Y a pesar de
escuchar al perro sigo aquí, encerrado
en mi refugio, sin atreverme a
abrir la ventana para interesarme
mínimamente por lo que ahora estará sucediendo en el interior o en el exterior inmediato de ese par de metros cuadrados tan próximos. Me doy cuenta
de que por mucho que me crea un héroe
solitario que ha tomado una decisión valiente y arriesgada, soy igual
que todos los que ahora duermen más allá de estas paredes, pusilánime, cobarde
y miope; un tipo como los demás, con
miedo al dolor, que agacha la cabeza a la más mínima amenaza, como cuando yo
tenía que pasar entre aquellos pobres desgraciados que se habrían venido al
suelo con un ligero empujón. Solamente me hubiese bastado la voluntad y el
coraje para hacerlo.
Ha ladrado
largamente, quizá lastimeramente, aunque no parecían aullidos.
Por eso me inquietaban, y por eso no me he atrevido a abrir de nuevo la ventana
y ver lo que ocurría. Toda mi bravura puesta a prueba y en evidencia a causa de
los lamentos de un perro tiñoso, con más futuro bajo las ruedas de un coche que
sobre las costillas de un yonqui. Parecía
un reclamo, una llamada de atención, un aviso, o quizá una despedida, un desahogo de dolor,
o simplemente la última oración del día, la saeta quejumbrosa que canta el
drama del hombre que ya no puede, ni
quiere ni piensa ni sueña y tampoco
recuerda que puede cantar.
Tonterías.
No digo y no pienso más que tonterías,
lirismos, retórica; palabrería más o menos sensiblera para mostrar un perfil delicado,
emotivo, aunque no sé para qué, o a
quién va dirigido, ni a quién pretendo engañar, a no ser a mí mismo. De continuar así se me va
ablandar el entendimiento, y hasta las
ideas, y no me conviene. Me conviene mantener
el corazón duro, prodigarme y profundizar en mi lado más oscuro y
marginar progresivamente esta vocación orientada hacia la bondad en la que nos
educan y que tanto daño me ha hecho
durante toda mi vida. Además, he dejado atrás cosas demasiado importantes y malograría ese sacrificio si me dejase
arrastrar por mi sentimentalismo innato. Por otra parte, si estoy en este punto
del proceso ha sido gracias a un análisis exhaustivo de la situación, a través de la cual he llegado a
unas conclusiones muy concretas a las que jamás hubiese accedido a base
de églogas pastoriles.
¡Esta
es mi hora, ciudadanos, esta es mi hora, la hora de Adán.! ¡El inicio de una
nueva vida está en marcha, de una nueva existencia, el nacimiento del hombre nuevo!. Sin embargo, que nadie se lleve a engaño. Todas
las ventajas que reportará el cambio serán exclusivamente objeto de mi disfrute
particular, porque yo he sido quien ha vislumbrado la trampa y la salida a este
laberinto en el que nos tienen danzando como chinches de carreras. Que nadie piense
que voy a salvarle el culo; que nadie imagine ni por asomo que, gracias a mi
lucha y a mi audacia, voy a proporcionarle
algo que nos pertenece por ley natural (la ley natural que cantan siempre desde
sus púlpitos); todo está al
alcance de cualquiera que quiera ver, y
que solo con alargar el brazo puede tomar,
si asume un riesgo máximo, sacrificios y
renuncia, la conciencia del peligro de lo que uno se puede dejar en el camino, incluida, si es
necesario, la vida.
Durante las
semanas que llevo vividas en este
barrio, he podido probar, aún más si cabe, la tesis sobre la que trabajo desde
hace meses. El examen a mi propia
trayectoria, la evocación de algunos de
mis recuerdos y de mi pasado más
próximo ya no dejaba, prácticamente, lugar para la duda. Pero por si quedaba algún resquicio, este lugar supone
para mis planes y para conciencia el último aldabonazo, la consolidación y su
legitimidad. Vivir aquí es tanto como observar desde un lugar de privilegio los
acontecimientos que se suceden en el interior de un laboratorio humano autogestionado que funciona
a la perfección, cuyas criaturas hacen
siempre lo que se espera que deban hacer, porque todos los procesos, los
componentes y las circunstancias que las rodean se han
diseñado y se han planificado milimétricamente en función de la experiencia
que ofrece la Historia, prevista, escrita y dirigida para disfrute de unos
pocos.
Aquí vivirán
aproximadamente unas diez mil almas. El barrio se pone en marcha poco antes de
las seis de la mañana. A quienes no tengan que madrugar tanto, el trajín de los
ascensores, el gruñido de sus mecanismos y el ruido metálico de las puertas les despierta y ocupa los últimos minutos de sueño con el primer
mensaje de resignación, un duermevela consciente que transcurre entre el anhelo
del amanecer de un domingo y la realidad incuestionable de una nueva mañana
laborable que se traduce- todavía al calor de la frazada- en el enojo de dedicar los primeros pensamientos del día a lo que ayer
quedó pendiente en la empresa, a la cara que tendrá el encargado, al olor
atávico del tufo que impregna cada vagón
de metro, al deber de tener que acudir de nuevo al lugar
menos apetecible de todos los posibles lugares del mundo en el que pasar las próximas ocho, diez, o
doce horas. Y todo por la pasta. Querer tener a costa de no ser. Querer ser a
costa de no tener. Esa es la vida en la
rueda de la rata; una vida de la que he escapado, la rueda que gira y
gira, aun a sabiendas de que basta con dejar de caminar para que todo se
detenga.
Porque yo sé
cómo es la cotidianidad para mis
congéneres: un tránsito continuado desde
algo parecido a un sueño encerrado entre paredes prefabricadas conectado con la plataforma del ascensor que les traslada, siempre, a un estado inferior, para derivarlos, a continuación, hacia las
galerías subterráneas del Metro después de que hayan respirado, brevemente,
durante unos poco metros, el aire todavía sin luz de la ciudad que despierta, porque al salir del suburbano, el sol, las nubes y el cielo se dejan ver para
convencerles de que el día y la noche forman parte, aún, de las convenciones físicas de sus existencias sometidas gracias a la ilusión de
una dignidad pregonada desde los altares, las sagradas escrituras y los bancos
multinacionales de la moral, bajo la promesa del premio después del esfuerzo,
(aquí, o en el más allá, dependiendo si se lo creyeron a pies juntillas o de si
hubo en algún momento algún resquicio para la heterodoxia del descreimiento),
del presente interesado consistente en una gama relumbrante de objetos y
placeres televisivos que se ofrecen apenas
unos cuantos metros cúbicos de tierra más arriba, en la superficie de la ciudad,
donde se mostraran, en unos pocos minutos, luminosos, excelsos, tentadores,
dentro de los escaparates, mientras decenas de convoyes continúan transitando
bajo sus cimientos el transporte de
miles de estúpidos que siguen creyendo que su vida subterránea de topos con
ojos les proporcionará la llave del acceso a todo lo que no ven más que en la jornada semanal de descanso, el momento en
el que vacían el jornal calculado de sus bolsillos para
poseer estudiadas imitaciones del lujo, del bienestar y de la
recompensa, o en las tres semanas vacacionales, en las que vivirán el espejismo que les transmigrará
durante unos días a una aproximación de utopía pequeñoburguesa ubicada nuevamente en
celdas de hormigón abigarrado, esta vez
carcomido por el salitre que emerge del pedazo manso de mar alquilado con
derecho a gamba a la plancha, al vómito agrio provocado por la ingesta
indiscriminada de tinto con gaseosa, cañas de cerveza, y helados de tres sabores.