Fui a Oviedo para
encontrarme con Ana Ozores. Callejeé
atento y despacio, circundando la
catedral, deteniéndome durante unos segundos en los ángulos más retirados. Permanecí largos minutos a la sombra del palacio del Conde de
Toreno, sin otro entretenimiento más que la
contemplación un tanto apenada de
Willians B. Arrensberg, detenido
para siempre con sus maletas y su paradoja de viajero inmóvil.
Busqué en las
puertas de los palacios, en los pórticos de las iglesias. Pensé que si sorprendía a don Fermín saliendo del palacio Episcopal, solamente tendría que seguirle y así daría con
Ana, pero únicamente vi algún estudiante
apresurado corriendo hacia el conservatorio con su instrumento enfundado
mientras huían por alguna de las ventanas
las notas esforzadas de un violín desafinado.
Vueltas y vueltas
por aquellas calles ya no tan vetustas: conservan las piedras, el señorío y la solera de antaño, pero por
fortuna apenas son un recuerdo de la ciudad clariniana de redingote, chistera, mantilla negra y aromas de puchero.
Me senté junto al
edificio que albergó el casino; junto a la puerta donde, hace tiempo, los señorones y los oportunistas de medio pelo fumaban grandes
puros, bebían brandy añejo y arreglaban
el país despellejando insidiosos a enemigos y amigos.
Buscaba alguna
figura que me resultase familiar, pero no reconocí en ningún transeúnte el porte atildado,
canalla y un tanto snob de Don Álvaro
Mesía. Y fue una lástima, porque tenía la certeza de que siguiéndole, me llevaría también a La Regenta.
Opté por
subir Cimadevilla, cruzar por la calle Magdalena y escrutar los comercios y
las cafeterías, preguntar precios, fisgar, entretener a los dependientes
mientras soslayaba la calle por si advertía la sombra de Ana caminando acuciante y discreta, con el
rostro velando miradas y
murmuraciones, el misal y el rosario
entre las manos enguantadas, dejando a su paso el sonido de su tacones y un leve
aroma a incienso y perfume caro. Pero
nada. Ni rastro.
Llegué a la plaza
de Trascorrales, donde Vetusta hace honor a su nombre. Quizá Ana visitase alguna de aquellas casas en
busca de consejo. Quizás alguna modista confidente le tomase medidas mientras
ella se sinceraba y desahogaba su
desdicha. O quizás se encontrase el algún saloncito recogido y oscuro con
alguna mujer desconocida con la que poder charlar sin reservas y compartir abiertamente sus deseos, sus tormentos y la hipocresía provinciana de sus verdugos. Aunque la
plaza preservaba las arquitecturas de la
ciudad vieja, finalmente concluí que no, que aquel no me parecía un lugar donde
hoy Ana pasearía su estampa hermosa de mujer abrumada.
De modo que
enfilé hacia la plaza del Ayuntamiento, y
tampoco: sólo el trajín de algún funcionario, turistas con paloselfie y las campanas de San Isidoro dando el mediodía. El momento de respirar, de sentarse, beber y
aprovechar para escrutar la gente que
pasea desde la lglesia hacia el Fontán,
despreocupada, dejando a un lado el hermoso mercado como si no estuviese, de
tanto verlo, cada día, y observando a quienes observan, porque se pasea para observar y ser observado.
Y yo sentado en mi atalaya, preguntándome quién de todas las mujeres que pasen delante de mí durante esta hora larga de descanso podría ser Anita Ozores, ahora, en nuestro tiempo. Qué hermosa mujer de hoy podría relevar a La Regenta. En Oviedo, en Madrid, en Barcelona, en cualquier ciudad, grande o pequeña, cosmopolita o provinciana, que a veces hay más provincia en una gran metrópoli que en la aldea más insignificante. ¿Cómo será? ¿Recatada, discreta, casi transparente?¿ O por el contrario, excesiva, desinhibida, exuberantemente libre, con cierto aire de descaro vengador?
También es
posible que si encuentro a La Regenta de
hoy resulte demodé, anacrónica, ya vieja, enlutada, decadente, caminando sola entre el gentío, encorvada,
apoyada a cada paso que da en el bastón
de puño nacarado que sujeta con dificultad las manos artríticas, casi transparentes, sin ganas de observar a nadie, ni siquiera de
saludar, digna y resentida ante la
ciudad que la destruyó.
La Regenta únicamente
sigue caminando, empecinada, para seguir existiendo; para imponer su
presencia entre las ventanas que la maltrataron. Allí la veo. Tarda unos
segundos en traspasar el lugar desde donde yo la observo y por un momento parece
que se da cuenta de que la miro, porque alza levemente la cabeza y me dedica un leve soslayo inquisitivo, y entonces distingo su rostro de marfil, anciano, aunque sin una
sola arruga; rasgos angulosos, cincelados por
las miradas y la apariencia, por
la represión y el desengaño. Un
semblante eterno, que paseó las calles
de Vetusta antes de que lo viese Clarín y que verán otros visitantes igual que
yo, mientras estas piedras se mantengan en pie.
Porque La Regenta que yo buscaba no se puede esculpir. Uno la puede tocar, sentir un frío negro, una suavidad extraña, como encantada, parecida a la piel viva de los muertos que todavía respiran. Puedes circundarla, mirar fijamente las cuencas negras de sus ojos de bronce, y por un momento creer que es ella; intentar besar la carne oscura de sus labios y susurrarle palabras apenas insinuadas para que abandone el castigo de su lugar, porque Víctor y Don Álvaro han muerto, y tú, querida Ana, ya eres libre.