la señora cosmopolita continuaba hablando por la radio. Pero yo ya no oía nada porque seguía escuchando una y otra vez “Quien no es testigo de su tiempo es que no existe”.

Una pausa para la publicidad me libró del ensimismamiento y mi atención se centró de nuevo en el relato de lo que en la emisora se decía: uno de los bancos a los que el gobierno de un país europeo ha ayudado con 10.000 millones de euros (prestados por los contribuyentes a un interés del 0%) dice, a través de una preciosa voz, que son lo mejor de lo mejor y que vayas a guardar tus ahorros en su entidad, que te unas a ellos porque va a ser la juerga padre. Después de tan creible mensaje, un coro de voces jóvenes canta y grita de felicidad la sintonía corporativa del banco y me da por caminar más deprisa, al ritmo desenfadadamente joven y alegre del mejor banco del mundo. A los pocos metros, y todavía no sé por qué, me acordé de “La Naranja Mecánica” de Stanley Kubrik.

Finalizada la cuña publicitaria volvió la señora viajera, que se explayaba ahora en sus días y sus noches de New York, en las conexiones con la Gauche Divine barcelonesa y en los viajes tan divertidos que realizaba, en avioneta, a Roma, en compañía de los luchadores antifranquistas de Bocaccio. Aquellos, como todo el mundo recuerda, eran tiempos para la dolce vita. Entre ida y vuelta, la señora soltó esta otra frase: “En realidad, todos somos fruto de nuestro tiempo”. Y esta vez no pude permanecer en pie. Me senté, me deshice de los auriculares y desconecté la radio. Y apoyado contra la persiana sucia de un taller metalúrgico, entre el ruido de herramientas que golpeaban el acero y el olor a viruta de hierro, sentí la profunda sensación de haber dado con una de las clave de la existencia. Y empecé a preguntarme ¿Qué diablos significaba ser testigo? ¿Un testigo es aquel que mira, que está presente, o aquel que ejerce como tal, es decir, que cuenta y participa de lo que ve? ¿Existo por el solo hecho de mirar a nuestro alrededor?. ¿Es una obligación existir? ¿O sencillamente es la consecuencia lógica de nacer?. Naces y existes, y entonces ¿la existencia es algo parecido a un premio, que se gana por dar testimonio? ¿O uno es, sin más, aunque sea mudo y ciego y sordo, y así ya vale.?

Un obrero vestido de azul, manchado su traje por colores indefinibles, casi extraterrestres, levantó de repente la persiana y salió a fumar un cigarrillo. Los ojos de aquel trabajador estaban quemados y ni pestañas ni cejas los protegían, seguramente, a causa de la miles de horas que había pasado en su vida tras la soldadura electrógena. Al verme sentado allí, me ofreció un pitillo, sin demasiado interés, como en un gesto de buena educación o quizá por comprobar si yo era una presencia real. Le dije que no con la cabeza y, como todavía me encontraba en estado de postración reflexiva, el trabajador debió de pensar que buscaba comida o amparo en el polígono. Introdujo la mano en el bolsillo y me alargó un euro y me dijo que me tomase un café en la máquina del taller. Le dije que no se preocupase y, sin mediar una palabra más, a bocajarro, le solté

-¿Usted cree que es fruto de su tiempo?

El obrero, calmosamente, como el pistolero bueno de un western, le dio dos fuertes chupadas al cigarrillo y expiró el humo por la boca y por la nariz. Después, con gesto certero y gran destreza, lanzó la colilla por entre el enrejado de la alcantarilla y, mirándome muy fijamente a los ojos, con sus ojos achicharrados, sin cejas ni pestañas, me respondió.

-No hay más que verme.

Recibí la respuesta como quien recibe un disparo. Fui incapaz de seguir con la conversación. Permanecí callado mientras aquel tipo me miraba algunos segundos, entre extrañado, lastimoso y con desprecio, como quien se mira a alguien que merece indiferencia. Creo que permanecí allí sentado algunas horas hasta que, ya de noche, muerto de frío, decidí volver a casa.
En la soledad del camino, bajo la luna helada, pensaba en la ausencia de testigos del tiempo real.

Vuelvo mañana.
La obra que ilustra esta entrada es del pintor argentino Ricardo Carpani. Está en el diario electrónico "El Popular" http://www.diarioelpopular.com.ar/diario/2007/12/04/index. El diario presenta a este pintor como "comprometido con su tiempo".

lunes, 10 de noviembre de 2008

Chismorreos


Creo que ha llegado el momento de confesar ciertas verdades. Hechos conocidísimos, por otra parte, pero de necesario relato, sobre todo en estos tiempos de chismorreo electrónico en los que a la wikipedia se le da el mismo crédito que a las porteras de los portales que habité.

Conocí a Josefina una tarde otoñal en el café El Parnasillo de Madrid. Corría el año 1826, más o menos. Le acompañaba su papá. Yo, a la sazón, empezaba a frecuentar algunos garitos de la noche madrileña y a hablar con artistas, escritores, intelectuales y políticos con los que podía desahogar mi inquietud poética y social. Podía hacerlo porque ya me ganaba mi sustento. Poco antes había dejado la casa de mis padres. Salí en desbandada de Valladolid, desmoralizado y hundido, después de saber que la mujer a la que amaba era la amante de mi padre.

Así es que, ya emancipado, roto el cordón umbilical, sin oficio conocido ni sueldo que llevarme a la boca, solicité el ingreso en el cuerpo de Inspección de Voluntarios Realistas. Todavía hay quien me lo echa en cara. Aquel era un antro de la peor ralea, nunca mejor dicho. En él, tras una mesa y enfundados mis brazos por sendos manguitos de charol, atendía, los lunes los miércoles y los sábados, de nueve a dos, a los asociados, miembros del cuerpo de vanguardia de los absolutistas más reaccionarios,redomados y radicales. Yo, todo un liberal romántico en ciernes. Pero había que comer, esa era la prioridad.

Josefina era una niña mona cuya principal gracia y cualidad a primera vista estribaba en un inusitado movimiento de caderas. Al caminar, balanceaba primorosamente, de un lado a otro, como no lo sabía hacer ninguna otra mujer, el aro del miriñaque. Josefina Wetoret y Velasco - Pepita - era, además, la mujer que mejor escondía los ojos tras las plumas de la pamela en los paseos de la Villa y Corte de Madrid. Pepita hacía gala de todo tipo de habilidades: en el palco del teatro, manejaba el abanico como nadie, y en la mesa del café ofrecía, generosamente, y a quien estuviese dispuesto a admirarlo, un escote blanco y voluptuoso, señalado en su teta izquierda por un precioso y estratégico lunar carmesí. Pepita era una joya; el mejor consuelo para un joven decepcionado por el amor, atravesado por Cupido, herido de muerte en el alma, que necesitaba, más que nunca y más que nadie, del cariño y del savoir faire de la hembra más deseada, en aquella década ominosa de infausto recuerdo que asoló España.

Durante semanas siempre encontré un hueco para presentar mis respetos a Pepita. En cuanto la veía asomar por la puerta, dejaba la política, la mesa, el chinchón y el cigarro, y corría a buscar una mesa en donde sentarnos a parte, en algún rincón tranquilo, al abrigo de miradas y chafarderos. Si no era en El Parnasillo, era en las cafeterías de los teatros madrileños, siempre en compañía de su padre. Porque, sinceramente, Pepita era una moza que volvía loco al más pintado y yo fui el afortunado que se ganó la confianza del progenitor, quien, nada más soltarla del brazo, corría a jugar su partida dejándonos a solas.
Aquella niña de su papá me sorbió por completo el sentido, y cuando digo el sentido sé lo que digo. Por ejemplo, su perfume. No sé dónde lo conseguía, quién se lo vendía, ni el nombre del maestro que lo destilaba. El caso es que durante decenas de noches, al dejarla de nuevo con su padre, el señor Wetoret, y ya en la miseria gris de mi habitación, me veía obligado a someterme a mi mismo, sin freno ni descanso, al peor de los pecados en la soledad de mi mano habilidosa, porque cometía la imprudencia, cada noche, de oler de nuevo su aroma en un pañuelo rosado que dejó una tarde, presuntamente olvidado, sobre el asiento que en una de nuestras citas ocupó. Era entonces cuando, dentro de mi imaginación libidinosa, se agolpaban a una vez, en torrente tortuoso, el escote y su lunar, los ojos pintados de negro, al estilo de París; la suavidad de la piel de los brazos que, fugazmente, a veces, me dejaba acariciar; los labios carnosos, rojos, pronunciados, de dibujo perfecto, incapaces de pronunciar una frase medianamente inteligente, por entre los cuales se deslizaban los quejidos más eróticos y sugerentes que ninguna dama fuese capaz de emitir. Ya fuese para pedir otra copa, ya fuese para quejarse del calor, para alabar la frondosidad de mis patillas, o ya fuese para anunciar que ya era hora de irse a casa, Pepita Wetoret siempre gemía y gemía como nadie gemía en España, y esa promesa de suspiro carnal me la llevaba puesta en la memoria, y la rememoraba a solas en las largas, frías y húmedas noches anteriores a nuestra boda.

Porque la boda llegó. Ya han pasado la friolera de 179 años. 3 vidas enteras. (El año próximo debería celebrar las bodas de algo). Si he de ser sincero, y por qué no iba a serlo, maldita sea la hora en que se celebró aquella boda. Más allá de tres buenos revolcones – estoy convencido de que no había en toda la capital del reino, bajo las sábanas, una mujer más sabia - en los que despaché el deseo de un año de promesas perfumadas, y más allá de los tres hijos que me dio, y que crecieron huérfanos de padre, nada de todo aquello valió la pena. Yo no era hombre para Pepita Wetoret. Yo era un hombre para el mundo, un hombre enfrentado al destino. Un hombre que quería dejar huella. ¡Y una gran mierda!. Fui, al final y en definitva, un hombre patético que terminó patéticamente sus patéticos días, contemplándose ante el espejo en el único acto que me haría realmente inmortal, un estúpido y estéril disparo en la sien!. Segundos antes, Dolores, mi Dolores, me tiró a la cara todas sus cartas y cerró el portazo que propició mi estúpida venganza. No lo recuerdo bien, pero creo que al oír el disparo no volvió. Oiría también el estruendo de mi cuerpo al caer, pero no volvió. Dolores no volvió a entrar, no subió las escaleras, no vio las cartas que me devolvió, esparcidas por el suelo, ni el reguero de mi sangre serpenteando entre ellas. Si alguno de los chismosos que corrían en aquellos días, por Vergara y aledaños , o alguna portera de la Calle Santa Clara, o alguna puta del Campo del Moro ha vuelto a la vida (no tengo por qué ser el único) y sabe algo, por favor, que me informe. Ya no sé dónde buscar y necesito saber.

Vuelvo Mañana

lunes, 3 de noviembre de 2008

Flor de invierno


En el reino de España se agotan las reservas de papel, de tinta y de ancho de banda con informaciones, opiniones, chistes y ocurrencias al respecto de las obviedades regias que la reina del reino ha explicado a una periodista del Opus. ¿Qué pensaban?¿Que era una roja inédita pero contenida por el cargo?¿Que alguno de sus nietos juega con la tricotosa de la señorita Pepis y sus nietas con balones? ¿O acaso creyeron que alguna de las infantas es proabortista?...

En Somalia, desde hace una semana, descansa en paz, por fin, el cuerpo sin vida de Aisha Ibrahim Duhulow. Aisha, era una niña de 13 años que encontró el infierno en la tierra. 50 salvajes lapidaron, apedrearon su cabeza hasta la muerte. Para ello, Aisha fue previamente enterrada hasta el cuello. El delito de la niña Aisha fue haber sido violada por 3 energúmenos. La niña Aisha decidió denunciar la violación y acabó siendo sentenciada por adúltera. Pienso en los ojos de la niña Aisha en el momento de ser violada, una vez, más otra vez, más otra vez. Pienso en la niña Aisha , en la expresión de la mirada momentos antes del asesinato; me escalofría ver con sus ojos a los tres energúmenos que la violaron y que, seguro, estuvieron en primera línea, lanzando proyectiles con más fuerza, y más cerca que ninguno de los otros 47 asesinos . Más de 1.000 personas contemplaron el espectáculo y vieron como machacaron la cabeza de la niña Aisha y como quedaba sepultada por las piedras, como una flor de invierno. El infierno en la tierra.

Asha se levantaba cada mañana al amanecer con el sol rojo emergiendo del horizonte mísero, como anuncio de una nueva jornada de supervivencia. Sin llevarse nada a la boca recorría diariamente 30 kilómetros para abastecer de agua a los suyos. Si volvía sola caminaba más deprisa, por el miedo a ser asaltada por cualquier hombre del poblado. Era algo habitual. Casi formaba parte de su existencia. Lo vivió su madre, lo vivirá ella y lo vivirán las hijas de sus hermanas. Por eso siempre busca la compañía de otras mujeres. Aquel día volvía sola. Al correr había perdido casi la totalidad del agua que era capaz de transportar sobre la cabeza. Eran tres hombres, sucios, delgados, casi viejos. Primero le pidieron agua. Aisha les dio de beber. Después le pidieron que dejase el cántaro a un lado. Aisha obedeció. Uno de ellos la cogió por el cuello y la tumbó en el suelo terroso. Otro le separó las piernas. Mientras, el tercero se levantaba la túnica y, después de masturbarse unos minutos, la penetró con fuerza hasta eyacular. Pero quiso más, era el más viejo y tenía derechos. También la penetró por el ano. Aisha gritó y el hombre que la tenía cogida por el cuello le propinó un fuerte puñetazo en las costillas. Aisha volvió a gritar y los tres hombres la insultaron a gritos, muy cerca de la oreja, casi aplastando contra su cara las barbas negras, sudadas. Al poco, los tres hombres, sucios, malolientes, casi viejos, intercambiaron la posición. El que la cogió del cuello le sujetó las piernas y el que le sujetó las piernas se masturbó y, de la misma manera que el otro, la penetró hasta eyacular. La niña Aisha ya no gritaba, la niña Aisha quedó tendida sobre la tierra amarga. El hombre que faltaba por penetrarla lo hizo, eyaculó y después, con calma, restregó su pene flácido, todavía húmedo, en la cara inerte de la niña Aisha. El último hombre se colocó bien la túnica y, acto seguido, cada uno de los tres hombres bebió un buen trago de agua del cántaro de la niña Aisha, hasta dejarlo seco. Se enjuagaron las bocas con la bocamanga de la túnica y se dirigieron al poblado charlando amigablemente. Cuando la niña Aisha llegó al poblado, exhausta, herida, sin agua y sin cántaro, su marido le propinó una paliza. La niña Aisha pensó que aquella vida no era justa y que aquellos tres hombres tenían que ser castigados, así es que se fue al consejo de ancianos a denunciar lo que le había pasado. El consejo de ancianos la escuchó y le dijo que se fuese tranquila, que se haría justicia. Uno de los integrantes del consejo de ancianos era gran amigo de uno de los violadores. Éste le mandó llamar y entre los dos acordaron, a su vez, mandar llamar al marido de Aisha. El marido de Aisha escuchó de boca del anciano lo sucedido; el amigo añadió los detalles y entre risas, comentarios jocosos y alguna blasfemia, decidieron acusar a Aisha de adulterio. La pena: muerte por lapidación, como manda la tradición.

Un día antes de la ejecución, dos jóvenes del pueblo habían excavado un hoyo tan profundo como midiese la niña, desde los pies hasta el cuello. A estos jóvenes también les fue encargado al aprovisionamiento de más de un centenar de piedras de las más pesadas y afiladas, pero no tanto como para no poder manejarlas con una sola mano. El consejo de ancianos pagó al pregonero con varias raciones de mijo para que anunciase por toda la región de Kismayu la lapidación de una adúltera. Igualmente, se establecieron las prioridades y los privilegios para formar parte del pelotón de ejecución: Serían 50 hombres, entre los que se encontraban los tres violadores y toda la parentela del esposo agraviado. Aquella mañana Aisha vio el último amanecer. La ataron las manos a la espalda y la ataviaron con una sábana blanca hasta la cabeza, a modo de sudario. Después la introdujeron dentro del hoyo. Las más de 1.000 personas que allí se habían congregado se disputaban el mejor sitio. El primer golpe de piedra le abrió la ceja en dos partes. El segundo golpe de piedra le aplastó la nariz y le produjo a la niña Aisha un dolor infinito. La tercera pedrada se la propinó su propio marido, que le hizo saltar cinco piezas dentales. A continuación se lanzaron piedras a discreción, con gran alborozo de los que allí se encontraban. La cabeza de la niña Aisha quedó sepultada. El alguacil fue el encargado de retirar algunas piedras y de cerciorarse de que realmente Aisha había muerto. Al hacerlo se irguió y gritó: ¡Se ha hecho justicia! Y la multitud se disolvió. Nadie sabe donde está enterrada la niña Aisha. Fue una vergüenza para la familia. Bajo las piedras, en la desolación de una tierra agrietada, en algún lugar mísero de África, a expensas de la hiena, yace sepultada una flor de invierno.

Así podría haber sido. Ahora mismo estoy escuchando en la radio progre del país la siguiente frase: “La reina es una persona a la que, las personas que tiene cerca, tienen que proteger. La reina lo está pasando mal. La reina está desolada. La reina no puede continuar así porque caerá enferma. ”

Aisha y Sofia son dos nombres de mujer que se escriben con cinco letras. Aisha y Sofia nombran dos vidas vividas, dos realidades, dos presencias en la tierra. Estos dos nombres han generado dos noticias basadas en dos hechos: un asesinato salvaje que atañe a toda la especie humana y cuatro opiniones regias que no sorprenden a nadie. De las dos mujeres, una ha sido violada y después lapidada. A tenor de lo oido, visto y leido en los medios de comunicación españoles, Sofia es la lapidada. Digan que es demagogia.

Vuelvo mañana