En tierra se le teme y se respeta. Ingenieros, pilotos y controladores aéreos lo conocen bien. Un piloto novato, durante sus primeras
100 horas de vuelo, no puede conciliar el sueño pensando en él. Se trata, ni
más ni menos, que del punto de no
retorno, ese momento crítico en que la aeronave ha alcanzado tal velocidad para
emprender el vuelo que no existe ya modo humano ni técnico de detenerla, de
modo que el avión despega y se eleva en busca del cielo, o se queda en tierra
dramática y catastróficamente esparciendo a su alrededor fuego y ruina, su fracaso y los destinos de centenares de
vidas.
Yo le tengo un miedo pavoroso a volar. Si
viajo junto a mi amor, le provoco tales moratones en las manos que la señal
queda como un recuerdo durante semanas. Si viajo solo, no me queda más remedio
que cerrar muy fuerte los ojos, apretar el hierro de los reposabrazos hasta
casi fundirlos y esperar a escuchar la vocecita del comandante comunicando a la
torre de control que todo ha ido bien. En cada vuelo, hay dos o tres personas
que expresan su miedo más o menos igual que yo. El resto del pasaje simula
confiar plenamente en la operación, pero yo creo que en realidad, en su interior, albergan el
mismo terror, porque si no, no se entiende el silencio expectante y sepulcral
que ocupa el interior de la aeronave durante esos diez o quince minutos
críticos, solamente roto por el llanto del bebé correspondiente, un grito que a
mí, particularmente, muchas veces me suena como una nefasta premonición.
Sin embargo, visto de otro modo, ese silencio
tenso de un inicio repleto de incertidumbres, contiene en realidad las
expectativas de una vida, los sueños y también el dibujo del trayecto completo perfectamente planificado por inteligencias
ajenas. Porque antes de saber que el verdadero momento crítico de un vuelo era
el despegue, yo, a lo que le temía de verdad era al aterrizaje. De alguna
manera despegar es el equivalente a nacer y tomar tierra viene a ser como la
muerte, el final del trayecto, la ineludible llegada al destino. Por eso,
quizá, dicen los ingenieros -con esa suficiencia orgullosa y soberbia que les
caracteriza- que al aterrizaje no hay que temerle. Dicen que el piloto lo único
que tiene que hacer es encajar perfectamente el morro en la pista y dejarse
llevar, provocar la pérdida y aceptar
serenamente la tierra, el final; precipitarse hacia el suelo desde el cielo y discurrir definitivamente a través de la
pista hasta que el motor se detenga y pisemos un nuevo territorio, lo
desconocido, antes incluso de que nos dé tiempo a rememorar algún detalle de la
singladura.
El punto de no retorno no es un concepto
exclusivamente aeronáutico. Creo, más bien, que los sabios ingenieros lo
tomaron de la vida y después se hicieron con la propiedad del significado,
siguiendo la costumbre a la que les obliga su profesión. De hecho, el punto de
no retorno tiene mucho que ver con el ámbito laboral. Cuando después de años de
dedicación en una empresa viene al amo y te dice que ha seguido atentamente tu
trayectoria, que conoce perfectamente tus virtudes, tu dinamismo, creatividad,
pasión y dedicación, de tal manera que ha pensado en ti para ser su director,
su hombre de confianza para una nueva etapa, para afrontar los retos que nos
traen los nuevos tiempos, y vas y, con
ese desparpajo que te caracteriza le dices que no, que gracias por los piropos,
y por pensar en mi, pero creo que el puesto me queda grande y que, además,
tal y como estoy, estoy bien, la mar de a gusto, entonces uno, aunque
crea que ha actuado bien, en conciencia, que ha quedado como un hombre al que
hay que admirar por rechazar honradamente una oportunidad por la que muchos
matarían, lo que en realidad ha provocado es un punto de no retorno. Porque
lo que antes eran un dechado de virtudes ahora, a partir del momento justo de la
negativa, se va a convertir en un saco informe repleto de los peores defectos que cualquier profesional
pueda acopiar y, ya nunca, jamás, volverás a ser un buen colaborador digno de
la confianza de tus amos.
Y también al contrario. Cuando se abre una
oportunidad de progresar en la empresa y uno cree que en justicia esa
oportunidad le pertenece, y compite en buena lid con otras personas que creen
igualmente merecer el puesto, pero por razones ajenas al proceso de selección,
al concurso, a la competición, uno pierde, uno no se queda como estaba, porque
aunque conserve su puesto de trabajo y las mismas responsabilidades o funciones
y todo parezca seguir igual que antes de la competición, el hecho de perder ha provocado, efectivamente, un punto de no
retorno, un cambio profundo en las relaciones y en las percepciones imposible
de detener o de neutralizar del que no sacaremos más que desprecios, órdenes y
rebenques y, en el mejor de los casos, a lo sumo, cierta conmiseración paternal.
La vida misma, nuestra existencia, el breve
espacio de tiempo en el que se desenvuelve nuestra presencia en la tierra está
jalonada de puntos de no retorno. De hecho, los provoca cada decisión que tomamos en la que
se han dirimido dos disyuntivas, borrando, bloqueando o eliminando para siempre un camino a favor de
otro sin que lleguemos a saber nunca si aquello que en su momento
despreciamos en pos de la posibilidad ganadora no hubiese sido mejor opción, o
nos hubiese llevado a lugares que ahora son sumamente apetecibles pero a los
que ya nunca llegaremos por mucho que nos haya ido razonablemente bien. Y es
que el punto de no retorno no solamente nos habla de la renuncia, o de
decisiones. El punto de no retorno nos habla también de nuestra completa e
incurable inconformidad, de nuestra permanente insatisfacción que nos lleva a
añorar algo que nunca sucedió pero que a menudo imaginamos como la hipótesis
que nunca debimos obviar porque, tras ella, estamos seguros de que se hubiesen
producido innumerables acontecimientos felices, una vida completa y realizada, por mucho que nuestro presente sea el mejor
que nunca hubiésemos llegado a imaginar.
El punto de no retorno es también colectivo;
no solo nos atañe y nos condiciona como seres individuales. Hay grandes
momentos de la Historia que así lo confirman, y no me refiero a coronaciones, edictos,
asonadas o ni siquiera revoluciones. Hablo de esos momentos anónimos, que ya nadie podrá
documentar en el que el hombre ha dado pasos definitivos hacia una dirección
determinada que han condicionado toda nuestra existencia de bestias sociales de
pretenciosa y pretendida inteligencia.
Decía el glorioso narrador de “En busca
del tiempo perdido” que “el pasado no sólo no es tan fugaz, sino que, además,
permanece en su lugar” y que “estamos dispuestos a creer que las condiciones
actuales de un estado de cosas son las únicas posibles”. No creo que las palabras de Proust conduzcan
al pesimismo. Sencillamente nos ayudan a asumir nuestro pasado, repleto de
decisiones que en realidad son puntos de no retorno, de las que forzosamente
debemos aprender porque, tal y como afirma nuevamente mi admirado narrador “a veces el futuro vive en nosotros
sin que lo sepamos y nuestras palabras, que creen mentir, designan una realidad
próxima”.