Las palabras indulto o
amnistía empiezan a circular por la M30 en calidad de sinónimos y a velocidad media con cierta intensidad de tráfico. Sin embargo, ambos conceptos son opuestos
entre sí. Mientras que el indulto es una
medida especial de gracia por la cual la autoridad perdona a una persona la
pena a la que había sido condenada, la amnistía actúa sobre el delito mismo y
extingue toda responsabilidad penal. Amnistía significa olvido. Indulto
significa perdón. Sin sentencia firme el
indulto es imposible. Por el contrario, la sentencia no es necesaria para que se produzca una
amnistía, pero ésta necesita de una ley.
Desde la muerte del
dictador, la única ley de amnistía que ha existido en España se aprobó en 1977. Gracias a esta ley, el Estado renunciaba a ejercer coacción penal
contra personas o colectivos que hubiesen cometido delitos de naturaleza
política entre 1936 y 1975. Es decir, que en estos momentos el Estado español puede indultar a propuesta del Consejo de
Ministros, pero no existe marco jurídico
que permita una amnistía.
Así son las cosas.
Y la cosa es que, coincidiendo con el estado de
la circulación en la M30, y a causa de mis
filias y mis fobias literarias, a mí se me ha presentado el dilema de amnistiar o indultar. ¿Olvido o perdono?. El olvido es para
siempre. Ya no hay vuelta atrás. La memoria, el recuerdo y el reproche son
imposibles después del olvido. Por eso, amnistiar es multiplicar por cero, y
nada se puede hacer con lo que no existe, ni siquiera la evocación del pecado,
la rememoración de la falta o la huella del delito, extinguidas para siempre igual que el papel
en la hoguera.
Sin embargo, el perdón no
conlleva la amnesia. El perdón obliga a quien lo pide. El perdón es vasallaje y
reciprocidad ineludible. El perdón es esclavitud. El abrazo del perdón es opresivo. Lejos de lo que comúnmente creemos,
el perdón no condona ni conmuta; más bien todo lo contrario. Tras el aspecto de la generosa indulgencia, el perdón establece
un contrato basado en una relación de
poder, en el que el infractor eximido se ve obligado a rendir pleitesías a su exculpador.
Quien acepta el perdón se somete. Quien perdona sojuzga y ocupa la posición
preminente.
Afortunadamente, solamente yo, mis
principios y mi muy lastimada coherencia
ética sufrirán algún cambio en caso de
que no logre resolver adecuadamente la disyuntiva, que en ejemplos parecidos he
sabido solventar sin demasiados problemas de conciencia.
Un par de muestras. No
leo a Mario Vargas Llosa. Lo último que leí fue “La tía Julia y el
escribidor”. Debido a su pose de aristócrata cultivado, a su adscripción
neoliberal y a su condescendencia con regímenes autoritarios, decidí juzgarle y condenarle, sin posibilidad de perdón.
Tampoco leo al celebrado
poeta Jaime Gil de Biedma. Me resulta imposible posar mis ojos sobre las letras
pequeñas de sus versos mientras recuerdo
la infancia destruida de los niños que sufrieron el horror y la inclemencia de sus manos y de
su cuerpo. Ni le perdono ni le olvido.
Estrictamente, nadie me
puede acusar de prejuzgar. Alguien prejuzga
cuando sentencia a un semejante de un modo anticipado y en base a generalidades
poco contrastadas. Las trayectorias y los hechos de ambos escritores son de sobras
conocidas, de manera que no: mi
sentencia condenatoria, sin posibilidad de indulto, y mucho menos de
amnistía, no es en absoluto suspicaz, porque
además la dicto en base a mi particular
legislación íntima que vincula y obliga a mis principios.
Podría dar otros
ejemplos, aunque no hay muchos más, porque en lo tocante a la literatura he ido
atenuando mi actividad legisladora con
el fin de no renunciar al placer de leer a los mejores. Y es que muchos de
los mejores –igual que los peores, o que la más excelsa medianía-
arrojan a sus existencias amplias y
perturbadoras zonas de oscuras sombras que, de adentrarnos en ellas,
provocarían mi rechazo, mi prejuicio y mi firme sentencia, y quiero -o
necesito- seguir leyendo.
Uno de los mejores es Josep
Pla, que se caracteriza fundamentalmente por dos hechos. Fue, es y será el mejor prosista en lengua catalana de la historia, al tiempo que un franquista convencido y tremendamente proactivo. Durante la Guerra Civil se convirtió en el agente
número 10 del Servicio de Información de Fronteras del Noroeste de España
conocido como el SIFNE.
Pla tuvo un papel destacado en varias operaciones estratégicas de espionaje que influyeron muy directamente en el desarrollo de algunos acontecimientos de nuestra Guerra en Catalunya. Además, desde bien temprano, rindió su pluma a Franco, camuflada con seudónimo, y escribió artículos muy beligerantes contra la II República Española en el semanario falangista FE, y en el diario Arriba, que simultaneaba con sus escritos en ‘La Veu de Catalunya’, donde firmaba con su nombre y apellido, jugando así un doble papel.
Pla tuvo un papel destacado en varias operaciones estratégicas de espionaje que influyeron muy directamente en el desarrollo de algunos acontecimientos de nuestra Guerra en Catalunya. Además, desde bien temprano, rindió su pluma a Franco, camuflada con seudónimo, y escribió artículos muy beligerantes contra la II República Española en el semanario falangista FE, y en el diario Arriba, que simultaneaba con sus escritos en ‘La Veu de Catalunya’, donde firmaba con su nombre y apellido, jugando así un doble papel.
Por todo ello, hasta hace
bien pocos años, me negaba a leer a Josep Pla. Pero una tarde de mar, llevado en volandas por un fuerte Mistral, entré en una librería y me hice con
“Quadern Gris”. Quedé maravillado. Expresé
y compartí las sensaciones que me
produjo en un puñado de páginas publicadas
en este mismo blog títuladas “La maldición de Josep Pla”.
Sin embargo, en aquellos
días no pensé en indulto alguno, y
mucho menos en amnistiar al escritor ampurdanés. A pesar de su estilo brillante
y del amor por la literatura que se desprende de cada una de sus frases, Pla continuaba prisionero de mis principios.
Y más cuando, al poco tiempo de haber
leído su Quadern, el alcalde de Sabadell, aconsejado por la estulticia y
la estupidez de un supuesto historiador, propuso -por ser español y no sé qué
más idioteces- el fusilamiento sumario del callejero
de la ciudad a Don Antonio Machado, respetando, eso sí, la calle
que nombra a Pla quien, curiosamente, como
si de un sarcasmo se tratase, luce placa junto a otras del mismo barrio dedicadas a
escritores catalanes de republicanismo conocido, como Manuel de Pedrolo ( afiliado a la FAI-CNT
durante la Guerra Civil), Agustí Bartra (republicano, exiliado en 1939),
Salvador Espriu (detenido por la policía franquista) o Prudenci Bertrana (nacionalista republicano).
Así son estos tiempos,
tiempos sectarios, de mentes ínfimas, solamente adecuadas para deambular entre calles
estrechas, como el título de una de las pocas novelas que escribió Pla y que ha
llegado hasta mí de manera insospechada.
Encontré “El carrer Estret” dentro del tronco muerto de un árbol que se
utiliza para el intercambio anónimo de libros usados. Es una vieja edición de
aquellos tiempos ilusos en los que las Cajas de Ahorros regalaban por
Sant Jordi un libro a sus clientes. Habría
dejado allí el libro alguien con necesidad de
espacio en sus estanterías, o el joven heredero de algún viejo lector
con pocas ganas de seguir las virtuosas costumbres de su abuelo. En cualquier caso, gracias por el regalo.
“El carrer Estret” es una
novela deliciosa que se paladea como un
caramelo, que deja en la memoria y en el poco tiempo que se invierte en
su lectura una agradable sensación de haber aprovechado unas cuantas horas de nuestra vida al goce,
al puro placer estético, al regocijo y deleite de la lectura. Y es que en esta novela,
escrita entre 1949 y 1951, Pla exhibe
todo su poderío para la descripción. Su capacidad para ofrecer el
detalle es asombrosa. El conocimiento
exhaustivo del idioma y el control absoluto de la sintaxis le permite adjetivar de manera
precisa y moldear literariamente cada
frase, logrando un equilibrio perfecto, liberando al texto de fuegos artificiales, haciendo gala de
esa naturalidad que persigue todo el que pretende escribir, pero que a muy
pocos es dada.
A través de la mirada y
la narración en primera persona del nuevo veterinario de la localidad gerundense
de Torrelles, Pla nos presenta en “El carrer Estret una serie de
personajes entrañables escogidos entre
los vecinos del pueblo. La cotidianidad, el monótono discurrir de sus vidas, las singularidades de unos y otros y algún que
otro acontecimiento sujeto al chisme y el chafardeo se transforman gracias a la pluma de Josep
Pla en materia literaria, más allá del
costumbrismo, porque el escritor no desperdicia momento, pasaje o escena para
ofrecernos sabrosas reflexiones, ideas y pensamientos que trascienden lo puramente localista partiendo de las inquietudes humildes de sus protagonistas,
representantes de un devenir humano sin más ambición que casarse bien, mantener
con vida el ganado, conservar la amistad, o ganar la partida de cartas en el
casino.
Y todo quizás porque el
autor, aprovechando a su narrador,
piensa que (traduzco directamente del catalán) “las cosas sencillas cada día
me apasionan y me gustan más. Estoy tan fatigado de constatar que detrás de las grandes cosas no hay
absolutamente nada, que tiendo casi
inconscientemente a valorar las cosas con criterio contrario a sus dimensiones
externas”. Porque, de hecho, "todos
sabemos exactamente el sentido de nuestra vida. Cuando nos encontramos a solas
con nosotros mismos sabemos perfectamente lo que queremos. Lo que ocurre es que
es tan insignificante, tan irrisorio, que no se puede explicar ni a los amigos
más íntimos”.
Pero no sólo conocemos el
microcosmos de Torrelles a través del nuevo veterinario. Su asistenta, la
señora Francisqueta, nos ofrece las
anécdotas y los acontecimientos más jugosos del libro. Francisqueta es el alma de la novela. Su interés
por las vidas ajenas es proverbial , y como resultado de sus perspicacia y
afición incontenible al chismorreo, conocemos
igual que el veterinario, hasta el último detalle las vicisitudes de los vecinos.
Aunque tal y como sigue
reflexionando el narrador, “en realidad no se ha producido nada de
espectacular, nada que la literatura grandilocuente y noble considerase
necesario- ni siquiera posible- de recoger. A la gente gris, opaca, corriente,
que puebla la superficie de la tierra, no le ocurre nunca nada de particular,
nada de nuevo, nada importante. La vida comienza, la vida continua, la vida se
acaba en circunstancias más o menos parecidas, con más o menos dinero, con más
o menos sensibilidad, con más o menos lucidez. En realidad no pasa nada.“
De modo que “El carrer
Estret” y Torrelles devienen, gracias al
gran talento de Josep Pla , en el lugar
donde el ser humano representa su papel más esencial; donde, a pesar de las
circunstancias concretas, de la especificidad del lugar y de la lejanía del tiempo, nos encontramos a nosotros mismos.
Así es que, ¿indulto o
amnistía? Mi conciencia, y la memoria de mis héroes no me permiten amnistiarle.
No puedo olvidar, porque si olvido, cientos de miles de vidas sacrificadas por la democracia y la
libertad quedarán sepultadas bajo la sombra infame de la amnesia que arrojaron
como cal viva, sobre la historia, los vencedores. La memoria de gentes
sencillas, de vidas corrientes, irrisorias, a las que nunca les pasaba nada, hasta que la
grandilocuencia de los salvapatrias derrumbó sus puertas y acabó con sus
existencias.
Otrosí, reunidas en Consejo de Ministros mi
conciencia y mis principios, junto a mis ideales y a las enseñanzas de mis
mayores, ante la petición unánime de La Remei, el Massaguer, el señor Valls, la
Roseta, el Baldiri, Doña Pura, el Ramonet, el Enric, la Elvira, y todos los
parroquianos del Bar Montseny , en obediencia a la
autoridad que emana del pueblo de Torrelles y de los vecinos de 'El carrer
Estret', este Consejo ha decidido por
unanimidad, y después de valorar muy positivamente la obra literaria de Josep
Pla, negar el indulto al escritor
ampurdanés, quien permanecerá en la prisión de mis escrúpulos hasta el día de mi muerte, momento a partir del cual será liberado.
Cúmplase.