martes, 30 de abril de 2024

Cinco días de abril

 


Adiestrados como estamos en el etiquetaje, las cosas se han puesto de tal manera que incluso en este humilde espacio, que de vez en cuando leen familiares y amigos (o eso me dicen), es necesario justificarse antes de expresar opinión política, no vaya a ser que sumariamente le encasqueten a uno sambenitos ajenos.

Esta es la cuarta vez que escribo sobre Pedro Sánchez. En las tres anteriores no he practicado ni el género de la loa, ni la redacción hagiográfica ni el masaje tailandés. Más bien todo lo contrario.

El asunto protagonizado durante los últimos cinco días de abril por el presidente del gobierno de España es lo suficientemente conocido como para que me entretenga en repetir lo que todo el mundo sabe. Soy de los que desde un inicio pronosticaron que llegados al lunes 29, Pedro Sánchez comunicaría la decisión de seguir al frente de la tarea que le encomendaron hace unos meses los españoles a través de la sede en la que se ejerce su soberanía.

Independientemente del don de la videncia con que me honraron los dioses, en mi opinión lo relevante no era la decisión que iba a tomar el presidente Sánchez.  Tanto si se quedaba como si lo dejaba, la narrativa positiva estaba de su lado. En la política contemporánea o en la Historia no se había dado nunca nada parecido. Sin embargo, estoy convencido de que todo fue calculado y diseñado a partir de la última sesión de control al gobierno, en la que el presidente supo de la incoación de diligencias de investigación contra su esposa, Begoña  Gómez, por parte de un juzgado de Madrid tras la denuncia del sindicato del crimen ‘Manos Limpias’.

Por muy contrarias que sean nuestras ideas políticas a las del secretario general del PSOE, creo que no es difícil empatizar con las sensaciones que vivió Pedro Sánchez en el transcurso de esas horas. Quien desdeñe esa posibilidad de comprensión, ya sea a Sánchez, a Núñez o al vecino del quinto, no debería llamarse humano. Estoy convencido de que la piel de los políticos, con el paso de los años, llega a asemejarse a la de los rinocerontes. Es más, a menudo podemos constatar que su sentido de la compasión o de la clemencia es inversamente proporcional a la fortaleza con que encajan todo tipo de maldades.

Quizás exagere con la imagen, pero hasta Michael Corleone, artífice y heredero de tanta muerte, ahoga el grito más desgarrador de la historia del cine ante el dolor por el asesinato de su hija, y al verlo nos estremecemos, porque es un clamor humano, comprensible, y nos interpela.

De cualquier modo, nunca sabremos hasta qué punto se vio afectado personalmente Pedro Sánchez ante el enésimo movimiento difamatorio de Manos Limpias. Probablemente nos lo podrían explicar Juan Carlos Monedero, Pablo Iglesias, Mónica Oltra, Ada Colau o los mismísimos Lula Da Silva y Antonio Costa, víctimas anteriores de esta nueva manera de hacer política, en favor de los cuales -sobre todo de sus compatriotas- ni el mismo Sánchez ni su partido dijo esta boca es mía.

Sea como fuere, creo sinceramente que el movimiento de Pedro Sánchez era muy necesario, no sé si en las formas, pero sí en el fondo. En los últimos años, el interés de las clases privilegiadas ha producido el rebrote de partidos de ultraderecha y la radicalización de carácter neoliberal de los partidos tradicionales conservadores, que poco a poco escoran su acción política hacia la destrucción  del estado del bienestar y de las mismas democracias liberales que, tal y como afirman Pedro Vallín y Javier Gomá en “Verdades penúltimas" (Ed. Arpa) nos han proporcionado la mejor época de la Historia.

Estos partidos políticos tienen tan claro sus objetivos y se dirigen hacia ellos de una manera tan decidida y determinada, que no dudan en golpear las instituciones, servirse de ellas en aras de su meta o deslegitimar a quienes consiguen el mandato de los ciudadanos tras  concurrir a elecciones y ser elegidos por los representantes de la soberanía popular.

Con ese fin crean organizaciones como “Manos Limpias”, se sirven de personajes muy poco recomendables que fabrican falsos delitos,  bloquean y controlan el poder judicial y subvencionan y se sirven de medios de comunicación que imponen un marco de debate sucio, torticero y escandaloso, cuya meta final es destruir al rival, defenestrar a quienes gobiernan legítimamente con otro signo ideológico, intoxicar la opinión pública y, finalmente, demoler socialmente el interés político y el afecto de la gente hacia el sistema democrático, del que nos alejamos, en el que no nos apetece participar porque lo que vemos es un balde rebosante de mierda.

Por todo ello, creo que a pesar de que al actuar como lo ha hecho Pedro Sánchez se ubica nuevamente en el centro de la polémica, y con independencia de su estrategia, los ciudadanos tenemos la obligación moral de aprovechar los cinco días de abril para señalar y desalojar de la vida pública, de ahora y para siempre, a quienes forman esa suerte de cadena de valor antidemocrática, gracias a la cual desean gobernar por la puerta de atrás con estrategias sucedáneas del golpismo para proteger privilegios y debilitar a la mayoría social.

Tras la aprobación de la ley de amnistía en la cámara baja (con la que no estoy de acuerdo) Aznar pidió públicamente “quien pueda hacer, que haga”.

Intelectuales, periodistas, abogados, jueces, políticos, ciudadanos… apliquémonos el cuento. Miremos la luna y no el dedo que la señala.

jueves, 4 de abril de 2024

Neuralizador (sin t), instrucciones de uso

 


El 15 de octubre de 1977, casi dos años después del entierro del dictador Franco, el Presidente de las Cortes Antonio Hernández Gil firmó la ley 46/1977 conocida como la ley de amnistía, que entró en vigor dos días después.

Gracias a esta ley, compuesta por once artículos, se amnistiaron “todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis.” También, “todos los actos de la misma naturaleza realizados entre el quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis y el quince de junio de mil novecientos setenta y siete, cuando en la intencionalidad política se aprecie además un móvil de restablecimiento de las libertades públicas o de reivindicación de autonomías de los pueblos de España.

Igualmente, la amnistía derogó toda responsabilidad penal de “todos actos de idéntica naturaleza e intencionalidad a los contemplados en el párrafo anterior realizados hasta el seis de octubre de mil novecientos setenta y siete, siempre que no hayan supuesto violencia grave contra la vida o la integridad de las personas.” Aquí, en esta última frase, late todavía la causa por la que tan sólo dos partidos políticos se negasen a votar la ley de amnistía de 1977, a saber, Euskadiko Ezquerra y Alianza Popular. No creo que sea necesario explicar por qué.

Los delitos afectados por la ley de amnistía eran los de rebelión y sedición, así como los delitos y faltas cometidos con ocasión o motivo de ellos, tipificados en el Código de justicia Militar. La objeción de conciencia a la prestación del servido militar, por motivos éticos o religiosos. Los delitos de denegación de auxilio a la Justicia por la negativa a revelar hechos de naturaleza política, conocidos en el ejercicio profesional. Los actos de expresión de opinión, realizados a través de prensa, imprenta o cualquier otro medio de comunicación. Los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley. Los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas.

El objetivo de la ley de amnistía de 1977 no era otro que el olvido colectivo de un pasado inmediato de enfrentamiento civil, más cuarenta años de dictadura, con el fin de facilitar un tiempo nuevo de concordia democrática y la construcción de una democracia liberal.

De algún modo, esa amnesia sobrevenida gracias a la ley también consagraba en el mismísimo BOE el repudio al régimen anterior que persiguió, torturó, castigó y asesinó a quienes pretendieron defender una legalidad democrática y quienes en los años del gobierno del dictador Franco lucharon por las libertades.

Si toda ley en democracia es de naturaleza política porque emana de la soberanía popular, las leyes de amnistía son el epítome político legislativo, pues lo que olvida y deroga es un régimen jurídico anterior que era excepcionalmente dañino e injusto para la sociedad.

Vaciando el asunto de trascendencia jurídica y técnica, la amnistía vendría a ser como el célebre neuralizador (sin t) en forma de bolígrafo que blandían Tommy Lee Jones y Willy Smith, con el que reseteaban  la memoria de quienes habían estado expuestos a la presencia monstruosa, terrorífica y gigantesca de viscosos y nauseabundos seres extraterrestres.

Sin embargo, por mucho que los testigos sorprendidos ante tan extraordinarias apariciones olvidasen las horripilantes criaturas gracias a los efectos del socorrido neuralizador, parafraseando a Monterroso, el marciano todavía estaba allí, es decir, no desaparecían, de manera que los Men in Black debían continuar con su denodado y anónimo trabajo.

De algún modo así  ha ocurrido también en el último medio siglo de la Historia española, porque a pesar de que tanto la etimología del sustantivo amnistía como el objetivo de la ley fundacional de la Transición hundan sus raíces en la amnesia y en el olvido, los marcianos ni se han extinguido, ni han cambiado su aspecto por otro más acorde al tiempo democrático que vivimos o bien, se camuflan con resultado desigual, pues más pronto que tarde,  la caspa sobre los hombros y el aroma rancio que desprende su after shave aparece en todo su esplendor desvelando su naturaleza carca y antidemocrática.

Si el asunto tan solo fuese una cuestión de imagen, poca importancia revestiría lo que digo, pero esos seres viscosos y nauseabundos, cuya idea de España se ancla en la peor tradición caciquil católico-militar, están en política porque desean el poder con el que preservar sus privilegios y extraer las riquezas del país para lucro de las familias de solera y las criaturas simbióticas que les mondan a diario los dientes, para lo cual cuenta con la inestimable ayuda de una parte muy importante del poder judicial, ese espacio fundamental en un Estado de Derecho donde nuestra democracia todavía no ha enviado a sus hombres de negro. El caso sangrante de Mónica Oltra es el penúltimo ejemplo.

Casi cincuenta años después de aquel otoño del 77, el día 14 de marzo de 2024, el pueblo español, a través del ejercicio de su soberanía representada en el Parlamento aprobó la segunda ley de amnistía de nuestra historia, presentada por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) como “proposición de ley orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social de Cataluña” con número de registro 122/000019. Esta ley no entrará en vigor hasta que complete su recorrido en ambas cámaras y sea publicada en el BOE.

A quien visite el texto de la ley y la compare con la de 1977 le sorprenderá que mientras que la de 2024 contiene un preámbulo justificativo de casi diez páginas -lo cual supone ni más ni menos que el 50% de la totalidad del texto- la del siglo pasado no contiene preámbulo alguno. Es decir, olvidar 40 años de dictadura ignominiosa, torturas, represión, centenares de miles de asesinatos, injusticia y calamidad no requiere más que once artículos sucintos, pero olvidar once años de ilegalidades antidemocráticas, rebelión, secesión del territorio nacional, corrupción, malversación de caudales públicos, prevaricación y llamadas a la violencia necesita una justificación política que supone la mitad del cuerpo de la ley que dicta el olvido.

Si lo traducimos a días, probablemente el desequilibrio resultará más gráfico. Olvidamos 14.600 días de dictadura militar a través de apenas un par de páginas, frente a las 18 necesarias para olvidar 3900 días de rebelión antidemocrática. Digamos que a pesar de que la tecnología tiende a empequeñecer sus dispositivos, el caso del neuralizador legislativo español parece ser una excepción.

La causa de tamaña excepción radica en una extraordinaria falacia, en una estafa electoral, ideológica y democrática tan solo parangonable a la promesa de independencia por parte de los partidos secesionistas catalanes. (La cuestión de las armas de destrucción masiva de Aznar y su intento de volcar en ETA la autoría del atentado del 11M son ejemplos de  fenomenales y sangrantes mentiras, en mi opinión, cosa distinta a una estafa electoral)

Y es que, como sabemos -porque no se nos olvida-  hasta la víspera de las elecciones generales de 2023, los líderes del PSOE, con su Secretario General a la cabeza, se opusieron durante más de siete años, públicamente, vehementemente,  rotundamente y explícitamente, tanto en sede parlamentaria, como en actos públicos, en redes sociales y en medios de comunicación, a cualquier posibilidad de amnistiar a los protagonistas del intento de secesión catalán. Y con esa posición incuestionable y ese compromiso con sus votantes se presentó a las elecciones solicitando la confianza del pueblo español.

Abundar en el verdadero motivo de la negociación, propuesta y aprobación de esta ley de amnistía es provocar la náusea por repetición de lo evidente. Esa evidencia, notoria y descaradamente comercial, que se cifra en el precio del poder, es el motivo por el que sus redactores  han dedicado todo su talento retórico para construir en casi diez folios una justificación moral que oriente a la opinión pública y a la Historia hacia el mensaje del objetivo legislativo benevolente y benefactor, generador de concordia y de paz. De ahí el tamaño tan poco usable del último  neuralizador impuesto por una minoría escandalosa de votos, cuyo porcentaje en relación al censo electoral español apenas roza el 1%

Los manitas que gozan trasteando en los interiores de los cachivaches tecnológicos verán que las claves del preámbulo de la ley de amnistía acude a media docena de países, al tribunal de Derechos humanos de la Unión Europea y a la Comisión de Venecia como experiencias equivalentes o instituciones de autoridad que refrendarían su legitimidad.

A continuación, el redactor describe lacónicamente los hechos objeto de amnistía que abarcan todas y cada una de las acciones del llamado procès, desde 2011 hasta 2023. Le sigue una apelación a la constitucionalidad de la ley y nuevamente a su  legitimidad como mecanismo democrático. En este punto, los redactores afirman que “la aprobación de esta ley orgánica se entiende, por tanto, como un paso necesario para superar las tensiones referidas y eliminar algunas de las circunstancias que provocan la desafección que mantiene alejada de las instituciones estatales a una parte de la población.” Porque de lo contrario, de continuar la justicia con su manía de hacer cumplir la ley, se “produciría un trastorno grave en el funcionamiento de los servicios en la vida diaria [de los catalanes] y, en definitiva, en la convivencia social.

En este mismo sentido, pretende el legislador “garantizar la convivencia dentro del Estado de Derecho, y generar un contexto social, político e institucional que fomente la estabilidad económica y el progreso cultural y social tanto de Cataluña como del conjunto de España, sirviendo al mismo tiempo de base para la superación de un conflicto político.”

Después, la narración del preámbulo aduce que en nuestro ordenamiento constitucional no cabe “la democracia militante” , es decir,  aquella en la que se “impone el respeto y la adhesión positiva al ordenamiento”, aunque un par de frases más tarde los redactores contradicen esta afirmación, porque “todos los caminos deben transitar dentro del ordenamiento jurídico nacional e internacional”, contradicción que transparenta el contexto negociador en el que está construido el texto, como en tantos párrafos del citado preámbulo.

La amnistía -continúan los preambuladores- no sólo no contraviene el marco constitucional, sino que lo fortalece, produce el mágico efecto de la recuperación de la convivencia democrática, es valiente y respetuosa con la ciudadanía. De hecho, “parece razonable entender que el constituyente de 1978 no prohibió la institución de la amnistía por” bla, bla, bla… Y antes de que aquí  estallemos en carcajada, tras esta finta de sonrojante potencialidad razonable, le sigue un tirabuzón con triple salto al afirmar  con rotundidad la constitucionalidad de la ley y enumerar las mismos principios democráticos fundamentales y las misma virtudes que los futuros amnistiados contravinieron, arguyendo sin asomo de vergüenza que “no hay democracia fuera del Estado de Derecho”, señalando, así, al unísono, el delito y el delincuente, que no es otro que el único beneficiario de la citada ley.

Finalmente, con el fin de despejar cualquier duda, al inicio de la página 7 los redactores declaran haber demostrado la constitucionalidad en una asombrosa expresión de inefabilidad papal con la que se arroga las funciones del Tribunal Constitucional.

De modo y manera que el preámbulo de la “Ley de proposición de ley orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social de Cataluña” con número de registro 122/000019 actúa a modo de instrucciones de uso, porque la orienta hacia su legitimidad democrática, constitucional y también moral ante la previsión de la lectura en profundidad por parte del Tribunal Constitucional, de la lectura de los miembros de los partidos políticos que amnistía y de la lectura de la opinión pública, a quienes pretende interpelar y confundir con argumentos ajenos al terreno jurídico que entran de lleno en el espacio de lo moral

En este sentido, escribió hace poco mi maestro y amigo Javier Gomá un artículo soberbio en el diario “El Mundo” titulado ‘Amnistía no, por pudor”, en el que dice que  Amnistiar es perdonar. Por qué no perdonar, preguntará alguno de buena fe. Porque en el caso de la amnistía que se proyecta perdonar es ilegal, inmoral e inoportuno […] Inmoral porque es perversa […] Los independistas catalanes proclaman que la democracia española es ilegítima […] Las actuaciones del Estado de Derecho contra los delitos cometidos por los independentistas catalanes, en la lógica de la amnistía, serían equiparadas a las de un Estado autoritario. [...] Todo esto por siete votos para ser investido: cruda y brutal voluntad de poder […] Algunos que antes del 23 de julio renegaban de la amnistía se descuelgan ahora con que la prefieren a VOX. Pero la alternativa a la amnistía no es VOX, sino unas nuevas elecciones donde la amnistía esté en el lugar central del debate de campaña.”

Es decir, la alternativa a la amnistía es más democracia y no el olvido del delito que intentó destruirla. Porque del mismo modo que a pesar de los beneficios patentes que produjo la ley de amnistía de 1977 no provocó la desaparición de una clase de dirigentes nostálgicos del régimen franquista, extractora y corrupta, que en connivencia con cierto sector muy poderoso de la judicatura interfiere, y de qué manera, en la soberanía del pueblo español, la amnistía perversa, torticera y comercial que recientemente se ha aprobado en la Cámara Baja no va pacificar el estado de crispación, ni va a disolver la creciente polarización, ni siquiera va propiciar el olvido, porque los amnistiados no se cansan una y otra vez de repetir que volverán a andar -esta vez sin errores- el camino de la ilegalidad para conseguir la secesión del territorio en el que operan.

Por tanto, lo que tenemos entre manos es un neuralizador defectuoso, porque tal y como está concebido y ensamblado sus fines son sectarios y no sociales o morales, ya que únicamente funciona para preservar el poder de un partido político, demonizar al Estado de Derecho por defenderse de sus enemigos y permitir que esos seres viscosos, co-redactores de la ley,  continúen campando a sus anchas, a la vista de todos, sentando cátedra democrática mientras continúan pergeñando libremente estrategias contrarias al Estado de Derecho democrático para cumplir sus objetivos.