jueves, 18 de diciembre de 2008
Christmas greetings
En pocos días todo habrá finalizado y recordaremos las luces quincalleras con desdén de viejos.
Al ver las cosas cotidianas con la luz natural, todo nos parecerá, en el recuerdo reciente, muy, muy antiguo. Lejano. Tan lejano que ni siquiera creeremos haberlo vivido.
Y al pensar en las próximas, experimentaremos un vértigo de tiempo que borraremos rápido para sobrevivir a los deseos y a las ambiciones que nos alentarán y nos guiarán de nuevo hacia el armario en donde aguarda paciente el espumillón, la pandereta y el buey.
Para entonces habrá pasado un año y, posiblemente, hayamos aprendido todos a ser un poco más justos
Justicia* a partir de 2009
* "Paz" tiene tres letras y es palabra monosílaba; es fácil de escribir y de decir. Unida a las palabras "en el mundo" forma la frase que mejor pronuncian las candidatas a Miss Universo.
"Amor" tiene cuatro. Es tan fácil de pronunciar y de escribir que la utiliza mucho el Vaticano y los guionistas de cine porno.
"Felicidad" es lo que sienten los banqueros y los grandes promotores inmobiliarios en estos tiempos que corren
Vuelvo mañana
lunes, 15 de diciembre de 2008
Quitameriendas
Quienes mejor conocían esta flor eran los críos del pueblo, o mejor dicho, quienes más la odiaban, porque su aparición era la señal inequívoca, el aviso, de que en pocos días dejarían de disfrutar de los juegos y de las correrías y de las largas tardes del verano al aire libre, que acompañaban de un trozo de pan de hogaza mojado en vino tinto y endulzado de azúcar. Por eso, la flor tiene el nombre de 'Quitameriendas', porque al verla se iniciaba la ineludible cuenta atrás y pronto, antes de lo que los niños se diesen cuenta, se encontraban comiéndose el pan con vino y azúcar al abrigo del fuego de la gloria, viendo como madre desplumaba una gallina en la pica de la fregadera o escuchando toser a padre mientras liaba un cigarrillo.
‘Quitameriendas’ avisaba a los niños de que la mañana se iba a unir a la noche sin tránsito alguno, y de que, más allá de la escuela y de las labores obligadas en el huerto, o con los animales del corral, tan solo les quedaba compartir un mínimo espacio familiar en el silencio del crepitar del fuego, al olor de roble quemado y, al final del día, después de la leche caliente, la cama fría e inhóspita, preludio de un nuevo día exactamente igual al anterior.
‘Quitameriendas’, le decía yo a mi amigo, era, al fin y al cabo, una herramienta pedagógica de primer orden que la naturaleza brindaba, con rigor, a los niños que crecían bajo las montañas de la Sierra de la Demanda.
Vuelvo mañana
sábado, 6 de diciembre de 2008
El tercer día
¿Qué tal Ann? Cómo han ido estos días de fiesta. Estupendo. Me alegro. ¿Yo? Yo acabo el turno mañana. Sí, New York. Estoy en el hotel. Ya sabes, me cambié del puente aéreo hace unos años y ahora me arrepiento. Qué le vamos a hacer. No, pocas novedades, lo de siempre. Pero escucha, te llamo a ver si tú averiguas algo. Encontré el otro día un papel, como una carta, sí, antes de despegar. No, no sé de quién es. Por eso te llamo, porque estoy intrigada. Le estuve dando vueltas al tema durante todo el vuelo y ahora no puedo ni dormir. Sí, chica. ¡Claro! quizá no sea nada, quién sabe, pero quería leértela para que juzgues tu misma. No, no será más que un momento. Mira, oye, oye:
viernes, 28 de noviembre de 2008
Deconstrucción
domingo, 23 de noviembre de 2008
Kohélet
Al hilo de este lamento, recuerdo (ventajas de vivir 3 vidas) que el solidario y generoso Pablo Picasso cobró de una República desarmada, en 1937, la nada despreciable suma de 250.000 francos por pintar su Guernica, (un dinerillo que hubiese ido muy bien para comprar unas cuantas balas con las que liquidar a algún generalote de Franco). Subrayo “su”, porque decir Guernica y, a continuación, decir de Picasso es nombrar una marca con sentido completo: “El Guernica de Picasso”, cuando lo que en realidad debería decirse es "El Guernica de España", o mejor, "El Guernica de la República española", que al fin y al cabo es quien lo pagó. Por la misma regla de tres hay que suponer que la cúpula de la ONU, a partir de ahora, ya no será tal porque se bautizará popularmente como la Cúpula de Barceló. Al Vaticano le salió mejor (al Vaticano siempre le sale todo mejor) porque a la celebérrima capilla se la conoce como Sixtina. Y es que un Papa es un Papa, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, el enviado de dios a la tierra. Quizá por eso se llevaba a matar con Miguel Ángel, quien se creía otro dios, más o menos inmortal.
La versión libre de Monna Lisa que ilustra esta entrada la he encontrado en http://deihadarrak.blogcindario.com/2006/12/00521-pink-da-vinci.html
domingo, 16 de noviembre de 2008
Clase breve de filosofia obrera, y viceversa
lunes, 10 de noviembre de 2008
Chismorreos
Conocí a Josefina una tarde otoñal en el café El Parnasillo de Madrid. Corría el año 1826, más o menos. Le acompañaba su papá. Yo, a la sazón, empezaba a frecuentar algunos garitos de la noche madrileña y a hablar con artistas, escritores, intelectuales y políticos con los que podía desahogar mi inquietud poética y social. Podía hacerlo porque ya me ganaba mi sustento. Poco antes había dejado la casa de mis padres. Salí en desbandada de Valladolid, desmoralizado y hundido, después de saber que la mujer a la que amaba era la amante de mi padre.
Josefina era una niña mona cuya principal gracia y cualidad a primera vista estribaba en un inusitado movimiento de caderas. Al caminar, balanceaba primorosamente, de un lado a otro, como no lo sabía hacer ninguna otra mujer, el aro del miriñaque. Josefina Wetoret y Velasco - Pepita - era, además, la mujer que mejor escondía los ojos tras las plumas de la pamela en los paseos de la Villa y Corte de Madrid. Pepita hacía gala de todo tipo de habilidades: en el palco del teatro, manejaba el abanico como nadie, y en la mesa del café ofrecía, generosamente, y a quien estuviese dispuesto a admirarlo, un escote blanco y voluptuoso, señalado en su teta izquierda por un precioso y estratégico lunar carmesí. Pepita era una joya; el mejor consuelo para un joven decepcionado por el amor, atravesado por Cupido, herido de muerte en el alma, que necesitaba, más que nunca y más que nadie, del cariño y del savoir faire de la hembra más deseada, en aquella década ominosa de infausto recuerdo que asoló España.
Durante semanas siempre encontré un hueco para presentar mis respetos a Pepita. En cuanto la veía asomar por la puerta, dejaba la política, la mesa, el chinchón y el cigarro, y corría a buscar una mesa en donde sentarnos a parte, en algún rincón tranquilo, al abrigo de miradas y chafarderos. Si no era en El Parnasillo, era en las cafeterías de los teatros madrileños, siempre en compañía de su padre. Porque, sinceramente, Pepita era una moza que volvía loco al más pintado y yo fui el afortunado que se ganó la confianza del progenitor, quien, nada más soltarla del brazo, corría a jugar su partida dejándonos a solas.
Porque la boda llegó. Ya han pasado la friolera de 179 años. 3 vidas enteras. (El año próximo debería celebrar las bodas de algo). Si he de ser sincero, y por qué no iba a serlo, maldita sea la hora en que se celebró aquella boda. Más allá de tres buenos revolcones – estoy convencido de que no había en toda la capital del reino, bajo las sábanas, una mujer más sabia - en los que despaché el deseo de un año de promesas perfumadas, y más allá de los tres hijos que me dio, y que crecieron huérfanos de padre, nada de todo aquello valió la pena. Yo no era hombre para Pepita Wetoret. Yo era un hombre para el mundo, un hombre enfrentado al destino. Un hombre que quería dejar huella. ¡Y una gran mierda!. Fui, al final y en definitva, un hombre patético que terminó patéticamente sus patéticos días, contemplándose ante el espejo en el único acto que me haría realmente inmortal, un estúpido y estéril disparo en la sien!. Segundos antes, Dolores, mi Dolores, me tiró a la cara todas sus cartas y cerró el portazo que propició mi estúpida venganza. No lo recuerdo bien, pero creo que al oír el disparo no volvió. Oiría también el estruendo de mi cuerpo al caer, pero no volvió. Dolores no volvió a entrar, no subió las escaleras, no vio las cartas que me devolvió, esparcidas por el suelo, ni el reguero de mi sangre serpenteando entre ellas. Si alguno de los chismosos que corrían en aquellos días, por Vergara y aledaños , o alguna portera de la Calle Santa Clara, o alguna puta del Campo del Moro ha vuelto a la vida (no tengo por qué ser el único) y sabe algo, por favor, que me informe. Ya no sé dónde buscar y necesito saber.
Vuelvo Mañana
lunes, 3 de noviembre de 2008
Flor de invierno
En Somalia, desde hace una semana, descansa en paz, por fin, el cuerpo sin vida de Aisha Ibrahim Duhulow. Aisha, era una niña de 13 años que encontró el infierno en la tierra. 50 salvajes lapidaron, apedrearon su cabeza hasta la muerte. Para ello, Aisha fue previamente enterrada hasta el cuello. El delito de la niña Aisha fue haber sido violada por 3 energúmenos. La niña Aisha decidió denunciar la violación y acabó siendo sentenciada por adúltera. Pienso en los ojos de la niña Aisha en el momento de ser violada, una vez, más otra vez, más otra vez. Pienso en la niña Aisha , en la expresión de la mirada momentos antes del asesinato; me escalofría ver con sus ojos a los tres energúmenos que la violaron y que, seguro, estuvieron en primera línea, lanzando proyectiles con más fuerza, y más cerca que ninguno de los otros 47 asesinos . Más de 1.000 personas contemplaron el espectáculo y vieron como machacaron la cabeza de la niña Aisha y como quedaba sepultada por las piedras, como una flor de invierno. El infierno en la tierra.
Aisha y Sofia son dos nombres de mujer que se escriben con cinco letras. Aisha y Sofia nombran dos vidas vividas, dos realidades, dos presencias en la tierra. Estos dos nombres han generado dos noticias basadas en dos hechos: un asesinato salvaje que atañe a toda la especie humana y cuatro opiniones regias que no sorprenden a nadie. De las dos mujeres, una ha sido violada y después lapidada. A tenor de lo oido, visto y leido en los medios de comunicación españoles, Sofia es la lapidada. Digan que es demagogia.
lunes, 27 de octubre de 2008
Estoy de moda
Todo habrá valido la pena si, finalmente, veo de nuevo a Dolores
domingo, 19 de octubre de 2008
El campo de Belchite (y 4). El estanquero que dejó de fumar
Así pensaba al caminar por las primeras calles de Belchite nuevo. Arcos en portales blancos de casitas blancas unifamiliares alineadas en cuadrículas rodeando la iglesia del pueblo y la plaza mayor. Viviendas muy al estilo de las colonias mineras de principios de siglo XX, pero con un aspecto más confortable y habitable. Vi banderitas españolas colgadas de las farolas. Algunas calles estaban cerradas con portalones de hierro con los que se cierra el paso a los toros del encierro. Todavía olía a boñiga y a pólvora de traca. Habían sido fiestas mayores, en pasado, porque al caminar solo oía el “eco de mis pasos huecos en la soledad”, como diría Espronceda. Nadie, hasta llegar a la Plaza Mayor. Allí, por fin, algo de humanidad: cinco bares acogían decenas de parroquianos que empezaban a calentar motores y combatían los restos de la resaca de la noche anterior con las primeras cervezas de la tarde. Efectivamente, ¡Belchite estaba de fiesta! Lo cual me alegró, sobre todo después de mi visita al pueblo viejo. Fue algo así como creer, por un momento, que el presente de este pueblo vive por fin la paz, la tranquilidad, la alegría y las ganas de festejar.
Decidí, yo también, tomar una cerveza, así es que me senté en la barra del bar que me pareció más animado. No sé si fue por mi sombrero, o por el abrigo, o por el bolso colgado, en fin, por mi aspecto, que a mi lado se sentó un joven solitario, completamente borracho quien, después de mirarme de arriba abajo, me preguntó. ¿Y tú de dónde vienes? No le hice caso con la esperanza de que desistiese en su intención por darme conversación. Le pedí al camarero una caña bien echada, con dos dedos de espuma. El joven beodo insistió ¿Que de dónde vienes? Después de mojarme el bigote con la espuma fresca de la cerveza le contesté por fin: De lejos, de muy lejos. ¿Y a qué? Volvió a preguntar el muchacho, mirando bizco, muy fijamente mi sombrero. He venido a recordar, a ver el pueblo viejo. El chico escuchó atento mi respuesta, encendió con grandes dificultades un cigarrillo y, después de echarme a la cara el humo y el aliento insoportable, me espetó: Están vivos, todos vivos, por la calle, andando por la calle, hasta en casa de la Domi. Mi incomodidad se tornó en enfado. Después de las horas que había vivido, solamente me faltaba, para rematar la faena, un borracho imbécil. Le pedí al camarero que me cobrase y cuando me dio el cambio (los camareros están siempre con la antena puesta) me dijo: Aquí tiene el señor; su amigo se refiere al libro. Yo no tengo aquí ningún amigo, respondí muy digno y, lo reconozco, un tanto borde. Perdone, el muchacho intentaba decirle que han publicado un libro sobre Belchite viejo en donde aparecen las gentes del pueblo de antes de la guerra, caminando por las ruinas de ahora; es un montaje muy bueno que han hecho unos historiadores de Zaragoza; por eso dice que están vivos. Me sentí culpable por haber despreciado a aquel joven por el solo hecho de estar borracho. Yo, uno de los más conocidos borrachos del país, que ha ahogado siempre sus contradicciones y su miseria moral en alcohol, no era el más indicado para juzgar a aquel muchacho. Saqué el monedero, puse un billete de cinco euros sobre la barra y le invité a lo que quisiera. Me echó el brazo al hombro y me dio las gracias con gran alborozo. ¡Coñá!, pidió casi cantando, y de un trago se bebió la copa. Mientras mi nueva amistad miraba la copa vacía buscando en su interior el momento del big bang, le pregunté por el lugar donde podría comprar aquel libro. ¡Tabaco! Dijo. Pero si ya estás fumando. ¡Tabaco, coño! ,gritó, mirando al suelo y levantando la mano. El estanco, se refiere al estanco; allí es donde puede usted comprar el libro, terció de nuevo el camarero quien, muy amablemente, me dio señas sobre donde se encontraba. Después de ser abrazado y zarandeado tres veces por mi amigo, salí del bar. El estanco estaba a pocos metros, así es que, antes de entrar, quise conocer un poco mejor el pueblo.
Caminé unos minutos hasta dar con el Ayuntamiento y, justo enfrente, en pleno centro de la Villa, vi, como en una pesadilla, como si el borracho fuese yo en el clímax de un delirium tremens, el yugo y las flechas falangistas en hierro colado, de unos 3 metros de largo por 1,5 de ancho, rampantes, descarados, hirientes, colgados de una de las fachadas principales del pueblo. Creo que estuve parado, totalmente quieto, ante aquel enorme símbolo, un par de minutos. Alrededor de mí cantaban canciones obscenas los mozos de las peñas. Un tiovivo daba la lata. El charlatán de la tómbola regalaba a una señora un despertador matamosquitos y lo proclamaba a los cuatro vientos. Unos niños corrían carreras de sacos. Me dispuse, en medio de aquel barullo, a fotografiar aquella afrenta a la memoria y a la dignidad. Pero me di cuenta en seguida de que no todo era algarabía y fiesta porque, justo a mi izquierda, unos tipos fumaban tranquilos, sentados sobre un poyete, sin decir ni pío y sin otra cosa que hacer que observar al forastero del sombrero: me vigilaban. Tuve miedo, guardé la cámara y volví tras mis pasos en busca del libro, para poder desaparecer cuanto antes de aquellas tierras.
Al entrar en el estanco no vi a nadie. Esperé unos segundos y me pareció escuchar un leve siseo. Provenía de un mostrador desconchado que se encontraba a la derecha del que había frente a la puerta de entrada. Detrás del mostrador, parapetadas, las cabezas amoñadas de dos viejas muy viejas cotilleaban, seguramente, sobre el pasado y sobre sus muertos. Al poco, fumado un caliqueño retorcido y maloliente, apareció el estanquero. Sería el hijo de una de aquellas viejas. Un tipo calvo, sesentón, con bigote de morsa empajado de nicotina en la raíz, bajito y muy delgado. Llamaba la atención la falta de cejas sobre los ojillos de hurón. Fumaba insistentemente, con ansia pausada, estudiada, experimentada. No tardó ni un segundo en mirarme fijamente por encima de las gafitas que se sostenían milagrosamente en la punta de la nariz y en preguntarme qué deseaba, sin dejar de chupar el puro, sin hablar, sólo moviendo la cabeza hacia arriba, como quien saluda por compromiso a un viejo enemigo. Le pregunté por el libro y, antes de pedirle si podía echarle un vistazo, introdujo la mano bajo el mostrador. Sin mediar palabra golpeó con el libro la madera carcomida del mostrador. A continuación, con otro gesto de su cabeza y mordiendo el caliqueño me invitó a hojearlo. Así lo hice. Solamente tuve que pasar algunas páginas para darme cuenta de que valía la pena comprarlo. Le pregunté el precio. La vocecilla aguda y rasposa del tipo me contestó: 15. Después mordió intensamente el puro retorcido, como si se lo fuesen a quitar de la boca. Me lo llevo, le dije. Pagué con un billete de 20 euros y cuando me dio los 5 del cambio me atreví a decirle: Menos mal que alguien ha tenido el valor de hacer algo; tiene muy buena pinta este libro. El estanquero, que en ningún momento dejó de mirarme, sin decir ni pío, escupió el humo de la última calada y estrujó sobre un cenicero el medio puro retorcido que todavía le quedaba por fumar. Parecía que le hubiese mentado a la bicha. Entonces caí en la cuenta de que aquel tipo tan desagradable debería ser el heredero del afortunado al que le concedieron el estanco, allá por los años 40. Cogí el libro y, al salir, noté los ojillos de hurón sobre mis espaldas, como bayonetas de máuser.
Enfilé, triste, camino hacia Zaragoza. Mi viaje por las tierras ásperas del Campo de Belchite me había tocado en el alma. Necesitaba esparcirme. La noche en que llegué a Zaragoza se representaba “Hamlet “en el teatro de la ciudad. Compré una entrada. Siempre he visto al príncipe Hamlet como el primer romántico de la Historia. Cuando el joven Hamlet escucha desde ultratumba la voz grave del espectro de su padre asesinado, siempre me da por pensar en la justicia que reclaman los muertos olvidados. El destino nunca nos falla. El destino siempre provee. Como en el drama de Shakespeare, siempre habrá un Horacio que explique al mundo lo que ocurrió.
La foto no es mía, pero es real. Yo he visto exactamente la misma imagen, en persona, el pasado septiembre del año 2008. Corresponde exactamente al mismo edificio que vi y que no me atreví a fotografiar.
jueves, 9 de octubre de 2008
El Campo de Belchite (3) Pueblo viejo de Belchite
Finalmente me decidí y salí, como un francotirador camuflado. Nadie dijo nunca que el diablo habita en el cielo. Si no es así, habita en el pueblo viejo de Belchite, donde marea el olor a azufre quemado y a pólvora retestinada. Todo, en ese rincón muerto del mundo, huele a madera podrida y excremento de perro; a ropa ajada y trapo sucio; a sangre cocida y viento de tormenta, a tierra embarrada antes de que le toque, ni si quiera, una gota de agua.
Muchas de las calles del viejo Belchite, no hace más de 40 años, todavía escuchaban la charla de sus gentes. De algunas chimeneas fluía el humo y los arcos recordaban al forastero la condición de Villa. Hay fotografías, datadas en 1962, que dan testimonio de que las casas integradas en el llamado Arco de de la Villa, la del padre de los Juanicos, la de Teodoro el Serranico, la de los Marines, la de Mariano Castillón y la de Trinchán, todavía estaban habitadas. Gracias al estupendo trabajo realizado por Jaime Cinca, Guillermo Allanegui y Ángel Archilla, publicado en el libro “El Viejo Belchite, la agonía de un pueblo” podemos ver hoy un ilustrativo conjunto de fotografías que demuestran que, en realidad, a Belchite le hirió la guerra y fue rematado por la rapiña, la dejadez y la voluntad aparcada de las autoridades de uno y otro bando.
En democracia nadie ha movido un dedo. Algunos políticos han intentado un par de veces la declaración de patrimonio de la Humanidad (parace ser que sin la eficaz testarudez maña con la que se ha conseguido la Expo). Se han redactado ambiciosos y prometedores proyectos en papel mojado y se ha llevado a cabo alguna restauración puntual, como la que ahora se está dando en el arco de la Villa. Nada. Así es que Belchite viejo es ahora una escombrera, el hábitat de fantasmas indigentes que se mueven a sus anchas entre montoncitos de cascotes acumulados en las calles, producidos en el derrumbe paulatino y mortecino, sordo, de las paredes de las casas. Ni un triste letrero, ni un triste plano, ni una propuesta, ni una explicación, ni una placa con tres palabras que llame la atención de centenares de visitantes que cada año se acercan a la Iglesia de San Agustín y, al poco, salen corriendo en estampida, tristes, avergonzados. Porque para pasear por el viejo Belchite hace falta valor.
Llegué por la parte norte, dejando a un lado el Arco de la Villa y con el corazón en la garganta. Había ansiado durante mucho tiempo aquel momento. Había idealizado aquel lugar. Lo coloqué en el alma hace años, como un monumento a la memoria, a la dignidad de todos los hombres y de todas las mujeres que hacemos la historia muriendo. Y matando.
Ni los pueblos hundidos en pantanos, al emerger gracias a las sequías, presentan un aspecto tan lamentable. No. Aquel no era lugar para homenajes, ni para la emoción, ni para el recuerdo. Aquel era un lugar para el apareamiento de perros, para la heroína en vena, para el refugio criminal. Aquel era un lugar del que se huye. En tiempos de paz. ¡Pueblo viejo de Belchite!.
miércoles, 1 de octubre de 2008
El Campo de Belchite (2) Lécera lacerante
miércoles, 24 de septiembre de 2008
La nevera oscura
lunes, 22 de septiembre de 2008
El Campo de Belchite (1)
martes, 9 de septiembre de 2008
La primera redacción de vacaciones
Detrás de cada historia había un lugar en el qué vivir, un modo de vida, un descubrimiento, la confesión clara y sincera de la procedencia social y geográfica del niño que se esmeraba en escribir sus andanzas o sus obligaciones de los cálidos días del verano; y quedaba también al descubierto, al trasluz de sus palabras, cómo se ganaba la vida la familia, si emigró, si emigró y además prosperó, si tenían posibles, si la prosperidad los desarraigó por completo y la familia cambió una alberca por la playa, si no les quedó otro remedio que quedarse en el pueblo , si las raices todavía latían aguardando una vuelta ansiada...
viernes, 1 de agosto de 2008
Arriba y abajo
Estoy totalmente agotado. He caminado durante 30 minutos bajo un sol inclemente entre humos de tubo de escape y espectros de ciudadanos que, pacientes, milagrosamente, disponen una pierna detrás de la otra para llegar a su destino. Sinceramente, no recuerdo en ninguna de mis otras vidas un calor como este. ¡Cómo añoro el fresquito de esta mañana, bajo los arcos de la plaza, todavía mojada por la brigada del ayuntamiento, leyendo tan tranquilo y tan agustito el periódico recién salido de la rotativa!. Hasta ahora pocas veces había hablado de la actualidad, y menos basándome en noticias de los periódicos importantes, porque las noticias de actualidad de cualquier diario importante no son más que productos diseñados para el consumo inmediato, realidades discutibles de consumo masivo. Creo que un periódico es el nacimiento diario de una determinada e interesada realidad diaria.
El caso es que casi providencialmente, cuando más apretaba el calor, me encontré en medio de la ciudad con un parque fantástico, un oasis urbano que surgió como un espejismo entre la polución, y el bochorno. Era una gran extensión verde de césped fresco salpicado de plátanos, sauces, chopos, y alguna que otra encina desorientada de sombras generosas bajo las que retozaban parejas de adolescentes desmelanados, familias sorbiendo mate y media docena de jubilados que respiraban los últimos litros de oxígeno caniculoso de su vida. Algún que otro solitario disfrutaba de una siesta espatarrada y tres o cuatro críos desfogaban energía correteando y molestando al personal, seguramente como venganza inútil hacia sus padres por haberles castigado sin la play. (Son los castigos del siglo XXI: ¡"por portarte mal te quedas sin play y te vas al parque!": Prometo escribir al respecto). Allí es donde dí con mis huesos. Allí me tumbé axhausto. En ese momento sentí que cada uno de mis ciento setentaytantos años se tomaba un descanso. Suspiré y bostecé tan fuerte que la pareja que se besaba con fruicción, sudorosa, a unos metros de mí, detuvo el morreo para mirarme primero a mi y después entre ellos y reir como rien los pavos en Enero.
Y me quedé profundamente dormido. Y mientras dormía soñé que un débil terremoto constante y sostenido movía el parque. El suelo de aquel oasis artificial, en forma de suave colina sobre el que descansaba, transmitía un gozoso masaje a todo mi cuerpo. Mi otro yo ( al soñar, entra en mi vida mi tercer yo. En cuanto a perspectivas voy bien servido) mi otro yo, decía, gozaba sin pestañear de las ondas vibradoras que desentumecían mi cuerpo dormido, como si estuviese sobre uno de esos cínicos sillones de relax que los centros comerciales ponen a disposición del consumidor estresado. Pero cuando más disfrutaba de aquel extraño fenómeno, los críos que sufrían el castigo de jugar en el parque saltaron sobre mí gritando igual que guerreros banzai en pie de guerra, danzando la famosa danza jodesiestas, y me despertaron del sueño y del descanso y, al levantarme, fastidiado, fue cuando di con el secreto, con el origen del placentero cosquilleo telúrico que me había mecido en el breve descanso. Y es que al mirar más allá del límite de la colina vi una hilera de coches circulando ordenadamente; me dio la sensació de que los coches salían del mismo vientre del parque, como si la montañita acogiese en su interior toda una batería de vehículos. Efectivamente, así era, porque para desentrañar la duda de si seguía soñando o ya estaba viviendo de nuevo la realidad, me dirigí al lugar por donde salían y entraban, sin cesar, decenas de coches de todas las marcas y colores. Había estado durmiendo sobre la hierba, a la sombra de un sauce, pero en realidad lo que había hecho era descansar sobre un parquing, sobre las mismísimas entrañas de un infierno ardiente, cerrado, asfixiante, que despedía un insoportable olor a gasolina y aceite mal quemado. No sé por qué, entoces me acordé de Dante, de la pija discoteca Barcelonesa Up&Down, de la famosa serie de la BBC Arriba y Abajo y de una noticia que esa misma mañana había leido en El Pais: la noticia titulaba"Los rayos X descubren un Van Gogh oculto en un cuadro" y el periodista cuenta que " un equipo de científicos belgas y holandeses ha redescubierto una pintura del maestro holandés Vincent van Gogh (1853-1890) oculta bajo otro cuadro durante 121 años." la noticia sigue diciendo que "los investigadores han reconstruido el retrato de una campesina, pintado hacia 1885 por el autor de Los girasoles y tapado bajo la pintura Parche de hierba. La imagen muestra un sorprendente parecido con una serie de sombríos retratos que realizó el artista en la ciudad holandesa de Nuenen, donde compuso Los comedores de patatas, terminada en 1885 y considerada como su primera gran obra."
Bajo la hierba de colores se escondía la imagen terrible de una campesina muerta de hambre. Esto es lo que me ocurre cuando me pongo a hablar de la actualidad, que la realidad me pide paso y todo queda al descubierto, y descubro mentiras hasta durmiendo bajo un sauce.
Vuelvo mañana