viernes, 15 de julio de 2022

El cóctel

 


No hay especie animal o vegetal sobre la tierra, sumergida en los océanos o nadando en las aguas de los ríos cuya actividad consiga sistemáticamente, a lo largo de toda la historia, destruir el hábitat donde se desarrolla su propia existencia y aniquilar a sus congéneres, en ocasiones, masivamente. Y no existe porque, en coherencia con los principios evolutivos, la naturaleza procura a los seres vivos herramientas biológicas para su preservación y perpetuación.

Toda afirmación contiene excepciones, y en este caso no es difícil discernir al respecto que la rareza o singularidad de todo el reino animal reside en la especie humana. El hombre es el único ser vivo en la tierra capaz de masacrar a sus congéneres, de exterminar a otras especies hasta acabar con el último ejemplar, y también de transformar y arruinar su propio entorno hasta que ya no puede vivir en él.  No hay ningún otro. En sentido somos realmente excepcionales.

Esta dramática singularidad se fundamenta, precisamente, en el uso de la herramienta que le procura la principal ventaja evolutiva y que, paradójicamente, le ha colocado en la cúspide de la pirámide. Gracias al diseño y evolución de nuestro cerebro hemos podido invadir el planeta con una población cifrada a día de hoy en cerca de ocho mil millones de individuos, cantidad extraordinariamente superior al número de ejemplares de cualquier otra especie vertebrada.

Atendiendo a la hipótesis de Gaia, de James Lovelock, que concibe el conjunto del planeta como un ser vivo inteligente, podríamos decir que la humanidad (una de sus creaciones) le ha arrebatado el poder y ahora ya no puede tomar decisiones. Gaia, en estos precisos momentos, a lo sumo ya sólo es una idea sometida y esclavizada con el fin de satisfacer las necesidades humanas.

Y es que el cerebro nos ha permitido suplir con creces todas y cada una de las debilidades evolutivas que padecemos, desde nuestro precoz nacimiento, pasando por una epidermis extremadamente frágil, una velocidad de carrera más que discreta, una capacidad natatoria ridícula, inhabilitación para alzar el vuelo, sin armas naturales de defensa y ataque, y un organismo abierto que invita a entrar sin medida a toda clase de microorganismos que producen enfermedad y, fatalmente, la muerte de los individuos. Efectivamente, no somos, precisamente, el ser vivo con una mejor predisposición biológica para perpetuarse en cualquier entorno natural.

Sin embargo, la inteligencia nos ha convertido en los amos y señores de la creación. Hasta tal punto nuestra especie ha solucionado con creces sus problemas de subsistencia y el reto darwinista de la evolución y perpetuación, que hemos explorado el universo y nos hemos permitido los lujos de la cultura y la religión. Vamos sobrados.

De hecho, desde el Renacimiento y la Ilustración creemos - influenciados por el cristianismo en sus múltiples versiones- que somos el centro de la creación y que el planeta tierra y todos lo que contiene vive una suerte de viaje hacia el progreso; vivimos en el convencimiento de que, del mismo modo que la existencia humana tiene como fin el ingreso en el paraíso para gozar de la vida eterna, el movimiento de rotación y de traslación terrestres tienen también un fin que, por supuesto, está vinculado los intereses y las necesidades de la especie humana.

Como escribió John Gray en “El silencio de los animales”, estamos convencidos de que el progreso es la meta última de la existencia humana,  de modo que, ante tal certidumbre, lo hemos y lo estamos apostando todo al crecimiento económico y al desarrollo tecnológico.Tan sobrados vamos que hemos perdido la perspectiva con respecto al lugar que ocupamos en la historia de nuestro planeta. 

Decía el dramaturgo francés Sacha Guitry que un hombre inteligente pronto se recupera de un fracaso; por el contrario,  un necio nunca se recupera de un triunfo. La necedad producto de nuestro éxito evolutivo nos va costar cara, porque a bordo de una suerte de Dragon Khan de la historia, que circula en un bucle sin fin, hemos obviado los límites. Una extraña y misteriosa inconsciencia nos invita -o nos incita- a extraer del suelo y del agua, en cada una de las sucesivas civilizaciones que ha constituido la humanidad, recursos que son finitos, o a verter y emitir indiscriminadamente veneno mortal al medio que nos acoge y en el que tenemos que vivir.

En nuestro presente, dado que la capacidad tecnológica es extraordinariamente superior a los siglos anteriores, las consecuencias de la acción discrecional de extracción-emisión se ha multiplicado exponencialmente, de modo que ya hemos sobrepasado el punto de no retorno. Las próximas décadas veremos y experimentaremos sus consecuencias, aunque la naturaleza ya nos ha adelantado algunas escenas que nos ayudan a intuir hoy cómo será vivir en la Tierra dentro de medio siglo.

Entonces, cabe preguntarse ¿De qué nos vale la inteligencia? ¿Qué hay de cierto en que es nuestra principal ventaja evolutiva? ¿Si Gaia es un ser vivo, por qué no ha regulado de modo radical nuestra presencia nefasta en su organismo? ¿No será que nuestra inteligencia es innatamente perversa y no hay Gaia que pueda luchar contra semejante malignidad? ¿No existe dentro de nuestro poderoso cerebro ningún mecanismo capaz de limitar nuestra preponderancia como especie, ese desdén arrogante hacia el hábitat que nos posibilita la existencia?

El hombre es el único animal con conciencia de su muerte. Podríamos decir que los dos grandes hechos diferenciales con respecto al resto de especies son el lenguaje y el reconocimiento de la finitud de nuestra existencia. Sabernos mortales podría constituir ese dispositivo evolutivo de emergencia que nos ayudase a frenar, a cambiar de rumbo, para preservar el único lugar del universo donde se dan las condiciones en donde perpetuarnos como especie. La conciencia de nuestro fin sumada a nuestra inteligencia podría dar como resultado la moderación extractiva y contaminante.

Pero parece que no es el caso. De hecho, semejante combinación ha producido y produce el efecto contrario, porque nos impele a vivir deprisa, a beber a diario una suerte de cóctel, con base de carpe diem y angostura tempus fugit, que ha producido en la humanidad grandes momentos de placer, pero que al traspasar la fase de la adicción ocasiona  graves secuelas, tales como la insensatez,  la estupidez, la imprudencia, la ceguera y, finalmente, un delirium tremens que proyecta en plena semiinsconciencia la alucinación horrenda de nuestro planeta destruido.

En 1968 el estadounidense Garret Hardin -uno de esos cerebros inteligentes no perversos que de vez en cuando aparece en nuestra especie- publicó en la revista Sciencie un famoso artículo titulado “La tragedia de los comunes”. El trabajo describe como una comunidad de individuos, motivados solamente por el interés personal  y que actúan de manera independiente y racionalmente, terminan por destruir un recurso compartido limitado (el común), a pesar de que la consecuencia de su actitud sea contraria a sus propios intereses.

Para Hardin esa situación es inevitable, ya que los individuos siempre apelarán a su libertad para extraer el máximo rendimiento posible de los recursos comunes, de modo que ante la interpelación a la sagrada libertad,  la única solución  con la que abordar semejante tragedia es reducir drásticamente la población humana a través de una regulación draconiana de la natalidad por parte de los gobiernos. Y es que, “la ruina es el destino hacia el cual todos los hombres se apresuran, cada uno persiguiendo su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los bienes comunes. La libertad en un bien de uso común trae ruina a todos"

Por mi parte, no tengo nada más que añadir. Sigo buscando respuestas. Solamente un consejo. Tengan cuidado con lo que les dan de beber por ahí.

5 comentarios:

Belén dijo...

Querido Pobrecito hablador. Me tocas la fibra. Recuerda que estudié Biología. La teoria de Gaia tiene un padre ( Lovelock) y una madre (Lynn Margulis-me emociono con solo recordar su nombre). Y es preciosa. De hecho te podría decir que esa teoría es mi credo. Pero... no siempre me comporto como el credo predica. Un clásico, vamos, como con otras teorias-creencias-religiones.

CREO que solo somos una especie MÁS. Y con esto, utilizar expresiones como "el unico animal", "hechos diferenciales" ( como el lenguaje o la consciencia de finitud) que SUPUESTAMENTE NOS SON EXCLUSIVAS, quizá sea osado...y...antropocentrista.

El mundo de los invertebrados es ALUCINANTE (y mucho más desconocido para el vulgo, no se si porque son "pequeños" o porque se NOS parecen menos. Y ¿las plantas? Y ¿las bacterias -supuestamente los primeros seres sobre los que definimos el concepto de VIDA- que primero aparecieron en esta TERRA, entonces inhóspita , y que SUPUESTAMENTE, serán de los ultimos en desaparecer? Y ¿los hongos?...

Sí, es posible que NOSOTROS desaparezcamos. Pero todas estas "gentes" es posible que NOS perduren. Hasta que el planeta sea "absorbido" por NUESTRA (?) estrella, cuando ella también desaparezca.( Mi hijo se acaba de graduar en Física con un TFG sobre los "agujeros negros"... voy poco influenciada).

Te recomiendo la lectura de "Lo pequeño es estúpido", de James Lovelock, precisamente.
Un abrazo inmenso.

Anónimo dijo...

A primeros de julio, comentaba con alguien que te conoce muy bien que llevabas tiempo sin deleitarnos con tus reflexiones hechas literatura. El, en tono jocoso, me comentó: "eso es que está teniendo abundante y buen sexo".
Después de los dos últimos y seguidos artículos, casi te pediría que volvieras al sexo, porque nos pones encima tantas miserias y nos creas tanto cargo de conciencia que nos vas a impedir disfrutar de un verano de evasión.
Un abrazo y "a lo que mas interesa" que decía un herrero de Castrillo, cuando el que le estaba sujetando el hierro incandescente notó que se le había introducido una escoria al rojo entre la albarca y el pie.
J.C.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Hola Belén
Bueno, sin ánimo de enmendarle la plana a nadie, y mucho menos a nua bióloga ;) diré que no es necesario ser antopocentrista para reconocer lo obvio, que le especie humana es la única con conciencia de su propia muerte y la única capaz de desarrollar un sistema de comunicación complejo como es el lenguaje, tanto oral como escrito o incluso de signos, y no sólo el de los sordomudos. Las matemáticas, el Morse, o los diferemntes sistemas de signos que utilizamos cotidianamente nos hacen diferentes, especiales, singlulares con respoecto a cualquier otra especie. Ser diferentes no significa ser mejores. Sin embargo, esas diferencias nos han elevado a la cúspide de la pirámide evolutiva. Es un hecho, no es una opinión.

Cierto es que todo ser vivo es valioso y alucinante, lo cual no le resta veracidad a lo anterior.

Y, cierto también: Es posible que una vez que los humanos consumemos la destrucción del hábitat que hace posible nuestra vida, otros seres vivos cintinuaran su existencia porque sbarán adaptarse a esas nuevas condiciones. De modo que, a no ser cataclismo mediante, efectivamente la Tierra continuará girando alrededor del Sol.

Un abrazo grande, Belén
¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Hola J.C
Jajaja. Si ese fuera el motivo de mi silencio bloguero ahora mismo cerraría el blog.
No, amigo, mi silencio se debe a otras causas, por ejemplo, a la capacidad limitada de mi cerebro para habilitar una zona reservada a mis cosas cuando las cuestiones ajenas (laborales) me exigen redacción diaria de temas diversos poco inspiradores que actuan como herbicidas pero a la inversa.
Y también a la falta de inspiración. Tengo la sensación de que me estoy secando. Estoy perdiendo la capacidad de encender un texto a partir de un simple hecho cotidiano. Eso que llaman la chispa. Creo que mi revólver se ha vaciado. Me cuesta mucho levantar un par de páginas. Pensé que con el paso de los años y la práctica diaria, las frases surgirían de un modo más fácil, pero no, es más bien al contrario... Misterios
¡Un abrazo fuerte, J.C !
¡Salud!
PD: A ver si nos tomamos un vino este año y me explicas cómo fue el congreso.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Hoy día 28 de julio de 2022 llega la noticia de la muerte de James Lovelock a los 103 años de edad. Descanse en paz