Al
despertar he culpado de la interrupción
del sueño al trajín de ruidos. Cada mañana es lo mismo: golpes secos de cajones de cocina al cerrarse,
tapaderas de inodoros cayendo,
ventosidades estrepitosas voceando a través del túnel del patio de luces, toses viejas de fumador, tuberías
trasegando agua caliente, un
plato sobre el mármol, la campanilla del microondas, un zapato que cae sobre el
suelo, la cerradura con su triple cerrojo, la puerta cerrándose en un temblor
sísmico de tabiques y el acero de los cables que sujetan el ascensor cimbreando en el vacío la única orden que ejercerá en esta jornada quien lo
pida cuando pulse el botón de llamada, abra la puerta del nicho fluorescente y en un golpe amortiguado de metal se cierre
tras de sí para ser transportado, sin clemencia, hacia el puesto de trabajo.
He permanecido tumbado en la cama durante unos minutos sin hacer otra cosa que escuchar el despertar del día y mirar despreocupado cada uno de los picos y los ángulos y las figuras geométricas que dibujan los desconches de pintura del techo, o intentado discernir el nombre que habría que darle al color del hormigón añejo de las paredes del patio de luces, la única vista que permite la ventana de la habitación donde duermo.
Sin embargo, a pesar de la discutible desolación de la arquitectura interior en la que me alojo (hay personas que por vivir aquí se dejarían arrancar sin anestesia un riñón), hoy he sentido una inmensa alegría. Después de pasadas algunas semanas desde que me marché, esta mañana he vivido con plena conciencia el goce de recordar que ninguna obligación me acucia, que nadie dispondrá de un céntimo de mi tiempo, por insignificante que sea; que yo y solamente yo soy el dueño absoluto, soberano e indiscutible de mi destino, de mis acciones, de mi presente y de mi futuro. Hoy he nacido a la conciencia de mi libertad gracias a las resonancias de la esclavitud. Y no me parece grandilocuente definirlo así. Diría, incluso, que repetida una y otra vez, entre solemnes fanfarrias y hondas violas, la frase podría formar parte del estribillo rimbombante de un himno emancipador.
Y así, haciendo uso de mi pleno conocimiento y en el ejercicio de mi autodeterminación, me he vuelto a dormir, hasta que agotado por las horas de sueño he despertado y al estirar el brazo para alcanzar el reloj que marcaba las horas sobre la mesita, he visto que ya se acercaba el atardecer y he confirmado, una vez más, que el tiempo no es más que otra arbitrariedad con la que se somete nuestro libre albedrío.
Me he incorporado feliz y la sequedad en la boca me ha traído el recuerdo de mis últimas horas despierto antes de ponerme a dormir. He sonreído, porque me he acordado de las manchas de aceite sobre estas hojas, el juego caprichoso al que sometí a las palabras, y la cara de pasmo del dueño del bar. Y también, por supuesto, el sabor de las aceitunas, que ahora pago con una apremiante necesidad de beber agua, tan intensa como la certeza de ser el amo de una conciencia liviana, sin lastres ajenos, liberada de toda obligación, responsabilidad o compromiso, a excepción de los que yo establezca conmigo mismo.
De hecho han sido la sed y la vejiga -que me iba a estallar- las causas principales de que me haya levantado. Además, ya no podía soportar por más tiempo el malestar que me producía la tremenda erección que me ha obligado a orinar a dos metros de distancia del retrete. A decir verdad, de no ser por los imponderables fisiológicos, seguramente hubiese seguido en la cama, dibujando caras en el techo con los desconches de la pintura; adivinando los rostros que prestan una identidad fugaz a las voces que a veces llegan hasta el cuarto procedentes de otras viviendas. O me hubiese masturbado sin pensar en nadie, sencillamente por pasar el rato, por experimentar la sensación de placer súbito que se inicia y finaliza con una breve descarga, tan exigua que antes de que pueda gozarla, la polución irrisoria ya traza su camino vientre abajo, hacia la ingle, dejando su rastro de baba en un cosquilleo inconfundible.
Y por qué no ahora. Nada ni nadie me lo impide. Estoy sólo, y tengo ganas. Me gusta tocarme, y comprobar que mi cuerpo me obedece. A veces, en las musarañas de la oficina, o en sentado el autobús de vuelta a casa, me ha dado por pensar que la sensación inmediatamente posterior al momento de correrse con una gayola debe ser muy parecida al momento de expirar. Dicen los expertos empeñados en probar que después de ésta (vida) todavía hay más, que al morir, justo en el primer instante en el que después de expeler por última vez ya no respiramos, justo después de ese trance, perdemos 21 gramos, que es lo que pesa el alma. Incluso vi una película con ese mismo título, “21 gramos”, en la que se utiliza metafóricamente esta teoría.
Yo creo que la hipótesis no va del todo desencaminada, pero necesita otra orientación, unas ligeras correcciones. Digamos que hay que ubicarla más cerca de la vida pero mirando hacia la muerte, para así, de esa manera, poder conectar los dos momentos trascendentes de la existencia. Según esta lógica que ahora planteo, un pegote de semen, el producto de una eyaculación, sería el equivalente al peso específico de la potencia de ser vivo, de hombre o mujer contenidos en él, más al peso del alma que habita en su composición que, como todo el mundo sabe, ya existe desde antes de que surja impetuosa la savia blanquecina entre espasmos y gemidos, a empellones sin control, lo cual nos hace eternos, a todos, a cada unos de los hombres y mujeres que en el mundo han sido.
Así pues, gracias a la comprobación empírica unida a una sosegada reflexión, estoy en condiciones de concluir -con ciertas garantías de no errar- que al morir, no hacemos otra cosa que pagar por lo que un día se nos dio. Morir vendría a ser como el cobro del recibo, lo que se deja por lo que se recoge, el inicio y el punto de enlace que convierte a la que pudo ser una línea recta en la rueda incomprensible de la vida. Es decir, un sencillo y primitivo trueque, tan antiguo como la primera cópula, el cambio de 21 gramos de semen por 21 gramos de alma, que es el peso aproximado que ahora mismo he perdido, o mejor dicho, que perderé definitivamente una vez que retire de mi vientre el producto viscoso de mi libertad recién estrenada.
(Mientras me doy una ducha, recuerdo el momento en que vi mi primer muerto. El día anterior había comprado “The Wall” de Pink Floyd, y escuchaba sus canciones a todo volumen, una y otra vez, en mi estéreo rutilante. Nunca había visto a nadie morir, pero ya me mataba a pajas.)
(Continua aquí)
He permanecido tumbado en la cama durante unos minutos sin hacer otra cosa que escuchar el despertar del día y mirar despreocupado cada uno de los picos y los ángulos y las figuras geométricas que dibujan los desconches de pintura del techo, o intentado discernir el nombre que habría que darle al color del hormigón añejo de las paredes del patio de luces, la única vista que permite la ventana de la habitación donde duermo.
Sin embargo, a pesar de la discutible desolación de la arquitectura interior en la que me alojo (hay personas que por vivir aquí se dejarían arrancar sin anestesia un riñón), hoy he sentido una inmensa alegría. Después de pasadas algunas semanas desde que me marché, esta mañana he vivido con plena conciencia el goce de recordar que ninguna obligación me acucia, que nadie dispondrá de un céntimo de mi tiempo, por insignificante que sea; que yo y solamente yo soy el dueño absoluto, soberano e indiscutible de mi destino, de mis acciones, de mi presente y de mi futuro. Hoy he nacido a la conciencia de mi libertad gracias a las resonancias de la esclavitud. Y no me parece grandilocuente definirlo así. Diría, incluso, que repetida una y otra vez, entre solemnes fanfarrias y hondas violas, la frase podría formar parte del estribillo rimbombante de un himno emancipador.
Y así, haciendo uso de mi pleno conocimiento y en el ejercicio de mi autodeterminación, me he vuelto a dormir, hasta que agotado por las horas de sueño he despertado y al estirar el brazo para alcanzar el reloj que marcaba las horas sobre la mesita, he visto que ya se acercaba el atardecer y he confirmado, una vez más, que el tiempo no es más que otra arbitrariedad con la que se somete nuestro libre albedrío.
Me he incorporado feliz y la sequedad en la boca me ha traído el recuerdo de mis últimas horas despierto antes de ponerme a dormir. He sonreído, porque me he acordado de las manchas de aceite sobre estas hojas, el juego caprichoso al que sometí a las palabras, y la cara de pasmo del dueño del bar. Y también, por supuesto, el sabor de las aceitunas, que ahora pago con una apremiante necesidad de beber agua, tan intensa como la certeza de ser el amo de una conciencia liviana, sin lastres ajenos, liberada de toda obligación, responsabilidad o compromiso, a excepción de los que yo establezca conmigo mismo.
De hecho han sido la sed y la vejiga -que me iba a estallar- las causas principales de que me haya levantado. Además, ya no podía soportar por más tiempo el malestar que me producía la tremenda erección que me ha obligado a orinar a dos metros de distancia del retrete. A decir verdad, de no ser por los imponderables fisiológicos, seguramente hubiese seguido en la cama, dibujando caras en el techo con los desconches de la pintura; adivinando los rostros que prestan una identidad fugaz a las voces que a veces llegan hasta el cuarto procedentes de otras viviendas. O me hubiese masturbado sin pensar en nadie, sencillamente por pasar el rato, por experimentar la sensación de placer súbito que se inicia y finaliza con una breve descarga, tan exigua que antes de que pueda gozarla, la polución irrisoria ya traza su camino vientre abajo, hacia la ingle, dejando su rastro de baba en un cosquilleo inconfundible.
Y por qué no ahora. Nada ni nadie me lo impide. Estoy sólo, y tengo ganas. Me gusta tocarme, y comprobar que mi cuerpo me obedece. A veces, en las musarañas de la oficina, o en sentado el autobús de vuelta a casa, me ha dado por pensar que la sensación inmediatamente posterior al momento de correrse con una gayola debe ser muy parecida al momento de expirar. Dicen los expertos empeñados en probar que después de ésta (vida) todavía hay más, que al morir, justo en el primer instante en el que después de expeler por última vez ya no respiramos, justo después de ese trance, perdemos 21 gramos, que es lo que pesa el alma. Incluso vi una película con ese mismo título, “21 gramos”, en la que se utiliza metafóricamente esta teoría.
Yo creo que la hipótesis no va del todo desencaminada, pero necesita otra orientación, unas ligeras correcciones. Digamos que hay que ubicarla más cerca de la vida pero mirando hacia la muerte, para así, de esa manera, poder conectar los dos momentos trascendentes de la existencia. Según esta lógica que ahora planteo, un pegote de semen, el producto de una eyaculación, sería el equivalente al peso específico de la potencia de ser vivo, de hombre o mujer contenidos en él, más al peso del alma que habita en su composición que, como todo el mundo sabe, ya existe desde antes de que surja impetuosa la savia blanquecina entre espasmos y gemidos, a empellones sin control, lo cual nos hace eternos, a todos, a cada unos de los hombres y mujeres que en el mundo han sido.
Así pues, gracias a la comprobación empírica unida a una sosegada reflexión, estoy en condiciones de concluir -con ciertas garantías de no errar- que al morir, no hacemos otra cosa que pagar por lo que un día se nos dio. Morir vendría a ser como el cobro del recibo, lo que se deja por lo que se recoge, el inicio y el punto de enlace que convierte a la que pudo ser una línea recta en la rueda incomprensible de la vida. Es decir, un sencillo y primitivo trueque, tan antiguo como la primera cópula, el cambio de 21 gramos de semen por 21 gramos de alma, que es el peso aproximado que ahora mismo he perdido, o mejor dicho, que perderé definitivamente una vez que retire de mi vientre el producto viscoso de mi libertad recién estrenada.
(Mientras me doy una ducha, recuerdo el momento en que vi mi primer muerto. El día anterior había comprado “The Wall” de Pink Floyd, y escuchaba sus canciones a todo volumen, una y otra vez, en mi estéreo rutilante. Nunca había visto a nadie morir, pero ya me mataba a pajas.)