Fue hace mucho tiempo,
tanto, que cuando hallamos el cántaro no
se distinguía el color de la arcilla con que fue torneado.
Al rescatarlo oímos un tintineo que lo
golpeaba por dentro.
Durante algún instante,
si el movimiento que hacíamos no era muy brusco, parecía que algo o alguien
lo arañaba por dentro, como si rasgase con sus uñas las concavidades de sus paredes internas.
Por eso, intrigados como
estábamos y una vez limpio de toda la
tierra adherida, me apresuré a mirar a través de la boca oscura.
Antes de que retirase mi
vista, decepcionado por no encontrar más que la humedad del tiempo, me acertó en los ojos un guiño de luz que intentaba señalarme una existencia desde el fondo antiguo de barro.
Entre todos intentamos
extraerla, pero cualquier intento resultaba en vano.
Nos veíamos obligados a
manipular el objeto con extremo cuidado y no podíamos pensar en métodos
probablemente más eficaces.
Sin embargo, a pesar de
toda nuestra exquisita delicadeza, una torpeza, o quién sabe si un designio, provocó
la caída y, finalmente, el cántaro se quebró.
Entre esquirlas y
cascajos, la llave de cobre oxidada y vieja nos miró con su único ojo, tendida sobre nuestras huellas humanas. Sin entender muy bien mis propias razones, me empeñé en creer que estaba agradecida.