Para mi amigo Andrés
En mi imaginación
hay un gran espacio destinado exclusivamente a fabricar mitos. Suelo introducir
ahí la realidad para reelaborarla a
capricho, de manera que todo tipo de personas o acontecimientos se presentan
transformados ante mis ojos desprovistos de sus detalles y matices esenciales, sin conservar prácticamente nada de su aspecto
original.
Pero me da igual.
No puedo evitarlo. En ocasiones, ante la previsible entrada en mi cerebro de
nuevas figuras o eventualidades, he intentado luchar contra la idealización o
demonización con toda la fuerza de mi razón pero, o no dispongo de una fuerza
lo suficientemente vigorosa, o mi caudal racional se halla prácticamente seco.
La
cuestión es, que con la edad, y lejos de asentar tanto la percepción de la
realidad como mi madurez intelectual, esa superficie mental se ha ampliado de tal
manera que, a estas alturas de mi vida, el lugar destinado al discernimiento,
la sensatez o la objetividad es tan pequeño como el tiempo que tardo en
divinizar o denigrar a alguien.
Uno de los temas
que más frecuentemente aparecen en mi espacio mental hegemónico es el
malditismo. Soy capaz de convertir en héroes universales a escritores, pintores,
músicos, actores, escultores y artistas
de todo pelaje, siempre y cuando su obra me guste y fueran suicidas
desesperados, drogadictos impenitentes, alcohólicos cirróticos, locos de atar,
pobres de solemnidad, víctimas de injusticias, derrotados revolucionarios,
solitarios incomprendidos, misántropos deleznables o bohemios indigentes.
Del mismo modo, lanzo al estercolero, sin posibilidad de
remisión, a todo aquel artista que vista camisas con gemelos, que exprese abiertamente posiciones políticas
conservadoras, que aparezca en las revistas del corazón, que viva en mansiones
de lujo, que disponga de chófer, que no beba vino y, por lo general, que
disfrute de la comodidad y del bienestar que proporciona la fama,
independientemente de la calidad de sus obras y de si esa fama es merecida o
no.
Soy consciente de
que durante mucho tiempo me he ofrecido como diana fácil de campañas
publicitarias; víctima propiciatoria de fajas satinadas; consumidor, en
definitiva, de toda obra artística cuyo agente, editorial o marchante haya
trabajado una imagen convenientemente derrotada del autor. ¡Qué le vamos a
hacer! Uno es quien es, uno es como es, y las batallas contra la propia
naturaleza suelen resultar fracasos cruentos y dramáticos.
Sin embargo,
ahora ya no quedan malditos. Ahora publican, exponen o estrenan jóvenes
apuestos, de buena presencia, tocados con las gafas de rigor, convenientemente
aderezado su rostro de patillas variadas; jóvenes que madrugan para practicar running, cuidan su piel con cremas,
toman yogur a media tarde, beben infusiones, y se acuestan antes de la media
noche justo después de ver el último capítulo de Juego de Tronos. De modo que
la mayor parte de mis mitomanías resultan negativas porque se orientan a esa segunda especie de
artistas, es decir, los divos globales y superventas, la alta nobleza del
mercado internacional de la cultura.
Quizá, el último
de mis malditos sea Roberto Bolaño, a quien he leído con pasión, placer y a
veces con no pocas dificultades. Desde que di con “Los detectives salvajes” uno
tras otro he gozado de todos sus libros. Dejé de leerlos al finalizar la lectura de
2666. No confío en la autoría de todo lo
que esta editorial ha publicado después con el nombre del genio chileno.
La historia de
Roberto Bolaño es de sobras conocida. El escritor chileno se mantuvo siempre
fiel a su vocación, superando límites humanos más allá de lo aconsejable. Para
Bolaño, la vida era escribir y leer y el proceso de creación una misión, una batalla contra él mismo, un
enfrentamiento a vida o muerte con la realidad menos amable. Para
Bolaño escribir era -según él mismo afirmaba- “Saber meter la cabeza en lo
oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio
peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin
fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno
quiere, y los libros, y los amigos, y la comida”.
Cuando alguien
ofrece su alma a la poesía con semejante valentía yo no puedo permanecer
indiferente. Es superior a mis fuerzas.
Inmediatamente se agita mi corazón, se dilatan mis ojos, el espacio en
el que se elaboran mis mitos abre sus puertas y ya nada puede desalojar de mi
imaginación al hombre encerrado, enfebrecido, luchando contra el lenguaje,
contra los miedos, el cansancio, la frustración y el demonio de la inseguridad que aguarda a todo poeta
enfrentado a la creación, si es preciso, vertiendo su sangre.
La pasada
semana visité Blanes, una populosa
localidad costera al norte de Barcelona. Como es sabido, Bolaño recaló aquí a
mediados de los ochenta. El Ayuntamiento puso en marcha hace unos pocos años la Ruta Roberto Bolaño, una
iniciativa que me ha permitido vivir algunos momentos inolvidables.
La Ruta
Bolaño consta de diecisiete puntos correspondientes
a lugares de la ciudad que, de un modo u otro, se relacionan con la vida del
escritor. Yo estuve en tres de esos lugares. Estuve a las puertas de su casa,
en el número 13 del carrer Ample, y tomé whisky en el antiguo “Hogar del
productor” (actualmente reconvertido en restaurante), un lugar donde en la
década prodigiosa bebían vino y jugaban
al dominó y a las cartas los trabajadores andaluces de la SARFA, una empresa
textil ya desaparecida. Allí, en las mismas mesas, junto al mar, Roberto Bolaño
leía, tomaba notas y bebía hasta no poder más junto con algunos amigos que perdió
a causa de la heroína.
Y estuve, cómo
no, en el número 17 del carrer del Lloro, al que ni siquiera se le debería
llamar callejón, porque se trata de un
angosto pasaje, tan estrecho, que extendiendo los brazos uno puede tocar con la
punta de los dedos las fachadas de los edificios que lo conforman a uno y otro
lado, manchadas de grafitis sin gusto, en las que hieden bolsas de basura y orines humanos y caninos.
Y es que el
carrer del Lloro no tiene nada de atractivo. Es horrendo. En sus escasos
cincuenta metros de longitud coinciden trastiendas, aparatos de aire
acondicionado, extractores de humos, salidas de emergencia y algún que otro
portal de viviendas humildes y oscuras
que conservan todavía en su ventanas los alambres de tender la ropa. Casi al
final de la callejuela se ubica la puerta de entrada al número 17, junto a la
que el Ayuntamiento ha instalado el monolito informativo que lo identifica como
“Estudio de l’autor”, descrito eufemísticamente como “un espacio de
dimensiones reducidas, austero y sin
teléfono, donde encontró la calma necesaria para crear su universo literario”.
Allí, en medio de
aquella angostura urbana, uno no tiene
más que dar un breve vistazo alrededor para concluir que esa descripción dulcifica
hasta la exageración las condiciones en las que Bolaño escribió lo mejor de su
obra. Yo podía imaginar perfectamente al
escritor encerrado días completos en su pequeño cubículo, sin más muebles que la mesa,
la silla, un somier con su colchón, y un par de estanterías, escribiendo extasiado bajo la luz pobre de la bombilla desnuda mientras bebía sin cesar
whisky barato y fumaba compulsivamente sus cigarrillos, dejándose día a día la
salud y media vida.
Y es que –estoy convencido de ello- ese “saber
meter la cabeza en lo oscuro” al que se refería el escritor cuando definía la
vocación literaria procede de su propia realidad cotidiana, de la multitud de días
sin horas vinculados indefectiblemente al cuartucho que vio nacer a Arturo
Belano y Ulises Lima, donde, más allá de la electricidad, la única luz que
alumbraba la estancia no era precisamente la luz del día.
Permanecí en la
puerta un buen rato, hasta que llegaron dos señoras gruesas que sostenían con dificultad
el peso de la bolsa de la compra. No me miraron bien. De algún modo me hacían
saber que no les apetecía tener allí a un extraño husmeando junto a la entrada
de su casa. Especulé con la idea de que,
quizás, aquellas dos mujeres se cruzarían con Bolaño
en el portal; tuve la tentación de preguntarles pero rápidamente entraron y se
apresuraron a cerrar. Por el contrario, en aquel momento, la puerta que da
entrada a mi factoría de mitos quedó abierta y toda esa experiencia que viví en el carrer
del Lloro se introdujo como un torrente para agrandar en mi espacio mental -si cabe- la figura de uno de los escritores más originales,
valientes y honestos que ha dado la literatura latinoamericana.
Al
salir del callejón decidí dar un paseo hacia El Hogar del Productor. Allí me
senté y bebí whisky frente al mar, hasta que se puso el sol.