La evocación de
los recuerdos nos permite la coartada de la imprecisión. Al acudir a la memoria
solemos aderezar lo que vemos con buenas dosis de ficción. No se trata de
mentir. Mentimos por otras razones. Se trata de recuperar sensaciones, imágenes
o instantes verdaderos con la ayuda de una imaginación basada en las
necesidades que nos exige nuestro presente y en coherencia con los trazos del
autorretrato que vamos pintando a lo largo de los años. De manera que alterar
detalles generales o concretos de lo que realmente ocurrió, ni traiciona ni
desmiente los hechos, sino que los rescata del olvido, los refunda hoy y los
proyecta al futuro.
Sin embargo, la
memoria no siempre se encuentra disponible. Para recuperar todos y cada uno de
los pasos que hemos dado en el transcurso de nuestra existencia necesitaríamos
algo así como el ordenador cuántico que construyeron los ingenieros de DEVS Development
en la estupenda serie de ciencia ficción producida por la factoría HBO que plantea
la teoría de los universos paralelos, elaborada a mediados del siglo pasado por
el físico norteamericano Hugh Everett.
El bien y el mal
No soy yo un
hombre que confíe ciegamente en la tecnología y, a pesar de las asombrosas
prestaciones de carácter casi divino de DEVS, dudo mucho que máquina alguna
fuese capaz de mostrarme el primer día que pensé por vez primera en el bien y
en el mal; el momento en que me pregunté seriamente por primera vez por qué los
humanos discriminamos, clasificamos, etiquetamos, adjetivamos y juzgamos casi
de modo universal, las acciones virtuosas y las que, por el contrario, son
deleznables.
Soy incapaz de
recordar, ni siquiera entre brumas, el día que me planté frente a mi padre y le
lancé la pregunta ¿por qué ese niño es malo conmigo? ¿Por qué me ha dicho la
maestra que he sido malo? Si es cierto que ser bueno es bueno para todos ¿Por
qué hay hombres malos? ¿Por qué hay niños malos? ¿Por qué a fulanito, que ha
sido malo, los reyes le han traído el 'Scalextric' y a mí, que he sido bueno, un simple
parchís? ¿Por qué a menudo los malos obtienen premio a pesar de que todo el
mundo sabe que lo son?
Conservo la
imagen nebulosa de una mañana de colegio sentado al pupitre junto a mi
compañero Ángel, el primogénito de una familia poderosa, cuyo padre, después de
la muerte de Franco, encabezó la lista electoral de Alianza Popular y dirigió
la sección local de ese mismo partido reconvertido hoy en el PP. Creo que
practicábamos divisiones, o multiplicaciones, o alguna otra operación matemática.
Recuerdo con cierta nitidez que durante el tiempo que estuvimos realizando el
ejercicio Ángel no dejó de copiar en su libreta cada uno de los números que yo
apuntaba en la mía.
Finalizado el
tiempo del ejercicio, el profesor paseó entre los pupitres revisando la
ejecución de los problemas y al llegar al mío nos felicitó a los dos. Cuando se
disponía a seguir con su labor, Ángel reclamó su atención y le explicó que yo
había copiado su trabajo. No pude refutar de ningún modo su acusación. Era su
palabra contra la mía. Intenté explicarle al profesor que no era cierto, que la
realidad de lo que había ocurrido era la contraria. Fue en vano. Solicitó la
atención de todos mis compañeros de clase y me denunció públicamente al tiempo
que halagaba el trabajo y la actitud de Ángel. Al llegar a casa le expliqué a
mi madre lo ocurrido y me aconsejó que lo olvidase. Yo me vi obligado a
compartir pupitre con Ángel hasta que finalizó el curso. Afortunadamente, el
curso siguiente no lo volví a ver; aquel colegio se le quedaba pequeño.
Quizás fue
aquel incidente escolar el primer momento en que pensé de un modo consciente en
el bien y en el mal. Yo tendría entonces ocho o nueve años. Hasta entonces
había aprendido en casa que el bien tiene premio y el mal se castiga. Que el
bien era bello, y la maldad horrorosa. Me habían enseñado que la virtud triunfa
siempre sobre la vileza y, en consecuencia, yo veía actuar a mi papá y a mi
mamá siempre con sencillez, honradez y honestidad. Es decir, más que con sus
palabras -escasas, pero valiosas y precisas- aprendía con en el ejemplo.
No muchos años
después pude vivir una nueva experiencia que me generó más dudas a la hora de discernir
entre las consecuencias de actuar honorablemente o su contrario. Papá y miles
de trabajadores de toda Cataluña vivieron tres largos meses de huelgas y
protestas, en ocasiones, duramente reprimidas, para reivindicar libertad,
negociación de los convenios colectivos y mejores condiciones laborales; unas
exigencias que a mi parecer eran justas y necesarias a la vista de la
comparación entre las condiciones de vida que teníamos la mayoría de las
familias y las que disfrutaban los propietarios de las fábricas, como por
ejemplo el papá de Ángel.
El bien y el
mal enfrentados. La justicia frente a la avaricia, la honradez frente a la
explotación, la libertad frente a la represión, la democracia frente a la
dictadura. En mi adolescencia no necesitaba lecturas para posicionar claramente
quienes estaban del lado de la virtud. Aprendíamos a través de la experiencia
tamizada por el ejemplo paterno, de manera que año a tras año, lección a lección,
iba construyendo mi código ético y moral con el que afrontar en un futuro la experiencia de
la vida.
En realidad
-pensaba yo por aquellos días, ya lejanos- no era excesivamente complicado
discriminar entre el bien y el mal, entre aquellos valores que nos beneficiaban
a todos y aquellos otros que pretendían beneficiar solo a unos pocos a costa
del sufrimiento de la mayoría. Poco tiempo después, me di cuenta de que esa discriminación
maniquea no sólo era tremendamente útil, sino que conectaba con esa actividad
tan importante para nuestras vidas como es la política. Descubrí que la lucha
entre el bien y el mal deja huella en la historia de la humanidad; una
huella que guía los pasos y las acciones de millones de personas que
construyen, perseverantes, el camino del progreso.
Con nosotros
vivía un tío carnal de mi padre. Era viudo, ferroviario jubilado. Durante su
juventud había sido represaliado por negarse a fabricar munición para el
ejército golpista del dictador Franco. Había militado en el PSOE durante le
década de la Guerra Civil y conocía muy bien el contexto político de la época,
de manera que de su boca escuché por primera vez nombres propios como Azaña,
Largo Caballero, Alcalá Zamora, Prieto, Negrín,
Primo de Rivera, Mola, Queipo de Llano, Calvo Sotelo, Lerroux, Kindelán,
Unamuno (Don Miguel, como le llamaba él),
Durruti, Frente Popular, CEDA, Gil Robles, Alfonso XIII y un largo
etcétera que configura el álbum de protagonistas de la política española en los
años de la II República y de la Guerra Civil.
Más allá de los
nombres y de las historias que me explicaba mi tío aprendí que los valores
humanos y sociales y las maneras de ser, estar y hacer en la vida encuentran su
correspondencia en organizaciones compuestas por personas que las comparten,
que actúan bajo las normas democráticas dentro de los Estados para conseguir la
confianza de la gente gracias a la cual podrán construir o transformar una
sociedad según esos valores y esos modelos. Pero, sobre todo, con mi tío
descubrí que todo el ejemplo de humildad, bondad, honradez, honestidad,
generosidad y solidaridad que aprendía de manera cotidiana con el ejemplo de
mis padres conectaba perfectamente con los valores de los partidos políticos
que defendieron, con el sacrificio de sus vidas, la Constitución del 9 de diciembre
de 1931 entre los años funestos de 1936 y 1939.
Es decir, vi y
entendí que el resultado de la lucha entre el bien y el mal se traducía en la distribución
de los escaños de un parlamento, la institución donde la soberanía popular,
expresada en voz de sus representantes, establece las normas de convivencia y
de relaciones de obligatorio cumplimiento para todos, en función de dos modelos
opuestos de sociedad. Y deduje que cuando la gente confía en las organizaciones
políticas y éstas pueden legislar en beneficio
de los humildes, de los
vulnerables, del bienestar de la mayoría, redistribuyendo la riqueza,
gravando a los que más tienen para facilitar a los que menos tienen educación,
sanidad, vivienda y cultura… entonces, cuando eso ocurre, las organizaciones políticas contrarias a esa idea, las que defienden los
privilegios de una minoría, hacen todo cuanto esté en su mano para deslegitimar
esa forma de gobierno acudiendo a la difamación y la mentira a través de los
medios de comunicación en manos de los poderosos, a la marrullería y el
filibusterismo, a una oposición cuartelera, a las llamadas cloacas del Estado,
a la utilización torticera de las instituciones a las que no dudan en poner en
peligro, apropiándose de los símbolos colectivos, identificándolos con su
exclusiva y excluyente idea de nación de la que se sienten propietarios y,
en último extremo -tal y como ocurrió en 1936- a subvertir el orden
constitucional con asonadas militares para instaurar largos periodos de tiranía
en los que los privilegiados recuperan sus privilegios a costa del sufrimiento,
la libertad, la dignidad y la penuria de
la gente.
Ingenuidad
La ingenuidad
no se cura con el tiempo, sino que se aprende. La ingenuidad, como le gusta
decir al filósofo Javier Gomá, “es un
grito de guerra” *. Con los años mi
ingenuidad se ha sofisticado. El paso de la vida es aprendizaje, hechos
vividos, personas, ejemplos, éxitos y frustraciones. Por eso, gracias a mi
ingenuidad aprendida, me gusta creer que todas las personas que regalan su
confianza a las organizaciones políticas del mal no son malas, sino que su
debilidad, incultura, soberbia, ira, miedo, religión, y sobre todo la
indolencia con la que se rinden a eficaces estrategias de comunicación
persuasiva, los lleva a conceder masivamente una confianza que utilizan en su
provecho, espuriamente, unos pocos privilegiados.
He aprendido,
por ejemplo, del mismo Javier Gomá que “no
es sostenible una democracia basada en la barbarie de ciudadanos no
emancipados, personalidades incompletas no evolucionadas, instintivamente
autoafirmadas y desinhibidas del deber. No es sostenible una civilización no
represora edificada sobre las arenas movedizas de la vulgaridad de sus
ciudadanos. Estando en juego el ensayo de una civilización igualitaria sobre
bases finitas [porque todos somos mortales], la democracia se carga de legitimidad para dirigir a esos ciudadanos
un imperativo incondicional y vinculante que dice: 'Tienes que reformar tu vida'.”
*
Estas palabras deberían
interpelarnos a todos, independientemente del lado de la vida en el que
estemos, aunque para llegar a confirmarla y hacerla nuestra necesitemos de
altas dosis de ingenuidad aprendida, es decir, la que “exige al hombre que llegue a ser verdaderamente hombre, lo que sucede
solo cuando consiente en interiorizar algunos límites de la vida, aquellos que
estime propios e informadores de su personalidad y abandona ese mar sin riberas
en el que flota la adolescencia”. *
Ingenuidad versus candor
Ingenuidad no
es candor, simpleza o inconsciencia. Yo sé que no todas las personas que
integran los grupos políticos del bien son personas honorables. De hecho, las
hay tan malas como las del grupo contrario. Sería infantil pretender que las
personas que integran o confían en tu propio grupo político son las mejores por
el hecho de serlo, y a la inversa. El sectarismo consiste precisamente en
arrojar sobre la experiencia de la soberanía popular un punto de vista futbolero
auspiciado por un fanatismo incondicional, acrítico e irracional. “Si se
substituyen los hechos concretos por el orgullo, o se practica la política del
orgullo, estará justificada sin más la sospecha de escasa seriedad” **, escribió
el pensador italiano Antonio Gramsci.
Tampoco creo en la exclusividad de la política como herramienta de transformación. Afiliarse
a un partido político, movilizarse en determinadas ocasiones para reivindicar
lo que creemos justo o para rechazar injusticias, independientemente de los
resultados que cosechemos, no sirve de nada si en todo momento, en todo lugar,
ante todo tipo de personas, no somos ejemplares, buenos con los nuestros y con
los demás. Nuestra ética activa, vital,
profesional, social y particular, debe ser coherente y recíproca con los
valores morales, con nuestra actividad política (siempre hacemos política, a
todas horas, en todo momento) conociendo y reconociendo los límites de nuestras
propuestas y de nuestros anhelos en la
aceptación de la imperfección humana, de nuestra finitud, y de nuestra
condición comunitaria que nos obliga a ser libres con otros, y por tanto, a
condicionar o someter nuestro albedrío y subordinarlo tanto a los recursos
disponible como a nuestras capacidades y a los derechos de nuestros
semejantes.
Dos pensamientos distantes para una
nueva cultura
Quizás,
siguiendo de nuevo la estela de Gramsci, en realidad de lo que “hay que hablar [es] de la lucha por una nueva cultura, por una nueva vida moral, que por fuerza
estará íntimamente vinculada con una nueva intuición de la vida hasta que ésta
llegue a ser un nuevo modo de sentir y de ver la realidad.” ** Porque, como
afirma Javier Gomá “la liberación del yo
no garantiza su emancipación.” *
Es curioso como
dos pensadores tan alejados en el tiempo y en las circunstancias históricas y
personales -y me atrevo a creer que también en sus posiciones ideológicas-
puedan complementarse y coincidir en la necesidad de un cambio cultural
profundo en los presupuestos de nuestra civilización para poder caminar hacia
la concordia y evitar que en el viaje nos hagamos daño, como ocurrió en el
siglo pasado.
Las propuestas
gramscianas se fundamentan en el marxismo y se orientan y se proyectan hacia
una acción política radical, revolucionaria, de clase, con una dictadura
proletaria como objetivo intermedio después de la cual el hombre devendrá en un
ser racional, sensible y emancipado, viviendo en armonía con sus semejantes en una
utópica panacea.
Por el
contrario, Gomá se centra en una propuesta emancipadora anclada en el fondo de nuestro
occidente democrático tradicional, en la filosofía clásica, la ética kantiana y
en una enmienda a la totalidad de la filosofía romántica decimonónica que
propugnó el individualismo del que hoy somos sus herederos.
Y es que Gomá
en realidad lo que propone es una revolución, o como poco un cambio
revolucionario. Después de leer con placer, sorpresa y atención- y a veces con
no poco esfuerzo- el núcleo principal de su obra, compuesto a mi entender por la
‘‘Tetralogía de la Ejemplaridad’, los ensayos de ‘Ingenuidad
aprendida’ y su último libro ‘Dignidad’, he visto que lo que ha
construido el escritor vasco es un sistema de pensamiento perfectamente
estructurado que no pretende tan solo aportar preguntas y respuestas sobre
nosotros, nuestro lugar y devenir en el
mundo, sino que propugna sin los imperativos ni la rotundidad proselitista de las propuestas ideológicas convencionales, la construcción de una malla
robusta y flexible sobre la que levantar lo que él ha llamado con admirable
ingenuidad aprendida una “república de la amistad.”; una malla a la que él
nunca se ha referido, pero que conecta perfectamente con esa transformación del
ser humano, progresiva, incesante, que tiene mucho que ver con la teoría de las
superestructuras de Gramsci, para quien, “si
es verdad que toda filosofía es expresión de una sociedad, tendría que
reaccionar sobre la sociedad, determinar ciertos efectos positivos y negativos;
la medida en la cual reacciona es precisamente la medida de su alcance
histórico, de no ser elucubración individual, sino ‘hecho histórico’”**
La gran
diferencia con Gramsci estriba en que Gomá “invita
y no obliga” ***, y en este sentido ubica sus formulaciones en la máxima
aristotélica de que “El bien es aquello
hacia lo que todas las cosas llevan.” * Su propuesta de transformación profunda nace
libre de toda tentación violenta, coactiva o impositiva. Digamos que es una
propuesta acorde con la sensibilidad contemporánea, alejada de las pasiones
funestas del trágico periodo de las grandes guerras, ajena a las utopías del
siglo XX envenenadas de una desigualdad acuciante que tan bien denostó otro
escritor, el francés Albert Camus, para quien cualquier idea perdía en el camino
su legitimidad si para ponerla en práctica se manchaba de muerte y de dolor.
Tan coincidente
es en ocasiones el pensamiento gramsciano con el de nuestro filósofo que cuando
éste último dice que “se trata de
encontrar y definir un ideal civilizador para las democracias contemporáneas,
capaz de movilizar las fuerzas vivas latentes en nuestra cultura” *, resuenan
desde los años veinte del siglo pasado el eco de “Los cuadernos” del italiano y
su concepción de la importancia estratégica de transformar la cultura, desde la
base, como materia fundamental con la que tejer esa malla sin la cual el cambio
social no será posible.
Gomá constata
su apuesta por el papel predominante de la cultura en aras de una
transformación social, aseverando que “las
fuerzas latentes movilizadas por el nuevo ideal, aunque nacen de la decisión
personal de cada uno sobre el ejercicio virtuoso de su libertad, también se
proyectan socialmente y se generalizan; si no, ninguna reforma social y
política será posible.” * Despojado de la desconfianza en el individuo y de
su fe ciega en las masas, el mismísimo Gramsci habría firmado este párrafo.
Un nuevo regeneracionismo
Y es que la
propuesta filosófica de Gomá es regeneradora, fundadora de una nueva sociedad.
Frente la desesperanzadora liquidad a la que nos ha abocado el sociólogo
Zygmunt Bauman (quien, por cierto, obtuvo de Gramsci la idea del interregno
indefinido que surge cuando un sistema cae en crisis y el recambio todavía no
ha nacido), Gomá nos invita a la solidez que ofrece la concordia, a una nueva sociedad
democrática, solicitando de todos un esfuerzo, que se concreta en reconocernos
en nuestra vulgaridad, de la que ha huido la filosofía a lo largo de la
historia como de la peste, pero a la que es necesario acercarnos, asumiéndola para
superarla; renunciando al estado adolescente subjetivo y estetizante de
nuestras actuales individualidades acérrimas; aceptando la finitud como primera
condición de la humanidad y, finalmente, reconociendo que vivimos en el mejor
momento y en el mejor lugar de la historia posibles.
En su crítica a
la contemporaneidad, Gomá define muy bien el estado de la cuestión política.
Gomá afirma que “la política es hoy
menos cuestión de planes, programas, proyectos y más de personas en acción:
menos res pública y más dramatis personae.”*
Porque la política de hoy conecta con una ética privada, con la salvaguarda
a ultranza de los espacios íntimos, de los sueños íntimos, de los anhelos, de
ese afán diferenciador, irreprimible y libérrimo susurrándonos constantemente
al oído nuestro derecho inalienable a satisfacer todos nuestros deseos, escamoteándonos
al mismo tiempo nuestra naturaleza finita y nuestro deber para con el bienestar
colectivo. Por eso, “una comunidad
política que excluye la vida privada de su ideal es inviable” *
Hemos heredado
del individualismo romántico decimonónico un nefasto sentido de la individualidad
que predica nuestra inmortalidad en una libertad sin trabas, al tiempo que la
filosofía contemporánea ha dado por finiquitada la objetividad para ofrecernos un
plácido remanso de relativismo subjetivo que contemplamos sin sobresaltos desde
las orillas de la posmodernidad. Toda idea es buena, todo es respetable, nada
hay absoluto, todo es relativo. De ahí
que Javier Gomá infiera que “En el
espacio íntimo no hay mandato ni prescripción, solo libertad, preferencias y opiniones
personales. Con estos presupuestos es muy difícil que la democracia logre
persuadir a su miembros de la obligatoriedad de reformarse, toda vez que no se
le reconoce a la polis autoridad para señalar el deber a la ciudadanía ni
legitimidad a los mandatos de colaboración que le dirige […] Una democracia sin
mores, como la nuestra, atomiza a la población en una pluralidad desintegrada de subjetividad y obliga al yo a ser cívico y
virtuoso por su cuenta, emprendiendo una larga peregrinación moral en
solitario.”*
Un proyecto emancipador
Javier Gomá
define su proyecto emancipador, transformador y regeneracionista como “un proyecto civilizador común, una
democracia con mores” *. Llega a él siguiendo el camino que abre
Aristóteles, de cuya filosofía asegura que “la amistad culmina la ética y abre paso a la política.” * La guía o
los fundamentos de su proyecto, de su grito de guerra, de una filosofía
asentada en la ingenuidad aprendida, se fundamentan en primer lugar en la
liberación de la ejemplaridad pública, que ha sido secuestrada por las élites.
En segundo lugar, es necesario mostrar al ciudadano cómo la ejemplaridad
involucra todas las dimensiones de la personalidad, todas y cada una de las
facetas de la vida.
En tercer lugar, es necesario restaurar lo que los griegos
denominaron “la paideia”, es decir,
una formación y una educación integral del ciudadano que “comprenda las dimensiones unitarias de la personalidad al mismo tiempo
que las involucra responsablemente, por convicción y no por coacción, en el
proyecto colectivo.” *
Gomá reserva un
lugar principal en su propuesta a esa restauración educativa. Afirma que de la educación
emana “un carisma” que provoca en la
sociedad las buenas costumbres que la república democrática necesita para “integrar al ciudadano solitario en una comunidad induciéndole hacia la
socialización civilizatoria.”* Dicho lo cual, y llegados a este punto, ya
no puedo resistirme más a vincular la hoja de ruta de Gomá con la Institución
Libre de Enseñanza, verdadera palanca de
transformación social, y cuna de las mentes más preclaras con la que contó
España durante la década de los año treinta del siglo pasado, misión que quedó
truncada tras el golpe de estado del 18 de Julio de 1936 y el levantamiento
militar del General Franco, auspiciado por la derecha política y los poderes
económicos y eclesiásticos, que dio pie a nuestra dolorosa guerra civil. (Una
vez más el bien contra el mal.)
Y es que, para Gomá,
igual que para Giner de los Ríos -aunque éste último jamás llegó a saber que el
hombre es ontológicamente ejemplar- “la
ejemplaridad igualitaria es capaz de generar un haz de buenas costumbres,
densas, capaces de transformar.” *
Ejemplaridad,
virtud, finitud, paideia, amistad,
concordia, corazón, cultura, sociedad democracia, civilización, emancipación,
política, vulgaridad, ingenuidad, filosofía, límites, mores, ética, carisma,
comunidad serían términos fundamentales sin los cuales no podríamos comprender
la propuesta civilizatoria de Javier Gomá para que el bien prevalezca sobre el
mal. Pero en este inventario falta una. Quizás, si hubiera que ordenarlas por
su trascendencia, yo la colocaría en primer lugar, exaequo con la ejemplaridad. Se trata de la dignidad, “lo que estorba”. ***
La dignidad
Este es un término
importantísimo, porque para Gomá la dignidad es el muro de contención de un
consecuencialismo ético en el que podríamos caer a la hora de establecer un
enfrentamiento moral entre el bien y el mal , es decir, “la dignidad se erige como principio humanista anti utilitarista que se
opone a la frecuente pretensión de legitimar las acciones morales por sus
consecuencias ventajosas.”*** de modo y manera que su sistema filosófico y
regeneracionista queda a salvo de ser utilizado sectariamente por grupos
políticos o de toda índole y se eleva por encima de ellos para devenir en una
propuesta de base humanista, de ambición hegemónica y, por eso mismo, de alcance
universal. De hecho, “la dignidad es
única, universal, anónima, y sobre todo abstracta.” ***
De ahí que la
dignidad estorbe. “Estorba a la comisión
de iniquidades y vilezas, por supuesto, pero más interesante aun es que a veces
estorba también al desarrollo de causas justas, como el progreso material y
técnico, la rentabilidad económica y social y la utilidad pública.”, o lo
que es lo mismo, las razones de Estado. De hecho, la dignidad se define a si
misma también por su antónimo, la indignidad, que incita y motiva la acción de
los hombres ya que “el asco ante la
indignidad indica a la humanidad el camino de su progreso moral.”
Durante nuestra
existencia finita tenemos la opción de practicar la virtud, ser buenas personas,
seguir el ejemplo del virtuoso, propiciar la solidaridad, la convivencia y la concordia,
cultivar la amistad, trabajar para crecer como persona, ser un buen ciudadano,
cívico, respetuoso con las leyes y con las instituciones de que nos hemos
dotado… y es muy probable que por actuar así seamos felices, aunque, aun siendo
así, nada nos garantice que vivamos nuestra vida con dignidad. Por eso, dice
Gomá “lo único universal y
distintivamente humano no es ser felices sino dignos de ser felices.” en
consonancia con la máxima kantiana que canta “¡Deber, nombre sublime y grande!”
El reencuentro
A partir de
aquí retrocedo a mis primeras palabras. Vuelvo a la memoria, y a la
primera vez que fui capaz de plantearme de modo consciente la diferencia entre
los dos polos de la moral, el bien y el mal; una regresión en la que vislumbro
a mi obligado compañero de pupitre Ángel, a quien muchos años después, sin la
protección que nos brinda la familia y la escuela, volví a ver sentado en su
despacho de trabajo sobre una ostentosa y mullida butaca de piel frente a una
amplia mesa de rica madera barnizada. Ángel se había convertido en el director
general de la empresa de su padre. Yo no sabía que volvería verle cuando crucé
el umbral de la puerta y lo encontré allí sentado, repeinado, orondo, ufano, satisfecho
de sí mismo, comandando el negocio paterno; su rostro esférico, la raya del
pelo bien marcada a un lado, la nariz pequeña, su voz más grave, pero de
inconfundible timbre nasal.
“¡Adelante, pasa!” me indicó muy circunspecto.
Me acerqué y le ofrecí la mano. Tuve que inclinarme un poco porque prefirió no
levantarse. Yo lo reconocí al instante. No percibí reciprocidad en Ángel. Él
tan solo parecía comportarse como el patrono que espera conocer a su última
adquisición, un trabajador joven, en paro, que emplearía diez horas al día en
su empresa, de pie, frente a una máquina alienante, envasando productos
farmacéuticos por el equivalente al sueldo mínimo interprofesional. Ángel, muy puesto en su papel, me dio
educadamente la bienvenida, expresó su satisfacción por contar con mis
servicios y de un modo un tanto paternalista se refirió a la empresa como una
gran familia de la que yo, a partir de ese instante, podía considerarme un
miembro, añadiendo el consabido “tienes mi puerta abierta para lo que quieras, no
dudes en traspasarla las veces que consideres necesarias; cuenta siempre
conmigo para lo que necesites.” Después de mi agradecimiento formal acopié
decisión y le revelé nuestro vínculo de infancia. “Sí, sí, ya he leído tu
ficha. Te recuerdo perfectamente. Has cambiado un poco; la barba, el pelo
largo, ese pendiente en la oreja, pero te reconocería en cualquier sitio” me
confesó. “Eso sí, no esperes de mí más de lo que esperan tus compañeros. Aquí, insisto,
somos una gran familia, y yo, a mis hijos, los trato a todos iguales” me
espetó. “Confío en tu buen hacer. A quien trabaja y crece gracias a sus propios
méritos encuentra su recompensa. Yo creo en el esfuerzo, en lo que cada cual
hace por sí mismo. En eso radica el progreso, ¿No crees?” Constaté tímidamente
su reflexión con un pobre gesto de afirmación, acompañado de un lacónico “sí,
claro.” “Pues venga, hale, buena suerte.” Y con un gesto de la mano, como quien
se quita de encima un mosquito, me indicó que saliese. “Adiós”, dije yo.
Interrogantes
Esta escena que he evocado es
tan verídica como las letras que la refieren. Yo acababa de cumplir 28 años.
Ángel, de la misma edad, probablemente aprendió también, tanto en casa como en
casa en el colegio, la diferencia entre el bien y del mal. Sin embargo, su
posición moral con respecto de la mía era totalmente opuesta. No hablo desde un
punto de vista utilitarista. Es decir, mi posicionamiento moral y el suyo no
tienen que ser opuestos porque opuestos sean nuestros intereses. Un empresario
contrata trabajadores de los que obtiene una plusvalía gracias a la cual se
enriquece. Cuanto peor pague y peor les ponga las cosas a sus competidores, más rico es. Un trabajador por cuenta ajena, por el contrario,
necesita un empleo y su remuneración dependerá de su propia preparación, de sus
habilidades técnicas y profesionales y de la generosidad o justicia de quien le
contrata. De manera que nuestro proceder ético y nuestra actitud ante la
experiencia de vida y la de los demás debe intentar ser siempre consecuente,
independientemente del papel que nos toca jugar. De no ser así, caeríamos en
hipocresía, del griego hypokrisia, o acción de desempeñar un papel teatral, es
decir, interpretar bajo la apariencia de verdad algo que es ficticio e impropio
de nuestra personalidad y parecer.
Esta relación
que yo mantuve en la infancia y en mi primera madurez con Ángel puede
extrapolarse perfectamente a múltiples ámbitos de la vida en los que personas
con apariencia honorable se manejan en la vida sin la necesidad de la virtud, y
sin embargo consiguen a través de la hypokrisia más ventajas sociales que
quienes actúan o intentan proceder de modo virtuoso. Quiero decir que al margen
del resultado injusto en determinadas relaciones y a la luz siempre de la lucha
entre el bien y del mal, surge de cada cual la necesidad de arroparse de una
verdad ética que respalde riquezas, poder e influencia, o bien lucha, derechos
y exigencia de justicia.
Para algunos
esa sería una concepción utilitarista de la ética, pero entonces ¿Cómo
articular un proyecto civilizador, anti totalitario, basado en la
ejemplaridad, que nos reforme y nos ayude a vivir libres juntos, conscientes de
nuestra finitud, fundamentado en la educación, el esfuerzo y el deber? ¿Alguien
como Ángel y su familia se sumaría al proyecto? Sospecho que no, y, por tanto,
¿No habría que tachar también de utilitaristas y consecuencialistas morales al
conjunto de personas que quisiesen llevar a cabo semejante proyecto
regeneracionista dada el previsible enfrentamiento filosófico, moral, ético,
social y político que deberían sostener contra el grupo de personas dispuestas
a no cambiar nada? ¿No sería necesaria la consecución de una hegemonía con el
fin de aplicar socialmente un proyecto de esta valía? ¿Es que acaso las
hegemonías sociales surgen espontáneamente? ¿O sencillamente el proyecto de
Gomá es un planteamiento filosófico que ofrece preguntas y respuestas,
novedades realmente valiosas, un sistema sugerente, pero que no está dispuesto
a bajar a la arena, a traspasar, como Aquiles, la puerta del gineceo, dispuesto
a presentar batalla entonando el grito de guerra? ¿No deberíamos desdeñar el
apelativo teórico de utilitarista a la hora de organizar un sistema moral que
claramente beneficie a la mayoría y sobre el que se construya una sociedad en
progreso y concordia?
Acción
Y es que, si lo
que propone Javier Gomá es un nuevo proyecto civilizador y regeneracionista,
su consecución pasa ineludiblemente por la política, actividad muy del agrado
del filósofo, a la que hace referencia infinidad de ocasiones en su sentido clásico,
la forma en la que el ciudadano que no desea ser tachado de idiota asume, afronta y aporta su tiempo
y sus ideas con la finalidad solidaria no sólo de resolver los problemas
colectivos de la polis, sino de proyectar un futuro mejor. En definitiva, una
política con planes, proyectos y programas, una política más de la res pública y menos dramatis personae.
No soy
capaz de dilucidar si la intención del filósofo vasco es la de actuar sólo
como filósofo, tal y como hicieron los pensadores de la ilustración, cuya
propuesta de cambio de paradigma propició, como si fuese una semilla, la
substitución del antiguo régimen por la emancipación del sujeto con respecto al
Estado absolutista y la posterior centralidad del individuo como ser libre. No
sé si el objetivo único del planteamiento de su sistema es aportar a la
historia de la filosofía y al pensamiento contemporáneo una serie de hallazgos
importantísimos tales como la naturaleza ontológica de la ejemplaridad, el
rescate de la dignidad como concepto clave en cualquier planteamiento ético,
moral y político y la necesidad de deshacernos del subjetivismo postromántico y
posmoderno que ha sumido a la sociedad occidental en un estado de adolescencia
perpetua.
Desde luego,
que se sepa, o al menos hasta donde yo alcanzo a ver, pocos filósofos ha bajado
desde su torre de marfil a lo mundano. A lo sumo, algunos han apoyado y se han
involucrado, como prescriptores sociales que son, en movimientos políticos
durante algunas etapas de la historia. Sea como fuere, resulta altamente improbable
(¿o no?) ver a un filósofo abanderando una organización política que, además,
contemple como cuerpo de su programa su propia propuesta intelectual. De hecho,
probablemente, no resultaría muy eficaz; ni siquiera Marx fue marxista.
Ahora bien, en
mi opinión, una transformación de este calibre sin la acción política se me
antoja imposible, porque las proposiciones de Gomá se orientan a la
superestructura social, aunque, es verdad, su propuesta civilizadora no puede
ponerse en marcha a golpe de legislación a través de un partido político o de
una coalición de partidos porque, en ese caso, la propia acción sería contraria
a la naturaleza y a los valores que la
inspiran, y porque el alcance del proyecto no se circunscribe a un país, sino
que es universal.
Sin embargo, no
toda acción política es ni debe ser parlamentaria o sometida a la lógica
electoral. Existen otras fórmulas para incidir eficazmente en la vida política
y generar cambios culturales, morales y éticos en amplios sectores sociales
hasta lograr que un proyecto de estas características se convierta en
hegemónico. Pero ¿existe alguna fórmula que contemple y posibilite la
organización de personas en torno a un proyecto regenerador de vocación hegemónica
y universal? ¿Cómo aglutinar entorno a esa organización a personas con la
voluntad y la disposición a invertir una gran cantidad de energía en ese
proyecto?
El drama de Calvacante
La disputa por
los medios de producción, la propiedad, la explotación del hombre, la
redistribución de la riqueza, la lucha por la igualdad y la justicia social han
propiciado a lo largo de la historia la movilización de hombres y mujeres que
reclamaban dignidad para sus vidas. Esas causas y no otras han provocado las transformaciones
sociales más profundas que han jalonado la historia del progreso social de la
mano de pensadores que supieron avanzar el futuro superando el pasado
observando muy de cerca el presente. Sin embargo, ese pensamiento transformador
no se materializó en cambios reales y concretos hasta que no se produjeron
grandes movilizaciones.
Entonces, ¿Qué
hacer? ¿Cómo hacer? Antonio Gramsci, en sus “Cuadernos” explica el drama de
Calvacante di Cavalcanti, un filósofo medieval, epicúreo y racionalista, al que
Dante ubica en el infierno de la Divina Comedia, cuyo tormento consiste en ver
el pasado y también el porvenir, pero no el presente, de manera que puede
disfrutar de la visión de su hijo Guido en el pasado y ver su cadáver en el
porvenir, pero ¿Y en el presente? ¿Guido está muerto o está vivo? Esa es su
obsesión, el pensamiento que le domina. Gramsci recensiona este momento del
Infierno como reflexión literaria. Sin embargo, yo creo que el pasaje
contiene el drama de todo filósofo, capaz de construir arquitecturas
proyectadas hacia el futuro, fundamentadas en la tradición pasada, pero
incapaces de materializarlas en el presente en el que se han fraguado. Cuando
Calvacante le pregunta a Dante, angustiado, si su hijo está vivo, éste le
responde mediante el verbo en pretérito “hubo”. Ya no son necesarias más
preguntas. Finalmente, Calvacante desaparece en el área de fuego.
En la realidad
material en la que existimos necesitamos actuar en el presente, porque somos
finitos y pronto desapareceremos. Actuar no significa impacientarnos. Actuar,
en nuestro presente, significa iniciar el camino hacia un horizonte diferente.
Nosotros nos disolveremos en el área de fuego, probablemente en el infierno,
pero conscientes de que formamos parte de algo que nos trasciende como seres
individuales y finitos. Quizás, si iniciásemos ese camino, dentro de unos años alguien
como Ángel se levantará de su sillón directivo y con alegría sorprendida,
emocionado y nostálgico, le dará un abrazo a su antiguo compañero de pupitre
después de veinte años sin verle. Tras la jornada, de vuelta al hogar, Ángel
hablará con su hijo y le explicará que no está bien aprovecharse del esfuerzo
de otros y que no se debe mentir. Estos hechos no se producirán gracias a DEVS, en el espacio de un universo paralelo. Así será si queremos que así sea.
* Ingenuidad
aprendida Javier Gomá. Galaxia Gutemberg (2010)
**Antonio Gramsci. Antología, a cargo de Manuel Sacristán. Ed. Akal.
(2013)
***Dignidad. Javier Gomá. Galaxia Guttemberg (2019)