Desde que voté por primera vez, hace ya casi cuarenta años,
ocurre que mi organismo y mi comportamiento sufren una serie de
transformaciones que podrían ilustrarse perfectamente con una gráfica tipo
sierra, repleta de picos y de valles. Y es que durante todo el proceso, desde que se
publica la convocatoria hasta la noche
electoral, o incluso en la mañana
inmediatamente posterior, mi metabolismo
se descontrola y se somete, igual que un hipnotizado a su amo, a las nueve emociones capitales. Y la verdad,
esto es algo que me deja para el arrastre. Por eso, desde aquí,
pido por favor a cualquiera que me esté leyendo y que conozca algún libro milagroso de
autoayuda, o el buen hacer de algún psiquiatra, que me facilite los datos. Les aseguro que esto es un sinvivir.
Porque ya no
quiero ilusionarme. ¡No señor! A partir de ahora las ilusiones las buscaré en
el cine. Tampoco quiero confiar en nada que no sea la imagen matinal de mi
espejo, pura realidad, pura sinceridad, o en la mano tierna de mi amor que me lleva, me conforta y me redime. En cuanto a la
esperanza, que nadie venga ya, a estas alturas, a traerme el bálsamo de Fierabrás,
pócimas milagrosas, arreglos, formulas portentosas y martingalas inefables, porque ya no cuela.
Confío la ilusión de mi esperanza en mi gente y en la buena gente. Lo demás es
propaganda hueca.
Pero como hasta
ahora no había sido así, resulta que durante la noche electoral sufro repentinos ataques de
miedo, porque a medida que se realiza el recuento, veo claramente que ganan los
malos, y una vez más me vuelve a sorprender
la estupidez de la gente , que le regala su confianza a hombres y mujeres
ladronas, racistas, homófobas, xenófobas, oportunistas, mediocres, corruptas,
incultas, insensibles; hombres y mujeres que han demostrado sobradamente sus
intenciones a través de la trayectoria personal colectiva de sus organizaciones.
Y entonces, como consecuencia de la ira que me domina, y después de pronunciar contra las paredes una selección de los peores insultos que conozco, me rindo ante la evidencia y caigo en la cama, agotado, sumido en una profunda tristeza. A la mañana siguiente, cuando me levanto, sufro los mismos síntomas que se padecen durante una resaca. Solamente el beso de mi amor, un café bien cargado, y el tráfago cotidiano y despreocupado de la gente, con sus obligaciones a cuestas, me regala una pizca de alegría para ir tirando. ¡De verdad, que alguien me ayude, porque esto es un asco!