No hay día en el que la muerte no trabaje. Sin embargo,
solamente reconocemos su labor cuando la sufrimos de cerca; en su versión más
trágica, cuando se lleva multitudes por delante; cuando el finado es relevante o cuando se produce
luctuosamente y es noticia en la sección
de sucesos.
(Suceso, curiosa palabra, sinónima de acontecimiento, episodio, asunto, hecho, evento o circunstancia… con la que los periódicos etiquetan la sección en la que informan de los asesinatos cometidos; parece como si de ese modo se nos quisiese dar a entender -o quién sabe si advertir- que las demás noticias son ficciones, que no han sucedido, que son una invención de la vida, que en realidad, el suceso, aquello que es, que de verdad acontece, pertenece en exclusiva a la faceta cainita de la muerte.
Quién sabe. Quizás sea a la inversa; quizá un suceso, al fin y al
cabo, es algo que no tiene la más mínima importancia. ¿Qué es un suceso
comparado con la política nacional e
internacional?. ¿Y qué comparado con el procès, o con la investidura de un presidente? Solamente un
ser humano muerto a manos de otro. )
Uno de los hombres
que con más acierto y belleza reflexionó sobre la muerte fue el poeta guerrero Jorge
Manrique. De uno u otro modo, el ser humano siempre ha sabido que la muerte nos
iguala. Desde que nos atribula la razón sabemos que tanto da el linaje y la riqueza, tanto los metros cuadrados del
mausoleo en el que nos entierren, o la blancura del mármol que selle nuestra
tumba, porque una vez dentro nadie puede testimoniar el silencio, el frío y la
oscuridad. Efectivamente, todo eso lo sabíamos, pero fue Manrique quien mejor nos lo dijo.
Sin embargo, durante
esta última semana, poco a poco se me ha
ido gestando por dentro, como la lombriz solitaria, la refutación al poeta jienense, o lo que es
lo mismo, la impugnación sumaria sobre la igualdad del ser humano ante la
muerte, una de las pocas consideraciones que concita el acuerdo universal.
Porque ante la muerte, todavía hay clases. No me refiero
al modo de morir. En la cama, en la trinchera, asesinado, de repente, amando,
durmiendo, comiendo, hablando, cantando o sufriendo. Desnudo o vestido. Limpio
o sucio. Hambriento o saciado. Solo o acompañado. Ni siquiera hablo del estado
de la conciencia de cada cual, cuando
nos llega el momento y los demonios de
nuestras miserias se nos aparecen para relatarnos nuestras propias vidas.
Quiero
decir, de una vez por todas -la de vueltas que estoy dando para decirlo. Ni que
le tuviese miedo a la muerte- que no son lo mismo las muertes de Rita Barberà, de Fidel Castro o de Marcos Ana. Mejor dicho. Que Rita Barberà, Fidel Castro y Marcos Ana no son iguales ante
la muerte. Es más. Por motivos más que
obvios, no fueron nunca iguales y la
muerte tampoco conseguirá uniformar su
figura y su memoria, en su eternidad de muertos.
Ya sé que a partir de ahora los pocos lectores de este
blog se van a dividir entre los que van a seguir leyendo y los que van a volver
a Google, en busca de otros aires más políticamente correctos. Y es que, durante estos últimos días, las
redes sociales, las televisiones, las emisoras de radio y los periódicos han
dado buena cuenta de las filias y de las fobias ideológicas de cada cual, enfrentadas a cuenta de las tres defunciones
que el destino ha reunido en un puño de tiempo, de tal manera que la semana nos
ha dejado exhaustos de tanto practicar analógica y digitalmente el
lanzamiento de muerto a la cara.
Yo, personalmente,
aporté mi humilde grano de arena, porque pronto comprendí que la muerte no nos
equipara; porque lo que construimos en vida y el recuerdo que dejamos con nuestro
proceder nos caracteriza y nos diferencia.
Por eso escribí que, a pesar de que Rita Barberà era católica, apostólica romana y Marcos Ana un ateo comunista, tengo muy claro quién de los dos se ha ganado el cielo.
Por eso escribí que la Muerte, Rita Barberà y Marcos Ana nos ayudan a entender que no todos somos iguales.
Por eso recordaba a Rita Barberà cuando se mofaba públicamente de la muerte ajena, desde el balcón podrido de su poder.
Por eso escribí que la muerte no nos hace buenos. La muerte no tiene porqué provocarnos un sentimiento de respeto hacia el difunto. La Muerte no nos dignifica gratuitamente. Nos dignifica ante los demás como premio a lo que uno ha sido en vida, es decir, el recuerdo, que es lo único propio que dejamos tres nuestra existencia. Maquiavelo lo decía mejor: “A unos la muerte los volverá gloriosos; a otros los dejará en sempiterna infàmia”.
Por eso la muerte nos hace diferentes.
Por eso escribí que, a pesar de que Rita Barberà era católica, apostólica romana y Marcos Ana un ateo comunista, tengo muy claro quién de los dos se ha ganado el cielo.
Por eso escribí que la Muerte, Rita Barberà y Marcos Ana nos ayudan a entender que no todos somos iguales.
Por eso recordaba a Rita Barberà cuando se mofaba públicamente de la muerte ajena, desde el balcón podrido de su poder.
Por eso escribí que la muerte no nos hace buenos. La muerte no tiene porqué provocarnos un sentimiento de respeto hacia el difunto. La Muerte no nos dignifica gratuitamente. Nos dignifica ante los demás como premio a lo que uno ha sido en vida, es decir, el recuerdo, que es lo único propio que dejamos tres nuestra existencia. Maquiavelo lo decía mejor: “A unos la muerte los volverá gloriosos; a otros los dejará en sempiterna infàmia”.
Por eso la muerte nos hace diferentes.
Por eso la muerte es la única justa justícia.
Lo declaró Fidel. La Historia nos absuelve o nos condena.
Es decir, los hechos y nuestro legado son
la única prueba admitida para el dictado de nuestra sentencia. Lo demás es
carne podrida para tertulianos bien pagados.