A priori, no lo
hagas si no estás dispuesto a mentir.
Y es que, por muy
noble que sea tu causa, la mentira será tu herramienta, y la justificarás porque,
según tu parecer y gracias a la
generosidad de tus esfuerzos, me
beneficiará.
Pero yo no quiero
que me mientas, porque si mientes una sola
vez por mi bien y te descubro, no podré
confiar nunca más en ti, y los beneficios que disfruté gracias a tu mentira me convertirán en peor persona, usufructuaria
de tus embustes.
Solamente
confiaré en ti si me dices siempre la verdad, aunque no me guste, aunque no coincida con mis deseos. Si es así, estaré
a tu lado, razonablemente ilusionado, cargado de toda la
esperanza que nos permita la complejidad de la vida.
De manera que ya
lo sabes. Si no estás dispuesto a engañar, entonces hazlo, da el paso, y pídeme
que vaya a tu lado, y explícame con calma y sosiego qué planes tienes para
todos nosotros, cómo crees que podremos reconstruir el mundo, hacia qué tipo de utopías me invitas a caminar.
Pero sobre todo no me mientas, porque no hay
sueños después de la mentira. Solamente más mentiras.
Es cierto, tienes
razón. Si estás dispuesto a mentir, otros muchos andarán contigo. Inicialmente con
paso ingenuo, confiados. Al poco, al constatar las primeras sospechas de tu
cuento, titubeantes, un tanto
desconcertados. Y cuando ya sea demasiado
tarde para volver y ya no puedas vislumbrar el inicio del camino,
verás tras de ti tu propia creación, una masa incondicional de cómplices de tu mentira que, a sabiendas de que siguen a un farsante, te animará a seguir con paso firme hacia el
lugar donde tú sabías que no había nada.
Entonces comprenderás
las consecuencias de tu obra. Pero será en vano, porque no te quedará más remedio que seguir y aceptar el destino que tú mismo trazaste
con las palabras de aquella primera mentira, que surgió por nuestro bien y que, a la postre, nos ha convertido en alguien muy parecido a ti.