Estimados señores, no me ha ido tan mal del todo. Podríamos decir que doy por buenas cada una de las decisiones que he tomado porque, al fin y al cabo, tanto las acertadas como aquellas en las que metí la pata me han traído hasta aquí. Soy de los que cree en el poder constructivo de la fuerza, en la incontestable cifra final que resulta de restar las dificultades a las oportunidades que se nos ponen por delante.
No es algo que haya descubierto ahora
gracias a la perspectiva que me ofrece el tiempo, después de vivir toda una serie de acontecimientos que han trazado mi
trayectoria y que, de una manera u otra, han contribuido a mi fortuna; fortuna no
como sinónimo de suerte. La fortuna no existe. Si desde bien jovencito uno no
es consciente de que la suerte siempre
es propicia, entonces no te queda más que esperar órdenes, mediocridad y
una existencia vulgar, de la que se aprovecharán otros. Para que se entienda de
una vez por todas, la mala suerte es oxímoron. Uno es el único responsable de
su destino. Tal y como dijo el poeta, el destino es el carácter. Todo consiste
en leer correctamente el entorno, conocer la naturaleza de la vida, conocernos a
nosotros mismos y a nuestros semejantes.
Porque cuando hablo de
fortuna lo hago en el sentido estricto material, monetario, pecuniario. Fortuna,
traducida como el número de ceros que te protegen de cualquier eventualidad;
aquello que facilita el poder de decidir sobre las personas, sobre muchas
personas, decenas, miles, millones de personas. El montante de dinero, contante
y sonante, gracias al cual nadie, nunca, se aprovechará de ti, de tu trabajo,
de tu esfuerzo, de tu persona y de tu
vida.
Sí, mi fortuna es fruto
de la voluntad, de una firme y decidida actitud que me impide no arrugarme ante
las dificultades, poseer un sentido de la intuición que me permite detectar la
coyuntura favorable y, posiblemente, también producto de la selección crítica
de mi círculo de personas próximas, siempre ambiciosas, tanto o más ambiciosas
que yo mismo, sin asomo de escrúpulos, que supieron ver en mi persona la imagen
de un enorme y poderoso hipopótamo sobre
cuya opulenta espalda gris picotean para llevarse algo a la boca, tal vez
asegurarse protección, seguridad con que proteger sus prebendas, y muy
probablemente ambas cosas.
Ya se sabe, el hipopótamo
es una de las criaturas más terribles y temibles que habitan la Tierra. A pesar de nuestra apariencia torpe y
adiposa, nos movemos con rapidez. Somos letales. Los felinos exhiben la fama,
pero los hipopótamos cardamos la lana. Cuídese mucho aquel que pretenda, o ni
tan siquiera imagine, provocar el más mínimo atisbo de amenaza en nuestro
territorio, en los lodazales donde nos movemos.
Hace unos cuantos años una conocida marca de productos para bebés adoptó nuestra imagen como logotipo y bandera de marca. Este es un hecho que siempre me ha llamado la atención. Dudo mucho que los fabricantes vean en el hipopótamo un símbolo o una alegoría de seguridad o de la protección que los padres desean para sus tiernos vástagos, porque intuyo que fue el volumen lo que les inspiró; quizás la ignorancia al respecto de nuestra fiereza no les permitió tener muy en cuenta que somos inclementes con el invasor, con cualquiera que ose acercarse a nuestro territorio. Ese será el motivo gracias al cual el creativo publicitario de turno creyó que el hipopótamo es la metáfora perfecta con la que vender pañales y culitos secos.
Eso sí, en su descargo podríamos argumentar que, a la hora de
vender, lo que importa es mantener al mercado en la ignorancia. Ahí radica, probablemente, la clave del misterio,
el desconocimiento de nuestro instinto
asesino, los quinientos muertos que causamos cada año gracias a la sorprendente
amplitud y voracidad de nuestras fauces, a la potencia de nuestro mordisco que
ejecutamos sin compasión aprisionando a nuestras víctimas con unos colmillos excepcionales;
en los especímenes más feroces pueden alcanzar más de medio metro de longitud. El
beso del hipopótamo es mortífero de
necesidad.
Y es que necesitamos -de
hecho exigimos- espacio vital en el que mover a diario nuestros cuatro mil
quinientos quilos. De ahí que el único enemigo de un hipopótamo sea otro
hipopótamo. Si el pobre Hobbes hubiese
viajado un poco, o sencillamente hubiese salido de la
corte de vez en cuando, habría experimentado el poderío que inspira la visión
de nuestra estampa y sin duda habría quedado fascinado ante semejante bestia. De haber sido así, la
historia de la filosofía hubiese cambiado, porque el lobo ya no gozaría del protagonismo
que le regaló el creador del Leviatan; en justicia y puridad le pertenece al
Hippopotamus Amphibius.
¡Pero, qué iba a saber Sir
Thomas Hobbes!. ¡Lobos, monstruos marinos, fenómenos bíblicos, cocodrilos…!
Reconozcamos que algo se aproximó, y concedámosle el beneficio de la
ignorancia, o del tiempo que le tocó vivir, ajeno todavía a las revelaciones
del Señor Darwin. Todos somos iguales. Nadie nace más inteligente. El asunto
central es la competencia cuyo resultado se traduce, en cuanto al género humano, en el deseo de los bienes ajenos y la
fortaleza, las armas, las herramientas, habilidades y escrúpulos de los contendientes para hacerse
con aquello que es objeto de interés y por tanto de disputa. Gana la guerra
quien mata más y mejor. No sé si ha quedado claro.
En cualquier caso, los
hipopótamos entendimos el mensaje de la vida desde el principio de los tiempos.
A pesar de la extinción de los dinosaurios, la cadena de ADN sobrevivió y las leyes de
la genética nos confiaron la ocupación
y el gobierno de la Tierra. Es cierto que la Naturaleza no nos lo puso fácil
reservándonos para nuestro desarrollo el lodazal, la ciénaga y el pantano, pero
visto con cierta perspectiva no podemos negar que suponen el entorno adecuado en
el que mejor se desenvuelve nuestra
naturaleza. En términos biológicos se diría que es nuestro hábitat natural. Sin
embargo, jamás hemos renunciado a expandirnos, a ampliar horizontes, a ocupar
otros espacios que satisfagan nuestras necesidades. Más bien al contrario.
Por eso, desde el inicio
de los tiempos, desde que una criatura aniquiló a otra o maniobró para
neutralizarla, nosotros constatamos la necesidad de ocupación del Estado, esa organización humana que se
caracteriza por detentar el monopolio de la violencia con la que controla los destinos de sus ciudadanos y cada
uno de los resortes del poder. Ocupar el Estado supone la ventaja de la
impunidad y la inmunidad. Un hipopótamo en la cúspide del Estado es intocable, prácticamente invencible. Muy mal tiene que
hacer las cosas para no perpetuarse en esa posición de privilegio que le
permitirá legislar según sus intereses, detener, torturar, y en según qué
casos, matar, con la coartada del bien común mientras devora todo lo que se
pone al alcance de sus fauces pantagruélicas.
Lo único que un
hipopótamo debe tener en cuenta para prolongar sine die su autoridad y engordar
día a día su fortuna es mantener contentos y satisfechos, por un lado, a esos
seres insignificantes, repugnantes, pero necesarios, que son los parásitos, en
una relación simbiótica de recíproco
beneficio, y conocer muy bien qué sucede, qué se cuece, qué movimientos se
producen en los territorios colindantes,
pues, como ya se ha dicho, el mayor enemigo de un hipopótamo es otro
hipopótamo. Si esas dos premisas se mantienen, la pervivencia al mando está
garantizada, condición sine qua non para seguir engordando, y engordando,
mientras nuestros súbditos nos identifican como sus seguros servidores, culito
seco, culito sano.
Y podría alargarme otro
tanto, en una digresión muy del gusto de los especuladores y de aquellos que
gustan de recargar estérilmente argumentos que por sí solos, o con la ayuda de
una pizca de retórica atemperada, se explican. Son hombres del Barroco, que le
procesan un temor irracional al vacío, sobre todo al vacío de poder. Por otro
lado, me comunican que mi tiempo se ha
agotado y me conminan a que regrese a mi celda, de modo que ahora les tengo que
dejar. El más mínimo error en el cálculo
de la resta nos desahucia y a partir de ahora, en el fangal, durante unos cuantos años,
otro hipopótamo ocupa con su ambición mi lugar. Muchas gracias por su atención.
Cuídense.