Para Carmen, mi amor
Málaga no es París, pero es en su nombre donde habita La Maga. Fíjate que habíamos decidido ir a la ciudad de Vigo para descansar un poco un fin de semana largo; estábamos frente a la pantalla del ordenador para reservar vuelo y hotel, cuando decidimos, no sé por qué, cambiar nuestro destino por el de Málaga. No hubo causa ni justificación.
Quiso el mismo sentido caprichoso que durante esos mismos días tuviese lugar allí el Festival de Cine, así que pudimos pisar la alfombra roja extendida todo a lo largo de la calle Larios y fotografiarnos delante del fotocall como si fuésemos Penélopes y Javieres.
Famosos vimos pocos. Sólo al gran Álex O’Dogherty paseando tranquilamente por las calles de la ciudad tocado con su bombín. Tampoco creo que ningún famoso nos viese a nosotros. Si así hubiera sido, supuso una falta de educación que no se detuviesen a saludarnos. Al fin y al cabo, queríamos haber ido a Vigo y no está de más un poco de cortesía. La cortesía es importante.
Quisimos asistir a alguna proyección. Nos apetecía ver las dos últimas películas protagonizadas por Luis Tosar, probablemente el rostro más atrabiliario del cine universal, pero no había billetes. Así que nos dispusimos a subir cada uno de los pasos de la interminable pendiente que lleva al Castillo de Gibralfaro, y después visitar la hermosa y paciente Alcazaba, que resiste dignamente en sus muros y en sus arcos, la odiosa comparación con la Alhambra.
Por supuesto, nos fotografiamos también en el teatro romano, humilde y sufrido, que soporta sobre sus hombros los once últimos siglos de la Alcazaba. Quizás en la paciencia de una y la humildad del otro resida el secreto de la belleza de su conjunto, anacrónica, extemporánea, pero armónica.
Bajamos hasta la playa de La Malagueta. Comimos espetos de calamar y de sardinas; bebimos vino de la tierra; olimos y nos encandilamos con el mar azul, algo crispado, mientras decenas de estudiantes Erasmus retozaban bajo las palmeras, emborrachándose, jugando al pañuelo con una botella o simplemente fumando y charlando en un inglés de mil acentos.
Durante todos los días que estuvimos en Málaga no quisimos entrar al Museo Picasso, y tampoco a su casa natal. No nos gusta Picasso, ni él ni su pintura. Soberbio, machista y pesetero. No le perdonamos los 250.000 francos de la época que le cobró a la exangüe II República española por pintar el Guernica. No, no se lo perdonamos.
De Picasso solamente nos gusta “El loco”, una acuarela expresionista, sobrecogedora, pintada sobre vulgar papel de embalar partido en dos, realizada en 1904 y expuesta en Barcelona. Nadie pintó nunca unas manos gritándole a la realidad. Por lo demás, que disfruten a Picasso en sus salones los snobs pudientes de buen y acaudalado gusto. Dicen que Picasso cambió para siempre el arte. A veces me pregunto qué habría sido del arte sin Picasso, sin el cubismo, sin las vanguardias, sin la abstracción, sin París y sin Gertrud Stein.
Donde sí entramos fue en el antiguo palacio arzobispal, convertido en un bello museo. Aplaudo a las ciudades que expulsan de sus calles a los cuarteles y construyen en su lugar universidades, o reconvierten propiedades de la iglesia en espacios públicos para la cultura. La escalinata de entrada a este palacio es de una elegancia tan sencilla que invita a contemplarla sin cruzar sus peldaños, pero una vez que se suben todos, el visitante no desea bajarlos porque ese punto de vista superior resulta hipnótico, por las simetrías blancas enrojecidas en el suelo de cerámica encarnada y circundadas en la madera de sus barandas. La verdad es que el mimo y la delicadeza con que han restaurado el edificio produce un gran placer.
Se escuchaba el murmullo del agua de una fuente que nos tentó en el jardín de un patio adyacente, pero era el último día de la exposición que aquella misma mañana habíamos decidido ver, sin saber bien qué nos íbamos a encontrar; una exposición que, por cierto, recordaremos mientras vivamos.
Bajo el título de “La España negra” el museo de la Fundación Unicaja de Málaga ofrecía un conjunto extraordinario de cuadros pintados por Julio Romero de Torres y José Gutiérrez-Solana. En total, cerca de 100 óleos, grabados, dibujos y fotografías pinturas, que incluían también algunas de José de Ribera, Murillo, Goya, Darío de Regoyos y Sorolla.
Quedamos absolutamente subyugados por la fuerza de los personajes y de las escenas pintadas por Romero de Torres y Solana, sobre todo por la potencia expresiva de las mujeres, cuya mirada traspasa el lienzo hacia los ojos de quienes las miran. Resultaba difícil sostenerla sin sentirnos interpelados directa y personalmente por aquellos ojos que denunciaban - y al mismo tiempo se resignaban dignos y humildes- el sojuzgamiento, señalando con descaro y desvergüenza la hipocresía de un moralismo casposo de raíz eclesiástica.
En Romero de Torres y en Gutiérrez Solana no hay expresión inocente, nada resulta neutro, o simplemente decorativo. Cada pincelada es rotunda declaración. La belleza de sus obras aparece desde lo oscuro, desde lo hondo de una negrura que trasciende el tenebrismo de la noche barroca, porque su intención es ofrecernos seres humanos sometidos a un tiempo histórico desolado y desesperanzado, absolutamente condicionados, sin posibilidad de redención, encerrados para siempre en la cárcel tradicionalista de los ruedos y de los confesionarios; un país y un tiempo que sólo ofrece oscurantismo, miseria, superstición y represión moral.
Por eso las escenas protagonizadas por prostitutas, o los desnudos femeninos desprenden un erotismo, una sensualidad y una exuberancia que transforman a las modelos en mujeres resueltamente pundonorosas, que miran al pintor, y por tanto, a quienes las observan al otro lado del lienzo, con la osadía de quien no tiene nada de lo que avergonzarse, porque soportan precisamente el peso y las babas de aquellos que desde el púlpito moral las señalan y condenan al infierno.
Viendo la gestualidad dislocada y enmascarada de los personajes de Gutiérrez Solana alguien podría recordar el esperpento de Valle-Inclán, o la perturbadora negrura del Goya de Los Caprichos, pero en realidad lo que vemos es una sociedad grotesca, delatada y querellada por su propio pueblo a la que acusa a través de lo carnavalesco, única salida digna a la aridez de un presente sin puerta al futuro.
Al finalizar el recorrido encontramos el patio donde fluía y golpeaba el agua de la fuente sobre un pequeño estanque; un hermoso lugar donde atemperar el ánimo y reflexionar unos instantes en calma; proyectar en nuestro presente el pasado en el que vivieron nuestros más inmediatos antepasados. Resulta de Perogrullo tener que afirmar que la transformación es evidente. Nadie puede decir con un mínimo rigor que nada ha cambiado, o que todo sigue igual.
Saliendo a la Plaza del Obispo, frente a la fachada principal del mamotreto catedralicio, decidimos tomar un café mientras charlábamos sobre lo que habíamos visto. Al poco se acercó una mujer que nos ofreció lotería. Al decirle que no, propuso leernos la buenaventura. A mí me comparó con George Clooney y a Carmen con Beyoncé. Tampoco quisimos comprarle un ramillete de romero. Me aseguró que era capaz de adivinar mi suerte. Le respondí que era la misma que la suya y se fue disgustada, probablemente rumiando alguna maldición extensible a toda mi casta.
No trascurrió ni un minuto cuando se plantó ante mí sobre una pequeña banqueta, un señor con la intención de limpiarme las botas. Le pedí que no lo hiciera. Me replicó con fingida mueca lastimera invocando el hambre de sus hijos. Volví a insistir, y haciendo caso omiso, se dispuso a iniciar la faena. Aparté el pie y me vi obligado a explicarle que nada había más humillante que limpiarle a alguien los zapatos mientras descansa. Rezongó, me increpó y se fue en busca de otro turista.
Callejear en Málaga es un gozo. Los malagueños no han renunciado a su ciudad; comparten el espacio con los visitantes, de manera que uno no se siente dentro de un parque temático al uso, como suele ser habitual en otros destinos. Nos llamó la atención la librería ‘Rayuela’, aunque bien pensado tampoco es tan extraño porque, como decía, es inevitable encontrar en Málaga a La Maga
En el escaparate vimos “Crímenes ejemplares” de Max Aub, en una edición muy original ilustrada por un dibujante que se hace llamar Linier. También visitamos la librería del museo Thyssen y allí encontramos otras dos joyas, a saber, un catálogo biografiado con la obra completa de Gutiérrez Solana y su célebre “La España Negra”, recuperada y editada por Andrés Trapiello en la editorial “La Veleta”.
Max Aub y Gutiérrez Solana se parecen lo mismo que Romero de Torres a Gustav Klimt. Sin embargo, más allá de equivalencias y vinculaciones imposibles, ambas obras ya están unidas para siempre en mi memoria. Max Aub nos ofrece un conjunto de microcuentos que giran al alrededor del asesinato en sus múltiples variantes aderezados con toneladas de humor negro. Lo luctuoso disparatado y los móviles más absurdos de la historia del asesinato en un juego literario sin más pretensión.
En algún caso se advierte algo de trascendencia, pero el libro no es más que un entretenimiento ilustrado con rojo sangriento que haría las delicias de Tarantino. Eso sí, muchos de los microrelatos de “Crímenes ejemplares” hoy día irían a la papelera de la autocensura políticamente correcta.
Con “La España Negra” de Gutiérrez Solana no cabe la broma. La obra es literalmente un puñetazo. Podría ser un libro de viajes, pero no lo es. Podría ser una denuncia, y tampoco; el diario de un viajero, y no. El gran artista transforma en estilográfica sus pinceles para ofrecernos con la palabra un paisaje humano y geográfico de realismo impactante. El pintor y escritor ni toma partido, ni juzga, ni señala. Observa y da fe de lo que ve con el término preciso, eso sí, plasmado con una gran expresividad, que provoca en el lector la misma impresión que él recibe de las criaturas con las que comparte viaje, camino, mesa y taberna.
Y es que da la sensación de que el narrador y autor de esta obra sobrecogedora ha entrado en sus propios lienzos para convivir con los hombres y mujeres que pintó, como si hubiese tenido la necesidad de transformar el óleo que les da forma en materia humana real.
En los pueblos y lugares en los que se detiene encuentra muerte y miseria, el poder arbitrario, la crueldad de las corridas de toros, un clero embrutecido hacia el que muestra una aversión feroz, sin paliativos. Gutiérrez Solana es un auténtico maestro dibujando en pocas frases atmósferas ahumadas, agrias, sucias; espacios cochambrosos en los que malviven personas a las que cubre y resguarda de la intemperie de la miseria con el abrigo del respeto y la dignidad. Pero también es capaz de abrir el foco y con unas pocas palabras mostrarnos un país entero desde lo alto de un cerro, con resonancias larrianas donde “sentado en una de estas piedras veo la ciudad cerrada y tapiada como apartada del mundo, como una inmensa sepultura”
Durante la lectura de “La España Negra”, ante sus escenas y sus descripciones, el lector del presente cree estar ante una obra de ficción porque accede a personas lugares y costumbres difícilmente creíbles, tanto desde un punto de vista actual como histórico. Pero no: estamos en españa, estamos en 1920 “Enfrente está la cárcel; aquí hay la costumbre de que el reo la noche antes de ser agarrotado, la pase en la capilla y duerma en su ataúd relleno de paja”,
“Aquí, en esta calle, vi llevar a un niño muerto en brazos, con delantal y las botas puestas que le iban a enterrar sin caja ¡Cómo caería la tierra en su delantal , llenando sus bolsillos, los bolsillos que tanto estiman los chicos, cegando sus botas y tapando su cara!”, o “ En este Ayuntamiento, la mayoría de los días de sesión, los ediles se insultan como pejinas y se tiran los tinteros a la cabeza”
Si algo podría unir la obra de Solana con el libro de Max Aub es el crimen. El pintor da cuenta de algunos de los más renombrados en la época, ya sea por su truculencia o por la relevancia y singularidad de quienes los protagonizaron, como por ejemplo los que perpetró Juana Weber La sacamantecas, Prazini, Julia Pastrana la mujer loba, El tío lobo, el crimen del capitán Sánchez o el crimen de Calatayud.
Al iniciar la lectura de un libro, uno no sabe si va a salir de la última página tal y como entró en la primera, o por el contrario, algo ocurrirá que por dentro nos remueva. “La España negra” de Gutiérrez Solana nos inyecta desasosiego, conmoción, placer estético y una incontenible sensación de piedad, aunque sólo sea porque en realidad es una misericordia consagrada a nosotros mismos.
El último día en Málaga lo destinamos a pasear por el extraordinario Jardín Botánico “La Concepción” otra experiencia rica en sugestiones, donde el visitante disfruta de la emoción de perderse en cada recodo de los mil caminos que se abren, se cierran y se bifurcan entre un auténtico festival de vida y diversidad, acompañados únicamente por el murmuro que nace en los bosques de bambú, el susurro de las auracarias, el aroma que desprenden todas y cada uno de las plantas, la monumentalidad de sus palmeras, almeces o plátanos, y la sensación que produce de viaje en el tiempo al contemplar embebidos las raíces de algunos ficus que emergen desde la tierra como criaturas pétreas en busca de algún dios todavía sin nombre.
No recuerdo el nombre de aquella mujer que la última noche nos acompañó en el bar del hotel tomando las últimas copas. Era una mujer alta, ya entrada en años, aunque conservaba destellos de una belleza juvenil pasada. No hablaba ni palabra de español. Bebía vino blanco, que paladeaba con gusto a cada sorbo. Disfrutamos mucho con sus historias. Nos explicó que después de recorrer medio mundo, decidió instalarse en Málaga. Estaba sola y no sabía dónde empezar a buscar vivienda, pero no le importaba. Nos dijo que la ciudad le había gustado y que estaba decidida a acabar allí sus días. Al despedirnos de ella percibí en su expresión un aire melancólico. Todavía hoy, en ocasiones, vuelve a nuestra memoria, sin nombrarla, porque no recordamos su nombre. A mí me gusta creer que aquella mujer de larga melena roja y rostro rubicundo en realidad era La Maga.