viernes, 29 de julio de 2022

La estirpe de Laura Borras

 


A pesar de los antecedentes de la mafia Pujol-Ferrusola, Artur Mas , la trama del 3% , el escándalo del Palau de la Música, etc, etc,  es posible que los españoles que no viven en Cataluña y se guían por la opinión colegiada de los líderes políticos nacionales a la izquierda del PSOE, hoy vean a Laura Borras como una rareza en el panorama político catalán y en las filas del nacionalismo fragmentario.

El viaje vertiginoso que ha experimentado durante esta década el nacionalismo catalán conservador y burgués lo ha transformado, aparentemente,  en una organización de carácter antisistema,  revolucionaria y radical,  lo cual ha provocado que la mirada hacia CiU, en sus sucesivas marcas franquiciadas a lo largo de esta década, acabe por obviar y hasta olvidar su base ideológica y social, a saber, un conservadurismo neoliberal y nacionalcatólico que opera en el mismo espacio que el PP, proclive al chanchullo y la corrupción, al tráfico de influencias y al nepotismo, y que ejerce la patrimonialización de los símbolos y el sentimiento catalanista para utilizarlos cuando se pone en riesgo la preservación del poder.

Digo esto porque a algunos podrían haber visto en Laura Borras la reencarnación de La Pasionaria, o de una Victoria Kent de la posmodernidad, una mujer de principios y valores democráticos que defiende sus ideas, legítimamente, con ardor, pasión, honestidad y sacrificio, y que, mira tú qué pena, ha cometido un error, se ha visto involucrada de manera involuntaria en un turbio asunto de la que ella, por supuesto, no sabe nada.

Sin embargo, los catalanes conocemos perfectamente la estirpe de estos personajes, que creen que el país les pertenece por nacimiento. Son hombres y mujeres bien criados entre inciensos de sacristía cuya principal característica es la hipocresía, un fariseísmo que ejecutan con absoluta maestría y que les hace parecer seres sumamente agradables, algo proclives a la cursilería, de exquisitas formas y edulcorada sonrisa perenne, tolerantes, pacíficos, ciudadanos de civilidad ejemplar, respetabilísimos y modélicos demócratas.

Bajo ese disfraz virtuoso imparten cátedra de ciudadanía, se arrogan la inefabilidad de su superior capacidad intelectual para la acción política, desdeñan con altivez y mala educación cualquier veleidad progresista, desprecian y discriminan con todas sus fuerzas, apasionada y visceralmente, al inmigrante español, ya sea  andaluz, castellano, murciano o extremeño, al negro, y al moro. Jamás pisaron la calle para manifestarse por derecho alguno porque su sentido de la solidaridad es supremacista y selectamente discrecional. Esconden siempre la mierda bajo la alfombra y tiene la graciosa costumbre de despellejar en privado a quien adulan en público.

Así era, es y será Laura Borras y quienes la defienden,  o la comprenden, a pesar de haber leído la correspondencia electrónica que mantuvo con su amigo narcotraficante (¡Anda, mira, igual que Feijóo!). Por si alguien andaba desorientado.

martes, 26 de julio de 2022

La guerra de Insua

 


Pedro Insua es un filósofo y escritor vigués, discípulo –dicen que aventajado- del pensador asturiano Gustavo Bueno. Yo di con él a raíz de la lectura del libro de Jorge Polo Blanco “Románticos y racistas” del que es prologuista. Pedro Insua es un intelectual atípico. Su personalidad, su modo de abordar los temas que le interesan y su peculiar modo de expresar lo que piensa me resultan muy atractivos. He pasado tardes enteras aprendiendo mucho en Youtube gracias a sus extensas conferencias. Confieso que no he podido finalizar algunas, porque piensa más deprisa que habla ( y ya es decir) y algunas veces, en su oratoria, los mensajes y la información se aturullan encabalgando aposición tras aposición, ininteligibles, porque en su afán de decirlo todo pierde el resuello.

Me gusta Insua porque afirma sin miedo -haciendo gala de una bravura poco habitual- que ha declarado la guerra cultural e intelectual a los secesionismos, los separatismos, los nacionalismos fragmentarios y etnicistas españoles. Así los sustantiviza. Nunca utiliza el término independentistas porque sería tanto como otorgarles que en algún momento de la historia Cataluña, el País Vasco, Galicia, Andalucía o Las Islas Canarias constituyeron una nación o un estado sometido a España.

Lejos de lo que alguno pueda prejuzgar, Pedro Insua salta al campo de batalla desde la trinchera de la izquierda republicana. Que nadie se confunda. Para Insua no hay nada más público que el territorio nacional, del que es soberano el pueblo español, es decir, sus más de 40 millones de habitantes.

En este sentido, defiende a ultranza el valor de la ciudadanía y el poder del Estado como herramienta para proporcionar bienestar y defenderse de sus enemigos. Por eso se opone a cualquier veleidad relacionada con referéndums o derechos de autodeterminación, ya que la soberanía nacional y la propiedad de la integridad de su territorio reside, en su  totalidad, en los ciudadanos de España.

De ahí que postule la ilegalización de los partidos secesionistas, ya que no puede entender cómo el Parlamento Español, sede de la soberanía nacional, acoge y otorga carta de legitimidad democrática a quienes anuncian en ese mismo lugar sus intenciones de destruirla. Algo así -suele aducir Insua- no sucede en ningún país del mundo.

Cuando Insua habla surge un torrente inagotable de erudición. Sus conocimientos sobre historia, filosofía y política son extraordinarios, admirables, envidiables. Goza del poder de la memoria, lo cual le permite ofrecer reflexiones, datos, protagonistas y hechos sin arrimar un papel a sus ojos mientras teje argumentos, siempre siguiendo el dictado de un racionalismo radical, el materialismo filosófico que no le permite ni una sola concesión metafísica (como diría el mismo Insua), relativista o posmoderna, ni al adversario, ni a sí mismo, haciendo gala de un gustavobuenismo ejemplar.

Para librar su  guerra, Insua está armando una obra ensayística que pretende, por un lado, destruir la imagen interesadamente falseada de España como la nación más terrorífica del mundo, un país fracasado, horrendo, monstruoso, una excepción execrable de Europa, protagonista y responsable de los peores crímenes que se puedan cometer, madre castrante de libertades y democracias  que es necesario destruir por todos los medios, o de la que hay que renegar y secesionarse.

Por otro lado, Insua desea recuperar para la opinión pública, para el debate académico, la intelectualidad y el arsenal argumental de la política, la veracidad histórica de aspectos clave concernientes a la historia de España. Es decir, proveer al presente español de una santabárbara argumental difícilmente rebatible con la que dar la cara en el campo de batalla dialéctico, porque su pólvora surge directamente de los documentos, del rastreo honesto de los archivos, una suerte de silos balísticos de destrucción masiva de mentiras, leyendas y opiniones más o menos interesadas en las que nace y se reproduce el argumentario de sus adversarios.

En este sentido, el nacimiento de España como nación, las falsedades de los tópicos historiográficos sobre los que se ha consolidado una imagen nefasta de España,   el papel que jugó nuestro país en América del Sur en el proceso de independencia de sus colonias,  o las revisión de las bases ideológicas en la obra de  Cervantes son los temas de sus cinco libros, a saber,  “Hermes católico” (2013),  “Guerra y paz en el Quijote”(2017), “1492. España frente a sus fantasmas” (2018) y “1221” (2021)

He dejado sin mencionar uno de ellos (cronológicamente el penúltimo de su obra) titulado “El orbe a sus pies”, publicado en 2019 con motivo del quinto centenario de la gesta de Magallanes y Elcano, el único, por el momento, que he leído, aunque no les quepa duda de que, después de la experiencia tan satisfactoria que he vivido con su lectura, voy a hacerme con toda su obra.

Y es que a las pocas páginas de su inicio decidí que, para poder revivir junto al autor una de las hazañas que han marcado para siempre la historia de la humanidad, tenía que ayudarme de un atlas y seguir  grado a grado la gesta marítima que acometieron Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano al servicio del Imperio español en mapas que, aunque ahora los veamos editados a todo color y en papel cuché, nos muestran el mundo gracias a la primera circunnavegación de la Tierra, el dibujo de los tres océanos y los cinco continentes, el recuerdo de la primera vez que el ser humano comprobó empíricamente que, efectivamente, nuestro planeta es una esfera, tal y como la vio por primera vez Yuri Gagarin siglos después desde la Vostok 1

El libro de Insua es encarecidamente recomendable. Está narrado sin alharacas, con oficio de cronista y prodigalidad informativa. Ofrece el dato y el hecho, y en ocasiones no se priva de brindar una valoración. Rescata nombres y acontecimientos que parecían perdidos para la historiografía hispánica, como si tamaño suceso -que cualquier país del mundo enarbolaría con sumo orgullo- hubiese quedado enterrado bajo la vergüenza de una leyenda negra fabricada a lo largo de los siglos por los enemigos de España.

Insua confiesa que cuando recibió el encargo de la editorial Ariel para escribirlo lo que hizo fue acudir a los archivos y consultar sin mayor problema documentos accesibles a todo profesional, gracias a los cuales le ha sido posible darnos a conocer los detalles políticos, geopolíticos, logísticos, históricos y humanos del descubrimiento del estrecho, en Tierra de Fuego, que conectaba el Océano Atlántico con el Océano Pacífico y que por tanto permitía a España llegar a Oriente por Occidente, al Océano Indico, a la codiciada Especiería de las Molucas, evitando así la ruta africana, abierta por Vasco de Gama y dominada por Portugal, y la Mediterránea dominada por el turco.

Así, Insua nos da noticia de los antecedentes de la expedición de Magallanes y Elcano, de las circunstancias de la singladura, de las consecuencias de esa primera circunnavegación, de las sucesivas expediciones que la siguieron y hasta de los arduos debates cartográficos, religiosos y políticos que se dieron tanto con el reinado de Carlos I como con el de Felipe II sobre la ubicación del antimeridianos para establecer las propiedades españolas o portuguesas,  la prohibición o no de la esclavitud, el carácter pacífico, o por el contario militar, de la misión evangelizadora, o las causas por las que la corona española finalmente decidió no  invadir China...

En todo ese festival de datos, nombres y hechos llama la atención cómo la mayor parte de todas las expediciones que siguieron a la capitaneada por Magallanes se llevaron a cabo gracias a la pericia en el arte de navegar y a la audacia y valentía de catalanes, gallegos y vascos (Elcano nació en Guetaria, Guipúzcoa), tripulantes, oficiales o capitanes, si no mayoritarios, sí muy habituales en la mayor parte de viajes pioneros que se botaron. Lo cual nos habla, sin necesidad de insistir mucho, sobre la españolidad indudable de estos tres territorios, que aportaron su saber marinero a la causa del imperio español, como no podía ser de otro modo.

En todo caso, “El orbe a sus pies” (Ed.Ariel) de Pedro Insua, además de ser un libro necesario contiene las tres virtudes que en mi opinión debe exhibir todo libro de historia, a saber, el rigor en las fuentes, la claridad y amenidad a la hora de ofrecer los hechos, y una mirada amplia que permita al lector establecer vínculos y relaciones que trasciendan lo que el historiador presenta para aprender extrayendo nuestras propias conclusiones.

“El orbe a sus pies” es  una reivindicación, el rescate para el orgullo patrio de un acontecimiento de alcance universal, uno de esos pocos hitos de la humanidad gracias a los cuales se ha construido nuestra civilización. Cuando consulten un atlas no olviden que lo que están viendo es así gracias a que España hizo posible la primera circunnavegación de la Historia, gracias a Magallanes y Elcano, a 250 españoles y portugueses que se dejaron la vida en el empeño, y al cosmógrafo y cartógrafo español Pedro de Medina, autor del primer mapamundi exacto publicado en el año 1550. 

“El orbe a sus pies” es una nueva victoria de Pedro Insua.

viernes, 15 de julio de 2022

El cóctel

 


No hay especie animal o vegetal sobre la tierra, sumergida en los océanos o nadando en las aguas de los ríos cuya actividad consiga sistemáticamente, a lo largo de toda la historia, destruir el hábitat donde se desarrolla su propia existencia y aniquilar a sus congéneres, en ocasiones, masivamente. Y no existe porque, en coherencia con los principios evolutivos, la naturaleza procura a los seres vivos herramientas biológicas para su preservación y perpetuación.

Toda afirmación contiene excepciones, y en este caso no es difícil discernir al respecto que la rareza o singularidad de todo el reino animal reside en la especie humana. El hombre es el único ser vivo en la tierra capaz de masacrar a sus congéneres, de exterminar a otras especies hasta acabar con el último ejemplar, y también de transformar y arruinar su propio entorno hasta que ya no puede vivir en él.  No hay ningún otro. En sentido somos realmente excepcionales.

Esta dramática singularidad se fundamenta, precisamente, en el uso de la herramienta que le procura la principal ventaja evolutiva y que, paradójicamente, le ha colocado en la cúspide de la pirámide. Gracias al diseño y evolución de nuestro cerebro hemos podido invadir el planeta con una población cifrada a día de hoy en cerca de ocho mil millones de individuos, cantidad extraordinariamente superior al número de ejemplares de cualquier otra especie vertebrada.

Atendiendo a la hipótesis de Gaia, de James Lovelock, que concibe el conjunto del planeta como un ser vivo inteligente, podríamos decir que la humanidad (una de sus creaciones) le ha arrebatado el poder y ahora ya no puede tomar decisiones. Gaia, en estos precisos momentos, a lo sumo ya sólo es una idea sometida y esclavizada con el fin de satisfacer las necesidades humanas.

Y es que el cerebro nos ha permitido suplir con creces todas y cada una de las debilidades evolutivas que padecemos, desde nuestro precoz nacimiento, pasando por una epidermis extremadamente frágil, una velocidad de carrera más que discreta, una capacidad natatoria ridícula, inhabilitación para alzar el vuelo, sin armas naturales de defensa y ataque, y un organismo abierto que invita a entrar sin medida a toda clase de microorganismos que producen enfermedad y, fatalmente, la muerte de los individuos. Efectivamente, no somos, precisamente, el ser vivo con una mejor predisposición biológica para perpetuarse en cualquier entorno natural.

Sin embargo, la inteligencia nos ha convertido en los amos y señores de la creación. Hasta tal punto nuestra especie ha solucionado con creces sus problemas de subsistencia y el reto darwinista de la evolución y perpetuación, que hemos explorado el universo y nos hemos permitido los lujos de la cultura y la religión. Vamos sobrados.

De hecho, desde el Renacimiento y la Ilustración creemos - influenciados por el cristianismo en sus múltiples versiones- que somos el centro de la creación y que el planeta tierra y todos lo que contiene vive una suerte de viaje hacia el progreso; vivimos en el convencimiento de que, del mismo modo que la existencia humana tiene como fin el ingreso en el paraíso para gozar de la vida eterna, el movimiento de rotación y de traslación terrestres tienen también un fin que, por supuesto, está vinculado los intereses y las necesidades de la especie humana.

Como escribió John Gray en “El silencio de los animales”, estamos convencidos de que el progreso es la meta última de la existencia humana,  de modo que, ante tal certidumbre, lo hemos y lo estamos apostando todo al crecimiento económico y al desarrollo tecnológico.Tan sobrados vamos que hemos perdido la perspectiva con respecto al lugar que ocupamos en la historia de nuestro planeta. 

Decía el dramaturgo francés Sacha Guitry que un hombre inteligente pronto se recupera de un fracaso; por el contrario,  un necio nunca se recupera de un triunfo. La necedad producto de nuestro éxito evolutivo nos va costar cara, porque a bordo de una suerte de Dragon Khan de la historia, que circula en un bucle sin fin, hemos obviado los límites. Una extraña y misteriosa inconsciencia nos invita -o nos incita- a extraer del suelo y del agua, en cada una de las sucesivas civilizaciones que ha constituido la humanidad, recursos que son finitos, o a verter y emitir indiscriminadamente veneno mortal al medio que nos acoge y en el que tenemos que vivir.

En nuestro presente, dado que la capacidad tecnológica es extraordinariamente superior a los siglos anteriores, las consecuencias de la acción discrecional de extracción-emisión se ha multiplicado exponencialmente, de modo que ya hemos sobrepasado el punto de no retorno. Las próximas décadas veremos y experimentaremos sus consecuencias, aunque la naturaleza ya nos ha adelantado algunas escenas que nos ayudan a intuir hoy cómo será vivir en la Tierra dentro de medio siglo.

Entonces, cabe preguntarse ¿De qué nos vale la inteligencia? ¿Qué hay de cierto en que es nuestra principal ventaja evolutiva? ¿Si Gaia es un ser vivo, por qué no ha regulado de modo radical nuestra presencia nefasta en su organismo? ¿No será que nuestra inteligencia es innatamente perversa y no hay Gaia que pueda luchar contra semejante malignidad? ¿No existe dentro de nuestro poderoso cerebro ningún mecanismo capaz de limitar nuestra preponderancia como especie, ese desdén arrogante hacia el hábitat que nos posibilita la existencia?

El hombre es el único animal con conciencia de su muerte. Podríamos decir que los dos grandes hechos diferenciales con respecto al resto de especies son el lenguaje y el reconocimiento de la finitud de nuestra existencia. Sabernos mortales podría constituir ese dispositivo evolutivo de emergencia que nos ayudase a frenar, a cambiar de rumbo, para preservar el único lugar del universo donde se dan las condiciones en donde perpetuarnos como especie. La conciencia de nuestro fin sumada a nuestra inteligencia podría dar como resultado la moderación extractiva y contaminante.

Pero parece que no es el caso. De hecho, semejante combinación ha producido y produce el efecto contrario, porque nos impele a vivir deprisa, a beber a diario una suerte de cóctel, con base de carpe diem y angostura tempus fugit, que ha producido en la humanidad grandes momentos de placer, pero que al traspasar la fase de la adicción ocasiona  graves secuelas, tales como la insensatez,  la estupidez, la imprudencia, la ceguera y, finalmente, un delirium tremens que proyecta en plena semiinsconciencia la alucinación horrenda de nuestro planeta destruido.

En 1968 el estadounidense Garret Hardin -uno de esos cerebros inteligentes no perversos que de vez en cuando aparece en nuestra especie- publicó en la revista Sciencie un famoso artículo titulado “La tragedia de los comunes”. El trabajo describe como una comunidad de individuos, motivados solamente por el interés personal  y que actúan de manera independiente y racionalmente, terminan por destruir un recurso compartido limitado (el común), a pesar de que la consecuencia de su actitud sea contraria a sus propios intereses.

Para Hardin esa situación es inevitable, ya que los individuos siempre apelarán a su libertad para extraer el máximo rendimiento posible de los recursos comunes, de modo que ante la interpelación a la sagrada libertad,  la única solución  con la que abordar semejante tragedia es reducir drásticamente la población humana a través de una regulación draconiana de la natalidad por parte de los gobiernos. Y es que, “la ruina es el destino hacia el cual todos los hombres se apresuran, cada uno persiguiendo su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los bienes comunes. La libertad en un bien de uso común trae ruina a todos"

Por mi parte, no tengo nada más que añadir. Sigo buscando respuestas. Solamente un consejo. Tengan cuidado con lo que les dan de beber por ahí.