Vivo encima de 'La Caixa', literalmente. Duermo, amo, como,
leo, sueño, escribo, limpio y defeco sobre 'La Caixa' a diario. Algunos días se
me ocurre que si abriese un butrón en cualquier parte de mi casa, podría hacerme
con un buen botín. Calculo que entre el
grosor de mi suelo, la bovedilla y el techo de la sucursal, lo que me separa de la caja fuerte de
‘La Caixa’ vienen a ser unos
treinta o cuarenta centímetros de
espacio vacío, no más. Después del golpe, citaría en secreto al director y con
su ayuda, a cambio de un porcentaje razonable, colocaría el dinero en un paraíso fiscal.
Mi sucursal de 'La Caixa' está muy bien dotada. Tiene a
disposición de sus clientes cuatro cajeros automáticos distribuidos a lo largo de los
bajos de la fachada del edificio que compartimos. Junto a los cajeros hay siempre
grandes fotografías impresas en vinilo pegadas a las cristaleras en las que se
pueden ver jóvenes, viejos y niños de
raza blanca reclamando nuestro dinero con su sonrisa saludable y su optimismo inalterable. A veces me da la sensación de
que esos modelos son más
familiares y próximos a mí que mis propios vecinos de escalera, mucho más feos,
gordos y achacosos, con los que
difícilmente intercambio los buenos días.
Ahora que llega el buen tiempo, el mecanismo de los cajeros
automáticos necesita mantener una temperatura estable porque, si no, podrían producirse averías y seguramente
-digo yo- podría incluso llegar a arder el dinero. Por eso cuentan con un sistema
de refrigeración que les mantiene frescos las 24 horas. Ese atemperamento no es inocuo. Durante el día, el fragor de la
calle camufla el ruido de la ventilación y prácticamente no se percibe, pero
llegada la noche, el animal que descansa del trajín financiero, el
monstruo ahíto de intereses, comisiones, preferentes y rentabilidades respira profundamente su digestión. Es, de
hecho, un monstruo rumiante, provisto de cuatro estómagos con los que
urde y transforma en la nocturnidad estival la presencia humana del
día en forma de puntos porcentuales y
expectativas de futuro. Por eso necesita respirar, llenar sus células de oxígeno
y también evacuar los gases producidos en el proceso salivar, regurgitante, absorbente y reticular que se lleva a cabo en el interior de su compleja fisiología
gastrointestinal.
Todo esto lo sé porque soy testigo directo y lo padezco a
diario. Hasta ayer mismo he estado sufriendo en silencio mi insomnio todas y
cada una de las noches, calladamente, pacientemente, con absoluto y venerable respeto a causa de la respiración constante, monótona,
y machacona de los cuatro cajeros
automáticos. No es un ruido en absoluto escandaloso. Es un rumor pertinaz que
actúa como un fluido gaseoso, casi transparente, que flota en el ambiente a
media altura impregnando la atmósfera con su fetidez sutil y discreta y que
termina por humedecer los olores y los aromas de toda la estancia con su tufo. Así
es el runrún de los cajeros de 'La Caixa', una cadencia parsimoniosa cuyo ronquido
mecánico se filtra entre los tabiques de mi casa hasta apoderarse de ella como
si fuera un zumbido canceroso. Y así no hay quien pegue ojo, un día, y otro día
y otro día, con la expectativa cotidiana de que mañana será igual al anterior.
De nada han servido protestas intempestivas, instancias
compulsadas y amenazas de demandas . El descanso y la buena digestión del
monstruo es una cuestión de Estado y nada ni nadie puede poner en riesgo su
salud, de manera que no me ha quedado otra opción que pensar en una solución radical.
Ayer por la tarde pasé por la farmacia más próxima y compré una cajita con dos tapones de goma
para colocármelos en los oídos. No lo puedo negar: el posible efecto del
remedio por el que había optado me mantuvo expectante, casi diría que
impaciente, y por eso me fui a dormir
antes que cualquier otro día. Me desvestí aprisa y abrí la cajita con cierta
ilusión, como si fuese un regalo. Son como dos pequeñas balas 9 milímetros de color anaranjado, y tienen
propiedades fosforescentes, para poder dar con ellos más fácilmente en el caso de que durante la noche se desprendan del interior de la oreja y se extravíen entre las arrugas de las sábanas . Al
cogerlos pensé que están diseñados con mucho tino porque se fabrican con un material
gomoso que se deforma a voluntad, como
un pequeño pedazo de plastilina. Cuando se encajan en el orificio del oído se
expanden como si fuesen un cono espumoso, de modo que así bloquean casi estancamente el paso de cualquier sonido que se produzca.
Me los coloqué, apagué la luz y a dormir.
¡Milagrosos! ¡Resultaban milagrosos!. ¡No oía absolutamente nada.!
Por fin iba a poder dormir plácidamente después de semanas de insomnio; por fin
podría olvidarme de la obsesión casi patológica que empezaba a producirme
cierta percepción malsana de la realidad. Pasaban los minutos y solamente escuchaba mi
respiración, el aire entrando a través de la garganta, de los bronquios, hinchando los pulmones y el vientre, exhalado por el mismo trayecto en dirección
inversa; un proceso mecánico y espontáneo por el que yo no hacía el menor
esfuerzo, sincronizado con los latidos intensos y acompasados del corazón retumbando
dentro de mí como tambores aporreados por mazas.
Era yo por dentro. Estaba asistiendo inopinadamente al espectáculo
de mi organismo vivo en pleno funcionamiento. Un carraspeo se convertía en una
convulsión, un bostezo en un huracán y el acto de tragar saliva me inquietaba
especialmente porque se amplificaban
dentro de mí -como en una caja de resonancia- los matices sonoros más
perturbadores que podríamos atribuir a repulsivos seres inexistentes. Sin embargo, tras
los primeros sobresaltos, poco a poco
fui acostumbrándome a respirar en compañía de mí mismo, identificando y aceptando todas y cada una de
las acciones fisiológicas de mi organismo con su correspondiente gama sonora. Y
cuando ya había conseguido más o menos tener bajo control la sorpresa de tan extraño descubrimiento , el
cerebro -para el que no hay descanso- empezó a mostrarse celoso, o cuando
menos, parecía reclamar su parte de protagonismo en el acontecimiento porque simultáneamente
había filtrado muy oportunamente una idea que poco a poco fue tomando peso y
que, definitivamente, ponía en riesgo el sueño reparador, tan prometedor hacía
apenas unos minutos.
Y es que estaba secuestrado. Acabé por creer que los dos
tapones en realidad actuaban como balas que amenazaban a mi conciencia, que me apuntaban
directamente hacia lo más recóndito, hacia el lugar profundo, más allá de los
ecos orgánicos, donde se elabora nuestros pensamientos oscuros, los deseos
inconfesables, las ideas que albergamos en secreto y que nunca expresamos por
temor a ser considerados unos monstruos. Estaba secuestrado porque los dos
inofensivos tapones se habían transformado en dos balas que habían
bloqueado toda escapatoria y me mantenían dentro del zulo que formaba mi propia
materia, mi propio cuerpo, y ahí no hay escapatoria posible.
No sabía qué hacer. Mantenía cerrados los ojos para ver si
caía dormido y se diluía la pesadumbre del encierro, la amenaza persistente de
mis remordimientos. Intentaba también redirigir mis pensamientos, filtrarlos o
empujarlos hacia afuera. Creo que de ese
modo conseguí -o en ese momento creí conseguir- una victoria parcial, porque percibí
a lo lejos, una leve reverberación mecánica, la reminiscencia vaga de la
respiración de mis cuatro cajeros automáticos que continuaban oxigenando,
absorbiendo y exhalando los gases de su
digestión plácidamente, sin ningún tipo de desazón o desasosiego, con plena y
sosegada asunción de su función en la vida, y entonces sentí una profunda
nostalgia de la noche anterior, y de la anterior, y de todas las otras noches
que acompañaron mi insomnio libre de toda culpa.
Me
despertó la música de la radio a la hora que habitualmente se conecta
automáticamente. Me incorporé y en los primeros gestos de desperece vi asomar
entre las arrugas de las sábanas los dos tapones anaranjados, fosforescentes.
Los cogí y los coloqué cuidadosamente dentro de su cajita.
15 comentarios:
Sí, encontrarse con uno mismo puede ser muy duro a veces.
Ya no encontrarnos, Jose, sino medianmante intuirnos, reconocernos de lejos...
Gracias por pasar, Jose
¡Salud!
Perdona Jose
Te he contestado fatal.
Quería decir que, efectivamente, ya no es duro encontrarnos a veces con nosotros mismos, sino tan solo intuirnos, o reconocernos de lejos.
Se entendía, pero gracias.
Que el dinero haya secuestrado tu subconsciente lo encuentro muy fuerte.
Moraleja: No hay moraleja. El dinero no educa, destruye.
Besos, Ester
Bueno, quizá puede llegar a parecerlo. Pensándolo bien, todos estamos secuestrados por el dinero, consciente y subsconcientemente. Otra cosa es imaginar una utopía donde el dinero no sea el centro y la clave de todo
"Sin dinero, ya no hay rock&roll, qué palo, qué palo", cantaba un grupo de la movida de los 80.
El dinero destruye a quien no lo tiene. El dinero da poder. Con dinero hay educación... Eso de que el dinero no da la felicidad es otro cuento chino, otro gran logro moral de "El Vaticano Productions", en colaboración con los que lo tienen a mares. Así que, como ves, creo que hoy no estamos muy de acuerdo
Abrazos
¡Qué le vamos a hacer!
Escucharnos es inquietante, sobre todo la respiración y el tragar, además a mí me resulta grimoso, es algo así como escuchar un tenedor sobre un plato. Yo solo he podido usar ese tipo de tapones para estudiar y aún así me costó acostumbrarme a mi propio sonido Darth Vader.
Saludos,
Yo ya me he hecho a ellos y es como si yo mismo me meciese en mis rumores
Muy bueno lo de Darth Vader ;)
Abrazos
Fantástica la entrada, por las posibilidades que abría (no de fraudadas en el remate), ya que de inmediato me puse a penasr/recordar...
Y no, nada tan claro como tu relato.
Quizás porque ya no queda tiempo para el desperece.
Besos!
Me alegro de que te haya gustado Ana.
¡Salud!
¡Qué tío, Kafka y su cucaracha a tu lado y tu autopercepción es más bien un ‘piojo tuerto’ (bolivianismo). Casualidades, a mi casa de Madrid tan abandonada este año, la flanquean una sucursal del Santander, toda roja, y una de La Caixa (que ahora pedirá pasaporte, cuando lleguen las fronteras reclamadas), muy mironiana y con sus correspondientes cajeros. Por fortuna no duermo (o dormía) encima, sino detrás dando a un jardín, pero tenía oído lo de los ruidos refrigerantes de los cajeros, ¡Pobre!
Por tanto, te recomiendo que hagas el butrón proyectado, pero en lugar de meterte por ahí para sacar dinero, mete un buen cartucho de dinamita (ojo, nada de cargas huecas, que se te vuelven hacia arriba y te vuela tu piso). No hay que ser codicioso, sino buscar la tranquilidad, porque el dinero no da la felicidad pero tranquiliza bastante y tu lo que necesitas es eso: tranquilidad, en forma de dinero o de sosiego noctámbulo. De nada.
Creo que lo mejor va a ser butrón más dinamita, para borrar pruebas.
Yo también soy de los que piensa que el dinero tranquiliza y libera.
Y ya paro, porque compartiendo semejantes planes en público, va a venir su excelencia el ministro del interior y nos va a meter un paquete que ese sí que nos va a refrigerar, a la sombra, unos cuantos años.
¡Salud!
Me ha gustado mucho, y me lo voy a releer un par de veces jajjaja. Salud.
Eres muy generosa Loli. Muchas gracias
¡salud!
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