jueves, 30 de julio de 2015

Sinestesia (3)


Hay voces que acarician, y voces que arañan; voces generosas y voces pancistas. Incluso hay  voces mudas de estridencia insoportable ante las que nos tapamos los oídos y cantamos en voz alta, igual que niños  ahuyentando el miedo; igual que las avestruces, que sepultan las orejas para salvarse. 

La acaricia de una voz es el rumor de un gemido, el susurro leve de una palabra musitada en sueños. El pronombre y el verbo en la penumbra de la noche estival, apenas  sollozados al oído, justo en el momento en que la brisa llega a la estancia colándose entre el lino vaporoso de las cortinas sirviéndose de la luz desvaída del fanal. Así se alivia el calor de los cuerpos desnudos mientras, exhaustos, los amantes inspiran y expiran aromas compartidos, tan solo revelada su piel en el claroscuro lívido de la madrugada. 

Sin embargo, la voz que araña hiere con su roce y escuece con los días. La voz que araña suena aguda y agria. Quien la emite nos mancha la piel con su óxido de gritos, o nos destruye sutilmente, poco a poco, con la  lija constante de sus  mentiras. La voz que araña viste muchos rostros, unos temibles y otros cordiales. El arañazo de éstos últimos es ponzoñoso, de secuelas crónicas,  incurables.

Para evitar escuchar su sonido o en su defecto, prevenir las consecuencias de sus palabras, existen algunos remedios. Uno de ellos es hacerse con una voz generosa y aumentar su volumen hasta hacer  enmudecer a la otra. Sería algo así como una lucha de audiencias, en la que compiten por el mismo público la franqueza y la patraña. Muchos apostarían por la última. Y que nadie se extrañe. Es una campeona. Ha nacido para ganar.  Viste mejor, huele mejor, se contonea mejor, y su retórica es, a menudo, insuperable, porque prescinde del argumento y en cuanto se la somete a examen, desenvaina sus garras, finge, engaña y hiere a quien la ponga en evidencia. 

A menudo, esta voz, la voz que araña, se alía con la pancista. Ambas pueden llegar a formar un equipo imbatible y si se lo proponen, si en su alianza intuyen  buenas perspectivas de futuro, no dudarán en hacerse oír hasta convertirse en  hegemónicas, aunque para ello nos levanten a todos la piel a tiras. Hay algunos buenos ejemplos de voces pancistas, también llamadas oportunistas. Son voces biológicamente preparadas para el camuflaje, el disfraz y el disimulo.  Se las puede escuchar refinadas, por momentos alambicadas, incluso a veces apasionadas, y en público suenan igual que el run run sofisticado de un automóvil de lujo.

Pero hay a quien este género  de voz le parece curioso y se empeña en estudiarlo de cerca, en la intimidad de sus madrigueras, donde sus congéneres se  presumen a salvo de  taquígrafas y de la luz indiscreta. Esa labor de campo, paciente y reservada, a veces obtiene sus frutos, y nos desvela la verdadera naturaleza del sonido pancista: “Aquí estoy, tocándome los cojones,que para eso me hice diputado”; ¿a quién hay que chupársela? ¿A otro?, pues aotro. Vamos a por él,si siempre es lo mismo tío”; “por lo menos a alguien quepuedas chupársela que le conozcas...” 

En otras ocasiones, la voz pancista ha tomado su  forma escrita. Un buen ejemplo es el que regaló a los  buscadores de  voces el mismísimo presidente del gobierno, una de las voces pancistas más reconocidas por los biólogos:  “Luis, se fuerte”, le rogó la voz de Mariano Rajoy a otra eximia voz pancista.

Sin embargo, a pasar de que ya son muchas las veces que se ha desvelado la intimidad de sus sonidos, no parecen demasiado preocupados por las revelaciones constantes  sobre su verdadera naturaleza. Su voz sigue siendo firme, en apariencia convencida, en la forma  poderosa, y como quiera que su alianza con las voces que arañan es consistente y efectiva, prevén que nuevamente convencerán los oídos de unos cinco o seis millones de personas. Estúpidos de voz estúpida que se tapan las orejas sólo cuando escuchan voces generosas.

jueves, 23 de julio de 2015

Mas Romeva



Nadie, que yo sepa, solicitó públicamente a  Artur Mas su  opinión sobre el referéndum griego. De haber existido un periodista con el valor suficiente para interpelarle en este sentido, no es difícil imaginar la mueca de vértigo reprimido ante esta  incomodísima pregunta, pues, en coherencia con los planteamientos políticos, sociales y económicos que defiende él mismo y el partido que lidera,  la respuesta solamente podía estar en la línea de lo expresado por  líder el PP, Mariano Rajoy, y todo el corifeo neoliberal, incluido el PSOE, el PSC y Ciutadans, difundidas urbi et orbi por El Mundo, La Razón, ABC, El País,etc. que, como todo el mundo sabe, son periódicos muy catalanes que defienden la soberanía del pueblo catalán.

Con lo cual, no es nada complicado concluir que los valores democráticos tan y tan cacareados con los que Mas y los independentistas de nuevo cuño se arropan para defender el derecho a decidir, no son más que  herramientas de manipulación masiva con las que construir un artefacto de obsolescencia programada, que sería rediseñado a su tiempo para darnos a todos los catalanes con la misma receta de recortes sociales y de políticas de genuflexión y que  desmantelaría definitivamente el estado del bienestar, aniquilando los derechos sociales conquistados por el pueblo: todos de rodillas  ante los poderes financieros. Esa sería la Cataluña independiente que nos tienen preparada, y no otra. 

Es decir, soberanía respecto a España, pero dependencia absoluta respecto al FMI, al BCE, al guion de relaciones sociales y económicas que establecerá el  futuro tratado de libre comercio (TTIP) con EE.UU (que se fragua alevosamente a  la sombra perversa de unos cuantos despachos)  y  a cualquier otra institución que respalde y defienda los privilegios de los de siempre, ya hablen español, catalán o qatarí. 

Esta cuestión de la hipotética respuesta de Artur Mas a una hipotética pregunta sobre el derecho de los griegos a decidir  creo que hoy es muy pertinente, a pesar de que ya hace días que se produjo el referéndum y de que el desenlace final no va ser otro que el triunfo del chantaje financiero sobre el sueño de Syriza y sobre  una salida digna a una situación económica provocada, precisamente, por los mismos chantajistas que ahora dicen tener la única solución para extinguir el mismo fuego que prendieron para calentarse. 

Y es una pregunta pertinente porque Raul Romeva, el cabeza de la  lista electoral que ha de llevarnos a la independencia, tiene  a este respecto (o tenía hasta hace dos días), las respuestas claras, justo en las antípodas de los presupuestos de Mas y de los políticos de corte neoliberal. Por eso, al conocer la noticia de que Romeva había dado su Sí Sí a compartir la historia y la política con sus archienemigos neoliberales nacionalcatólicos en aras de una hipotética desconexión con el llamado estado español, no salía de mi asombro y también, por qué no decirlo, de cierto sentimiento de traición y de vergüenza ajena.

Hace cosa de un mes, Romeva concedió una entrevista al diario electrónico ISabadell en la que argumentaba su salida de ICV y, de paso, su pensamiento en pro de la independencia. Decía el político ex - ecosocialista: “vivimos, desde hace unos años, un retroceso democrático, social, ambiental, institucional... Y eso tenemos que afrontarlo con un cambio de paradigma global. Veo la independencia no tanto como una cuestión de identidad, que respeto, sino, en mi caso, como una oportunidad para regenerar un sistema que está gripado”.

Eso es todo lo que tiene de decir un tipo extraordinariamente formado, que no ha hecho en su vida otra cosa que política. Y es que el argumento que esgrime es  un tanto peregrino, ingenuo, o si se me apura, mendaz, porque Raul Romeva, un tipo inteligente para quien la política ha sido durante toda su vida  su profesión, sabe perfectamente que, en Cataluña, los protagonistas, los auténticos autores de ese retroceso del que se lamenta son, a saber: el Partido Popular, organización criminal que ha esquilmado el país, a la cual, el llamado problema catalán le ha venido como agua de mayo para mantener mal que bien su base electoral; el PSOE, que nos cambió la constitución de la noche a la mañana y nos puso en manos de la Troika; pero también, y sobre todo,  CiU, partido que fundamenta su historia en la corrupción y  que ha votado codo con codo, durante toda su historia, las leyes más retrógradas junto al PP; ERC, cómplice del cierre de camas y plantas hospitalarias, de centros educativos, coautor de los presupuesto más reaccionarios de los últimos tiempos en Cataluña y, por fin,  las llamadas asociaciones cívicas catalanas (ANC y Omnium Cultural)  que no han hecho a lo largo de toda su trayectoria otra cosa que apoyar con su silencio, o tácitamente, las políticas  neoliberales convergentes, impulsadas por  La Familia Pujol y su red clientelar, que hoy todavía campa a sus anchas. 

Pero, más allá de contradicciones ideológicas palmarias,  en todo este asunto del encabezamiento de la lista unitaria para la independencia, la capacidad ilimitada  de Romeva para la incoherencia con la que alimenta su vanidad y su  ambición no tienen parangón. Vuelvo a la misma entrevista de ISabadell, realizada el día 7 de junio y publicada el 8, (un mes antes de su Sí Sí a encabezar la lista por la independencia). Dice Raul Romeva: “En estos momentos tengo una deuda, no diré moral, con Iniciativa. Estos 10 años que he representado en ICV son suficientemente importantes para que no utilice esta situación para buscar otras chaquetas [la negrita es mía]. Mi etapa institucional en el Parlamento Europeo se había terminado y es cierto que desde Iniciativa nunca me habían cerrado la puerta a continuar en el partido a pesar de las discrepancias en el tema nacional. No me parece coherente continuar mi discurso desde otras opciones. Además hay vida fuera de la política [la negrita vuelve a ser mía]”. 

¡Ahí está, sí señor, con un par!  A pesar de sus declaraciones de hace tan solo un mes, resulta que hay Mas Romeva para rato. Sin embargo, de algún modo, la decisión de saltarse a la torera también sus propios principios morales y contradecir por la vía de los hechos sus propias declaraciones, es comprensible, pues forma parte de  la condición humana. O dicho de otro modo: ¿A quién le amarga un dulce?. Porque, que estés tan tranquilo, sentadito en el sofá de tu casa, pensando en el tipo de vida que te espera fuera de la política, y de repente, una tarde canicular del mes de Julio llamen a tu puerta y aparezca en el saloncito lo más granado de la élite política catalana  y te proponga, así, de sopetón, sin darle tiempo a que el té se enfríe, que encabeces una lista electoral que pueden llegar a votar unos cuantos cientos de miles de ciudadanos, pues hombre, en un primer instante le entran retortijones al más pintado. Pero, resuelta la conmoción inicial, no es difícil imaginar en unos pocos segundos el devenir personal y profesional que a uno le espera. De modo que uno se guarda para mejor ocasión  los principios de toda índole y color y, sin mediar más que la lógica consulta a la consorte, dice ¡que SÍ, que SÍ!, y a disfrutar del momento, que la vida son dos días. 

El hecho es que la jugada ha sido maestra. Una vez más, en Cataluña, el asunto soberanista – o llámese como se quiera- ha servido para substituir los sueños de emancipación social por los sueños de emancipación nacional. Es decir, el llamado proceso independentista substituye la posibilidad  real de un gobierno para la gente por la de un gobierno para mantener los privilegios de los de siempre.  Respetando las diferencias lógicas de las  coyunturas históricas, ocurrió lo mismo a principios del siglo XX  para desarticular el  movimiento obrero; ocurrió lo mismo durante la II República; y en la transición post franquista, y está ocurriendo ahora; ahora que una alternativa social y transformadora, espoleada por la crisis económica y por el triunfo de candidaturas de unidad popular en alguna de  las ciudades españolas más importantes, podría haber asaltado el poder también en Cataluña.

 Ahora que sí se puede, el poder de siempre, cuyo principal objetivo es seguir manteniendo los privilegios a costa de la gente, ofrece  un señuelo identitario capaz de enfrentarse a ese fantasma que recorre España o Cataluña, bajo la misma apariencia organizativa que su enemigo. Ahora que sí se puede, el poder de siempre  ha encontrado en la imagen joven, elegante, educada, experimentada y progresista de un tipo híbrido que ha vendido su alma al diablo -a medio camino entre un Varoufakis aguerrido y un Duran i Lleida charmante- el instrumento perfecto con el que perpetuarse unos cuantos años más, disfrazado y perfumado con los aromas más seductores del tocador de la política travestida.

Ya veremos cómo termina todo. Yo no me imagino a la Ferrusola votando a Romeva. ¿O quizá sí? En realidad, probablemente esa sea la cuestión.

lunes, 20 de julio de 2015

Sinestesia (2)



Mi voz es hueca, lo tengo comprobado. Siempre  que mis palabras quedan registradas  dentro de  algún artilugio y tengo la oportunidad  de escucharme, me llega un sonido plateado parecido a la tonalidad metálica que lucían en sus acabados aquellos antiguos amplificadores de alta fidelidad por los que lampábamos los adolescentes de la clase obrera.

Sin embargo, o quizá precisamente por eso, el  color del sonido que surge de mis cuerdas vocales al vibrar, y que le confiere toda  su personalidad,  es metálico pero  quincallero, manufacturado con  la materia con la que se fabrican los útiles de cocina pobre,  de tal manera que mi voz se escucha  como si se encontrase aprisionada en un cilindro, o  en un cazo de servir sopa. Debe ser esa la razón por la que  su  resultado suele ser  un batiburrillo de fonemas cóncavos y  grisáceos que, encadenados, finalmente  construyen  frases hundidas, surgidas -en apariencia- del fondo de un pozo, donde manan, se aúnan y se agitan  el agua oscura y los ecos fríos. 

De todos modos, para ser sincero, en muy pocas ocasiones alguien tiene el interés de grabar lo que yo digo. Y a veces pienso que hacen bien, pues suelo desdecirme de mis opiniones  al día siguiente de expresarlas con toda la vehemencia de la que soy capaz, para declarar después, con toda contundencia y credibilidad, justamente las contrarias.

Así es que, por lo que a mí respecta, muy pocos saben a qué atenerse, y ese debe ser el motivo gracias al cual, ni conocidos ni desconocidos quieren perder su tiempo en registrar la emisión contradictoria de mis sonidos.

Sin embargo diré que jamás hablo para ordenar, pocas veces para insultar y -es verdad, lo reconozco- a menudo lo hago  para emitir juicios, opiniones  o iniciar y desarrollar hasta más allá del límite humano una controversia.  A pesar de mi afición hacia el debate apasionado,  tengo que decir que he practicado muy poco  la voz imperativa; la pintaría  intuitivamente, apenas esbozada, como  una sombra al carbón trazada con el bies de la punta del lapicero, muy, muy fácil de borrar, difuminada y eliminada para siempre  gracias al frote  leve sobre el  papel  de la añorada goma Milan.  

Eso sí: cuando emito juicios y opiniones en el intervalo más caliente de las polémicas,  mi verbo es encarnado. Entonces adquiere la máxima expresión de la  ridiculez, porque  mi parlamento se tiñe por completo de la oquedad  plomiza de la que hablaba al principio y mucho me temo que mis razones y mis sinrazones brotan en esos momentos  igual que surge en una cocina el súbito e inesperado estrépito de cacharros de hojalata chocando contra el suelo.

La consecuencia  de tal alboroto es doble. Hay quienes abren mucho los ojos, asombrados quizá ante el espectáculo que ofrezco, y hay quienes, muy discretamente, optan por retirarse del fragor de mis razones con la excusa de fumar un cigarrillo o de aliviar sus  esfínteres y vejigas, o de ambas cosas -sucesivamente  o al mismo tiempo- protegiendo  así, gracias a esa eficacísima mixtura aromática, sus oídos y sus mentes. 

Pocas veces insulto. Yo diría que insulto en la intimidad, hacia dentro, hacia mí mismo, cuando conduzco, por ejemplo, o cuando leo un periódico, o escucho un telenoticias. Mis insultos son como ventosidades después de un atracón, el efluvio que resulta de la flatulencia producida por una digestión pesada y que uno procura emitir extramuros, estentóreamente pero en privado. Nadie tiene porqué saber que uno es humano y que hace lo que todo el mundo hace.

Además, en mi opinión,  el  olor de un insulto pertenece al ámbito de lo individual, de lo privado.  Lo que al destinatario de mis improperios  podría parecerle  un miasma fétido, a mí me  resulta una fragancia muy próxima, reconocida como parte de mi propio ser  en su misma hediondez. De hecho, son palabras que salen de muy adentro, producto del proceso biológico  y visceral por antonomasia. Quizá por eso los estadios de fútbol no huelen mal, porque allí el insulto es insustancial, simple, primario; surge de una frustración rudimentaria, pesa menos que el aire, y se eleva instantáneamente hasta diluirse entre al fragor urbano más allá de las gradas.

Me pregunto a qué huele una manifestación. Ni si quiera se me ha ocurrido pensar si insultamos lo suficiente  en una manifestación. Habría que ir bien comidos a una manifestación, ahítos de legumbre (el alimento del pueblo) y compartir allí con nuestros semejantes  los improperios más aromáticamente  hirientes de que fuésemos capaces; transformar un eslogan ingenioso o una reivindicación educada  en una  arma letal biológica con la que corromper los oídos de quienes, en apariencia, nunca insultan, porque sus pedos se deslizan silenciosos, viscosos, suavemente hacia las alcantarillas, que es el lugar  donde el poder cuece sus potajes. 

Yo ya he hablado de mi voz. En una próxima entrega  me encargaré de las ajenas.

miércoles, 8 de julio de 2015

Sinestesia (1)



El fragor blanquecino de las olas y el silencio negro de la noche violado en cada esquina a la luz de cien lámparas estruendosas. El calor sordo de la calina envuelto en el papel de celofán, donde corean el reposo solar las chicharras estivales. Venus y Júpiter, tan cerca, y tan lejos, despidiéndose de un largo idilio  y, además, en medio de todo esto,  un libro terrible que me encontró hace unas semanas y  que me acompaña durante  estos días -días decisivos-  en el que aparecen desventrados, grises, sin contornos,  hombres  explotados por hombres, hombres expulsados, desposeídos de toda dignidad, desenraizados a causa de la miseria que fabrican  quienes les acogen. 

Lo  leo en mi paz burguesa de un bar con vistas al mar, en el que no se sienta nadie, porque su propietario desconoce el glamour costero, o  quizá, sencillamente, porque  es sucio y anticuado. Pero yo me siento siempre aquí  porque me llega el  azul marino  enmarcado  entre las curvas abovedadas de una arcada enladrillada, por la que se escurre  la brisa fresca a través de su arco mientras los bañistas transitan plácidamente su desnudez estrepitosa, dejando a su paso el tufo  dulzón de sus cuerpos sin limpiar, rebozados en cremas que se diluirán entre  la arena y el agua de la playa  tumultuosa; la playa de rumores ocres, verdes y ulcerados, donde  las memorias se disuelven  y los planes de futuro se encorchetan hasta más ver, si es que hay futuro, si es que hay algo que ver más allá del horizonte  callado,  hacia el que nadie mira porque hay mucho culo que juzgar, mucha teta codiciada y, sobre todo, porque hay que defender a ultranza  el centímetro cuadrado en la orilla, la posesión roja, apasionada, visceral,  de su lugar en el mundo, como si de pioneros de las américas se tratase,  justo en esos instantes de descanso…

Y todo esto es lo que pienso a causa de la lectura de un libro que quizá no debería leer, si lo que ambiciono es un verano libre de sinestesias; un verano claro, concreto y objetivo, que me ofrezca gambas a la plancha, vino  frío, siestas antológicas y caricias al atardecer. ¿Qué hago leyéndolo, aquí, en este preciso lugar? ¿Por qué ahora, precisamente, donde muchos ganan en tres meses lo suficiente para comer todo el año en su lugar de origen ¿Por qué leerlo donde quien me sirve el café a duras penas habla mi idioma porque dejó su país, su familia, y su presente? ¿Es un castigo?¿La venganza programada de mi estirpe? ¿Quizá un aviso del destino? ¿Un recordatorio que me aflige y recapitula mis orígenes?¿ O lo achaco solamente a la casualidad, a  lo inoportuno de la elección, a esa impertinencia obstinada que late en  algunos libros y que te interpela al acercarte a ellos? ¿O quizá se trata de una simple,  llana y dolorosa sinestesia? 

Dice John Berger en “Un séptimo hombre”: “La ciudad, como el mar, todo lo cubre y a todos encubre”. Y yo añado: si la mentira pudiese proyectar su sombra sobre las paredes de  la caverna, ésta tendría la forma de la verdad. La verdad dura, profunda y  sin contemplaciones nos golpea  con este libro escrito en 1975, reeditado por Capitán Swing Libros. El puñetazo de su vigencia  solicita de nuestra atención, de nuestra valentía, aunque para ello perdamos  por el camino la tranquilidad de los vencidos.