Viene de aquí
La cobardía me ha demorado. Juro que he intentado continuar
“La duda del soldado”. Me avergüenza no
haber dado cumplida e inmediata respuesta al asunto que me comprometí a acometer, o a
compartir, esto es, algunos descubrimientos que me exigen horas de reflexión,
batallas internas, y el vértigo ante la consecuente y obligada reorientación de
mis puntos de vista tras la constatación de esas revelaciones.
Durante estas semanas estoy entendiendo muy bien la razón
que nos ofrece ese lugar común sobre el carácter potencialmente peligroso de un
libro, y no por trillada, vigente y cierta, pues, como todo el mundo sabe, no
hay tiranía o sistema político sin vocación de perpetuidad que renuncie a
elaborar una lista de obras prohibidas, inmorales o peligrosas, o de asentar la
férula de su autoritarismo, de consolidar la ventaja hegemónica, a través de
determinados autores y obras, que justifican,
alientan y ensalzan las bondades del régimen, del signo que sea.
Ahora, en nuestro actual contexto social de libertad,
perecería poco menos que una boutade progre decir que un libro es peligroso. En
este sentido, en plena posmodernidad, casi nadie admite la capacidad de un libro
para cambiar algo, ya no digo en el plano global, ni tan siquiera en el
personal o individual. Pocos creen ya en
los libros en cuanto a objetos difusores de pensamientos radicalmente
revolucionarios, de calado, contenedores de ideas de tal consistencia y
relevancia, que provocan en quien los lee un cambio profundo que obliga a
reconsiderar unas cuantas cosas con respecto a la propia vida y al entorno en
que se desarrolla.
Parece como si el tiempo de las sorpresas intelectuales, de
los cambios radicales, de los fines de etapas y de los nacimientos de eras se hubiese cancelado. Da
la sensación de que todo ya está dicho,
y de que ninguna de las conclusiones a las que los pensadores puedan llegar
valga la pena tomar en consideración, porque su fin no es más que el de sumar y
apilar uno sobre otro los lomos de tomos y tomos de conocimiento generado tras horas de investigación que, a falta de
consecuencias, devienen en retórica. De ahí que todo lo estemos cifrando a la
tecnología, porque es en ese ámbito donde observamos y percibimos, día a día,
cambios que van transformando la sociedad, y por eso capta nuestra completa
atención. Pero esta es otra historia.
El Dream Team que nos lo dio todo
D’Alembert,
Diderot, Kant, Montesquieu, Rousseau, Smith, Ricardo, Voltaire, Condorcet,
Goethe, Wolff, Buffon, Condillac… ¡Qué equipazo! ¿no es cierto? El Dream
Team de la Ilustración europea. Los hombres, estos sí, que cambiaron el mundo
para siempre. ¡Honor y gloria a los ilustrados, héroes intelectuales de la
humanidad, adorados en los más altos altares de la Historia, que rompieron las
cadenas feudales, abrieron de par en par las ventanas del mundo a la razón, a
la justicia y a la igualdad entre los hombres! Nadie, ni el más refractario de
los individuos con una educación media, se atrevería a cuestionar la santidad y
el papel director civilizatorio de una plantilla intelectual tan laureada.
Es una verdad tan interiorizada en lo profundo de la
sociedad, que desde entonces son núcleo sustancial de nuestra moral; tanto es así que no osamos invertir ni medio
segundo en ir más allá de la superficie de los nombres y de los titulares de la
crónica histórica de una etapa que -así lo entendemos- nos lo dio todo, la libertad, la igualdad y la
fraternidad; los ideales democráticos; la cabeza guillotinada del antiguo
régimen; la categoría universal de ciudadanía; la separación de poderes; la fractura de las cadenas de la esclavitud y de la opresión; la invención del estado
moderno; los cimientos de una nueva era amasados con los principios de la
democracia, la justicia y la igualdad entre los hombres.
El siglo XVIII y la Ilustración suponen para nuestra
colectividad el fin de la oscuridad y el
nacimiento de la luz; la victoria del bien sobre el mal; el despertar de un
nuevo mundo; el gobierno de la razón; la derrota de la tiranía; el triunfo de
la igualdad; el reinado de la ciencia;
el ocaso de la maldad; la hegemonía de la virtud; la condenación de la
ignorancia y, por fin, la epifanía de la dignidad humana universal sobre la
infamia y la iniquidad…
De ahí que los apellidos que se asocian a este cambio
extraordinario, muy poco frecuente en la Historia de la humanidad, hayan
devenido en estrellas admiradas de la historia de Occidente, en algo así como faros de la virtud. Su
importancia y su influencia en nuestras sociedades es tal, que han pasado de ser
figuras singulares, referentes intelectuales o morales, a transustanciar su
legado en la materia inspiradora con la que se forja nuestro presente y orientamos
todavía nuestros horizontes.
¿Quién es el valiente?
Por eso nadie es tan insensato como para someter a juicio a
los padres de la libertad, de la igualdad y de la razón. ¿Quién es el valiente?
¿Quién podría arriesgarse a ponerse en evidencia por pretender socavar los
cimientos intelectuales de nuestra sociedad y ensuciar con sospechas y
escepticismos el puñado de verdades con las que nos hemos construido a lo largo
de los últimos tres siglos? ¿A quién vamos a vamos a acudir cuando nos vengan
mal dadas?
El año 2016 la editorial “Pasado y Presente” publicó “La Lucha por la desigualdad. Una historia
del mundo occidental en el siglo XVIII” obra del historiador Gonzalo Pontón
(Barcelona, 1944), editor de profesión y fundador de la célebre Editorial
Crítica. El libro fue distinguido con el Premio Nacional de Ensayo; un premio
dado -presumo- a la insensatez, porque su autor, tras décadas de trabajo, nos alumbra
una obra peligrosa, uno de esos libros que, como barreno estratégicamente
colocado, es capaz de derrumbar el edificio más rampante, por muy firme que se sostenga
sobre sus cimientos, por muy poderosos sean sus sillares y por muy exhaustivas
que sean las medidas de seguridad para acceder a sus misterios, a los secretos
de su eficacia estructural.
Gonzalo Pontón, según le he oído confesar en público, se ha
preguntado desde edad bien temprana sobre el porqué de la desigualdad, sobre la
causas que motivan a lo largo de la historia la explotación, el sometimiento,
el sojuzgamiento de unos hombres sobre otros. Su vocación de historiador,
inscrito en la corriente materialista de la historia, responde a esa inquietud. “Y es que la
desigualdad ha formado parte integral del proyecto social del capitalismo desde
sus inicios, y si ahora se ha hecho más evidente, más brutal, más peligrosa, no
quiere decir que no haya recorrido toda la historia en la edad moderna” afirma
el autor en la introducción de su libro.
Respondiendo a la obsesión de los orígenes
Con su libro, el historiador catalán pretende dar cumplida
respuesta a la obsesión que le ha acompañado en la vida. De hecho, establece el
punto de la historia donde se produce el gran desequilibrio que explosionará en
el más alto nivel de desigualdad: el llamado Siglo de la Luces, el siglo de la
razón, el siglo de los philosophes, el siglo que entierra la explotación feudal.
Ese tiempo seminal en el que -según hemos aprendido- germinó toda virtud
futura, es, en realidad, el origen de una larga etapa de desigualdad y de
injusticia social que se extenderá por
todo el continente hasta finalizada la segunda Guerra Mundial.
Pero ¿Es que, acaso, durante el antiguo régimen los hombres
vivían en armonía, iguales los unos a los otros? Por su puesto que no. Pero a
partir de la segunda mitad del siglo XVIII, una parte de la población (la
burguesía pujante) deseaba transformar en poder político su potencia económica.
Se produce, entonces, una escisión, se interrumpe un equilibrio, y esa nueva
especie social no sólo mantiene una lucha a brazo partido con la aristocracia
por el control de los resortes del poder, sino que también se enfrenta a las
clases subalternas, convertidas en vasallos; si antes lo fueron de la nobleza, ahora lo son de los
industriales, de los grandes comerciantes, de los propietarios de factorías de
manufacturas, de los especuladores, pero
con un matiz tremendamente importante: se convertían en vasallos porque no
tenían más remedio que contratar su fuerza de trabajo con la nueva clase
dirigente para poder sobrevivir. Nace el capitalismo moderno.
¿Nada nuevo bajo el sol?
Alguien podría decir ahora mismo que hasta aquí, por el
momento, poca novedad. Nada nuevo bajo el sol. Ni siquiera supondría una noticia
las condiciones de miseria y de explotación a las que se sometieron a millones
de persona en todos los países de Europa, con especial saña en Inglaterra, la
demócrata y ejemplar Inglaterra, cuyo parlamento legisló para que los
industriales pudiesen contratar, por el 80% menos del sueldo, a millones de
mujeres, y a niños a partir de los cuatro años. Nadie necesita tanto del Estado
y de una legislación propicia como el propietario del capital.
En Inglaterra, el
ilustrado y filántropo David Dale,
suegro del socialista utópico Robert Owen, contrata en sus hilanderías a
centenares de niños que saca de las
parroquias de Edimburgo y Glasgow. Para poder mantener la disciplina de la mano
de obra infantil, la razón ilustrada inventó castigos como el de “el madero”,
consistente en un palo grueso de unos tres quilos de peso que se cuelga en el
cuello del niño obrero, culpable de una primera falta, como por ejemplo, hablar
durante el trabajo. Para las faltas graves los industriales ilustrados no
dudarían en “usar grilletes, cepos o la jaula, un cesto en el que se introduce
al pequeño trabajador y se le deja colgando del techo durante horas. A los más
díscolos se les cuelga de los brazos sobre las máquinas”
Ya sabemos también que gracias a las leyes, los pequeños
campesinos perdieron sus tierras a manos de los especuladores, que las
utilizaban como objeto financiero, o secuestraban el grano para encarecerlo en
época de buenas cosechas, con cuyos beneficios invertían en centros fabriles,
libres de impuestos, lo cual provocó el abandono de modos de vida seculares y
el éxodo a las ciudades, donde millones de familias se hacinaban y morían de
enfermedad, hambre y agotamiento a causa de jornadas diarias de 16 horas, sin
apenas poder alimentarse.
El Estado, el mercado y el capital, un consorcio infalible
Porque, muy al contrario de lo que se suele pensar, el
Estado juega un papel fundamental y decisivo en la industrialización inglesa,
que no requirió de grandes inversiones de capital fijo, es decir, del manoseado
riesgo emprendedor de los propietarios. Gonzalo Pontón espiga algunos ejemplos
muy significativos. En 1714 Abraham Walker solo invirtió 600 libras para
levantar su fundición en Shefield. Una máquina de vapor se podía adquirir por
200 libras. En 1792 una Jenny de 40 husos costaba seis libras y una pequeña
factoría no llegaba a las 2000. El filántropo Robert Owen amasó su fortuna con
100 libras que pidió prestadas, igual que hizo Watt o Arktwright, quien se hizo
con una hacienda que le costó 229.000 libras, el equivalente al 60% del capital
fijo de toda la industria algodonera británica.
Si a alguien le queda alguna duda, que copie las palabras de
Adam Smith, mito fundacional de la teoría de libre mercado. “El gobierno civil,
en tanto que ha sido instituido para la seguridad de la propiedad, ha sido
establecido en realidad para la defensa de los ricos contra los pobres o de
aquellos que tienen propiedad contra los que no tienen nada.”
Así es como se construyó nuestra Europa, con las leyes de
los poderosos, las riquezas y las
ambiciones de unos pocos, y las miserias y las vidas de la gente
humilde, de las clases subalternas. Esa síntesis es aplicable a cualquier país
europeo. A este paisaje humano y social tendríamos que añadir la friolera de 17
guerras (sí, 17) acaecidas durante el siglo XVIII que acabaron con la vida de
más de cuatro millones de seres humanos, en las que, de un modo u otro se
vieron involucrados la mayoría de los países.
La desigualdad categórica
La profusión de cifras y datos ofrecidos por Pontón en su
libro es apabullante, en ocasiones escalofriantes; funcionan a la manera de
pruebas de cargo con las que se demuestra el abismo de desigualdad entre las
condiciones de vida de la mayoría de los europeos con relación a las de la
minoría que les explotaba, quienes hacían de una legislación adhoc el instrumento letal con el que
perpetuar lo que Charles Tilly llamó “Acaparamiento de oportunidades”, base de
la llamada desigualdad categórica, vigente hasta hoy. (¿Dónde se forma hoy la
elite de Occidente? ¿Tienen los jóvenes que no se forman en los centros de
formación de la elite las mismas oportunidades? ¿Es cierto que un joven
talentoso de clase obrera nacido en Ciutat Badia tiene las mismas oportunidades
que el hijo de Patricia Botín?)
Nace, por tanto, en el siglo XVIII, una era en la que los
nuevos poderosos han descubierto un nuevo modo de hacerse ricos, muy ricos,
inmensamente ricos, gracias una economía basada en la oferta, y no en la
demanda, gracias a un nuevo concepto del trabajo en el que ya no tienen cabida
los gremios, o el trabajo doméstico, y en el que el agricultor , o malvive a
expensas de la fluctuación de precios impuesta por un mercado que le arruina, o
se desarraiga, y abandona sus tierras por la mísera ciudad, donde se le someterá
a una nueva división del trabajo, que rompe para siempre el tiempo y dicta una
nueva disciplina; donde el inicio y el fin de la jornada laboral en las
grandes factorías marcarán el transcurso de cada día. Será el tiempo de la
fábrica el que establezca, a partir del siglo XVIII, la cotidianidad de
millones de hombres y mujeres desde entonces hasta nuestros días.
Los ilustrados lucharon por la desigualdad
Pero, llegados aquí, ¿Dónde radica, pues, la novedad en el
planteamiento de Gonzalo Pontón? ¿Es que acaso este lector vehemente que ahora
escribe no conocía la historia? Sí, la conocía. Sin embargo, ha sido víctima de
visión parcelada, una patología que afecta a la mente, a las ideas, y no a los
ojos, y que, mucho me temo, padecemos una inmensa mayoría, sin otro antídoto
para su cura que el descubrimiento de un libro peligroso gracias al cual las
piezas de la historia, observadas siempre en su estanqueidad, rompen sus perfiles
de seguridad para encajar perfectamente unas con otras, ofreciéndonos así la
compleja realidad al completo, sin escisiones ni puntos muertos.
Y es que pareciera que a la hora de echar la vista atrás
para ver balancearse la cuna de nuestro presente, habitualmente observamos la
realidad económica y social descuartizada del pensamiento y de la cultura. Por
un lado vemos la revolución industrial con sus humos tóxicos, sus carbones, sus
fábricas textiles, las chimeneas de sus vapores dibujando el perfil de ciudades
sucias, insalubres, legiones de obreros sobreviviendo a la explotación, unos
pocos privilegiados leyendo el periódico en el club, debatiendo en los salones, trasladándose de la
mansión a la fábrica en su landó, y después a la Bolsa, y de allí al
Parlamento, donde asistirán sentados en la
tribuna de honor, a la aprobación de la enésima ley que les hará todavía
más ricos.
Y es que solemos percibir la política, con su influencia
sobre las sociedades y la economía, como
entes independientes que generan por si mismos sus propios sujetos. Esa es la
razón por cual mantenemos secesionada esta realidad histórica cruel a esa
magnífica pléyade de pensadores que constituyó el siglo de las luces. Y aquí
radica, en mi opinión, la gran novedad del libro de Gonzalo Pontón, a saber, la
imputación sin paliativos a los ilustrados de gran parte de la responsabilidad
de lo que acaeció en una de las etapas más negras de la historia moderna en
cuanto a desigualdad social. Es decir, ni luces ni justicia. Todo lo contrario.
El poder de la razón trabajando al servicio del gran capital en aras de la
construcción de una civilización basada en la desigualdad social, en la
explotación inmisericorde del hombre por el hombre.
Podría haber sido de otro modo, pero la razón también
contiene carga moral, y en este caso, ni los enciclopedistas, ni el comecuras
de Voltaire, ni el sincerísimo Kant, ni el gran Montesquieu, ni el bueno de
Rousseeau, ni muchos menos los economistas Adam Smith o David Ricardo quisieron
orientar su talento y su influencia hacia la configuración de una sociedad
justa. Atizaron el fuego de la indignación contra el antiguo
régimen para exacerbar la ira de los humildes y después, ofrecer en bandeja de
plata su fuerza de trabajo y su desprotección a la nueva clase dirigente, que
una vez asaltado el poder, solamente tiene ya que ejecutar con mano de hierro
sus planes de expansión industrial y hacerse inmensamente rica. Eso sí, con el
idioma de la racionalidad, de la ciencia y de la cultura, que les cubrirá para
la posteridad con patina de honorables señores, cultivados en el saber,
profetas y adalides del progreso.
Pero centrémonos en el título del libro, porque es
significativo: “La lucha por la desigualdad”, donde el autor trastoca los dos
significantes clásicos a través de los cuales entendemos que para obtener
derechos, es decir, para poder llegar algún día a la justicia social no hay más remedio que luchar por la
igualdad. Lo contrario, lo que nos dice el título del libro, no se entiende si no
es para marcar un nuevo significante, esto es, para decirnos que el triunfo de
los poderosos a lo largo de la historia es el fruto del denuedo, de la voluntad
decidida de algunos hombres, y no el resultado espontáneo al que aboca a las
sociedades la naturaleza de la cosas, y cuyo significado se sintetiza en la
letanía “siempre ha habido ricos y pobres, y siempre los habrá”
La desigualdad no es el calor en verano y el frío en
invierno. La desigualdad social tampoco es un concepto; es la materialización
social de los resultados conseguidos gracias a la voluntad de una minoría activa empeñada en
vivir mejor que la mayoría a costa de su trabajo, para lo cual requiere del
poder político y del poder económico. En el caso que nos ocupa, habría que sumar
la participación proactiva y decisiva del santoral laico que integran los
ilustrados, pues no solo actuaron como portadores de una coartada intelectual,
moral y ética infalibles, sino que se
expresaron públicamente en términos de desprecio absoluto hacia la clase
subalterna y contra cualquier atisbo de crítica frente a la explotación y la
desigualdad.
Los ilustrados contra Spinoza
En este sentido, es significativo como la obra del gran
Baruch Spinoza, el primer filósofo materialista avant la lettre, fuese radicalmente silenciada durante el siglo
XVIII por los ilustrados y poco menos que condenada al ostracismo. Y no es de
extrañar. En su tratado político publicado póstumamente en 1677, escribió “la
igualdad es el primer principio de una política legítima. La masa no es
culpable de su ignorancia, sino que lo son quienes le ocultan la verdad.” En su
“Etica”, Spinoza afirma que “ frente al poder, si se desea resistirlo, solo cabe
oponer poder”
Dice Gonzalo Pontón al respecto que “Spinoza proponía una visión enteramente
nueva del mundo. No solo nadie superará el en el siglo XVIII las propuestas
políticas, sociales y éticas de Spinoza, sino que una mayoría de ilustrados, encabezados
por Voltaire o Kant, hará cuanto esté en su mano para impedir la difusión del
pensamiento del filósofo de Amsterdam, que no convenía a sus proyectos […]
Spinoza se convirtió así en el espíritu malévolo autor de una ridícula quimera.”
Pero entonces, ¿Qué proponían los ilustrados? ¿Cuál era su
modelo social? Aduce Pontón que en realidad, el pensamiento filosófico y
científico del XVIII no tuvo nada de original. Galileo, Bacon, Descartes,
Kepler, Hyugens, Gassendi, Coulomb, Boyle, Bernouilli, Musschenbroek, Euler,
Lagrange, Harvey, Galvani, Volta, Grocio… ya habían alcanzado los verdaderos
hitos en el siglo XVII. Nadie en el Siglo de las Luces pudo superar a Newton o
al mismo Spinoza.
El caso es que ya Theodor Adorno afirmó
en 1947 que “La ilustración había
fracasado en lo que se había propuesto: liberar a los hombres del miedo y
establecer su soberanía”. Sin embargo, quien parece que más escribió sobre la
Ilustración fue Jonathan Israel, cuyo punto de vista sobre su carácter
revolucionario y benéfico se ha convertido en hegemónico. Según
Ponton, Israel establece una ilustración moderada y otra radical, aunque “ni
uno solo de los pretendidos radicales estaba a favor de la democracia ni de la
igualdad, sino todo lo contrario”, y ya no digamos los moderados.
El pensamiento social ilustrado
De hecho, los ilustrados franceses eran en su mayoría un
grupo aristocratizante, conservador, reaccionario y en ocasiones oscurantista,
pendientes de cargos y prebendas, como el ínclito Voltaire. “Consecuentemente,
en la lucha por la desigualdad se batieron en las filas del ejército burgués,
contra las clases populares.” De hecho, los célebres “philosophes” reclaman igualdad respecto a la nobleza, “aunque
lucharán con uñas y dientes por la desigualdad de su clase frente al pueblo
llano. Proclaman la igualdad natural , aunque no política o social, que creen
quimérica y peligrosa”
Al este de Francia, en Alemania, Kant basa su derecho a la propiedad privada en
la libertad de los propietarios porque “ estos son los únicos ciudadanos a
tener en cuenta en una sociedad de bien constituida” Suya es la máxima de
“discute cuanto quieras sobre lo que quieras, pero obedece”; un Kant que
abominó de la constitución francesa de 1793, que niega la ciudadanía para todos
los hombres y que vive temeroso de las masas porque amenazan la libertad del
individuo.
Pontón dedica un capítulo para describir cómo enfocaban los
ilustrados la educación. “A mediados del XVIII, unos 6000 años después de la invención
de la escritura, más del 90% de la población mundial era analfabeta, según
Carlo Cipolla”. El célebre Nicolás de
Condorcet aconsejó por aquel tiempo, iluminado de razón, que “ la igualdad de mentes e instrucción es
una quimera. Hemos de hallar el modo de convertir en útil esa desigualdad
necesaria”
Necker, ministro y banquero, defiende que “cuanto más se
desesperan por los impuestos, más indispensable es que reciban una educación
religiosa". Por su parte, Voltaire, el héroe de la modernidad, no se privó en
proclamar que “la privación de la lectura y la escritura es uno de los medios
más eficaces que existen para mantener al hombre del campo en su estado;
desprovisto de conocimientos, no tendrán más remedio que continuar con el
oficio de sus padres”. Y es que, según Pontón, “los hombres de la Ilustración
estaban divididos: unos no querían que los pobres no aprendiesen nada; otros
recomendaban que solo se les enseñara aquello que les fuera útil para hacer su
trabajo y se mantuvieran en su sitio.” Rousseau, en su obra la nueva Eloísa,
remata la faena, aconsejando sin rubor que “tenemos que contribuir en lo posible a
devolver a los campesinos a su condición de paz, sin ayudarlos nunca a salir de
ella.”
Eso sí, los padres de Charles Luis de Secondat, señor de la
Brède y barón de Montesquieu, internaron a su brillantísimo hijo en la Academia
Real de Juilly durante 10 años, en los que invirtieron la nada despreciable
cantidad de 7200 livres. Acaparamiento de oportunidad. Desigualdad categórica.
Garantizar la propiedad del rico
¿Cómo separar este pensamiento de la acción política ? De
ningún modo, porque aquél es la muleta sobre la que se sostiene esta. “¿Vamos a
poner fin a esta revolución o vamos a iniciar otra? Habéis hecho iguales a
todos a ojos de la ley; habéis instaurado la igualdad civil y política. Un paso más sería un acto
fatal e imperdonable. Un paso adelante por la vía de la igualdad significaría
la destrucción de la propiedad privada”. Así habló el diputado jacobino Antoine
Barnave a la Asamblea Nacional Francesa en 15 de Julio de 1791. Poco después,
en 1795, la nueva Constitución de Agosto de 1795 elimina los derechos sociales
recogidos en la anterior para “garantizar la propiedad del rico”, en boca del
diputado Boisse d’Anglas que presentó el proyecto constitucional.
Montesquieu, asiduo participante de tertulias refinadísimas
en el salón de la marquesa de Lambert y padre
de la democracia y de la separación de
poderes ( avanzada por Spinoza en el siglo anterior), no se arredró a la hora
de decir que “ el azúcar sería demasiado caro si no se
hiciese trabajar la planta que lo produce por medio de esclavos.”
(…)
No solo es Gran Bretaña, no solo es Francia, es Europa
No deseo alargarme más. He tratado de ofrecer hasta aquí, en síntesis, el carácter fiscalizador y, para mí,
absolutamente revelador del libro de Gonzalo Pontón tan solo espigando algunos
ejemplos relacionados con algunos de los nombres más conocidos de la Ilustración.
Pero para quien desee obtener una panorámica completa de lo que acaeció durante
este siglo en toda Europa aconsejo su lectura, pues es abrumadora la nómina de autores,
políticos, comerciantes, gobernantes, intelectuales o artistas que de un modo u otro
destinaron todo su empeño y dedicaron todo su talento en luchar por la desigualdad,
conformando así los fundamentos de nuestra sociedad.
Cualquiera podría pensar que tampoco nos ha ido tan mal en
Europa. Sin embargo, “la desigualdad ha formado parte integral del proyecto
social del capitalismo desde sus inicios. Desde los albores de la
industrialización hasta la primera guerra mundial no se produjo ninguna disminución
estructural de la desigualdad. En realidad sólo ha disminuido cuando una fuerza
irresistible se le ha opuesto” como es el caso del surgimiento del movimiento
obrero, cristalizado en la Primera Internacional.
Después llegaron las dos guerras mundiales, y tras la
segunda, como consecuencia de la movilización global para reconstruir el
mundo, unida a la fortaleza del movimiento sindical y la existencia del bloque comunista durante los
años centrales de siglo XX, la desigualdad se redujo. Pero poco duró. Todo
acabó en 1973 con la crisis del petróleo, que produjo una serie de grandes depresiones encadenadas hasta la gran recesión de 2007, provocada por la quiebra de
Lehman Brothers que todavía sufrimos, acentuados sus efectos por la pandemia del COVID-19 y la guerra de Ucrania. La historia del mundo durante estos últimos cincuenta años se
explica por los constantes terremotos económicos en los cuatro puntos
cardinales y por el crecimiento paulatino de la desigualdad.
Tres siglos luchando por la desigualdad
Los niveles actuales de desigualdad son escandalosos. Asombra comprobar como,
por ejemplo, el coeficiente Gini del Banco Mundial, que mide la desigualdad, arroja el mismo baremo para Gran Bretaña ahora que en el siglo XVIII.
Oxfam denunció en 2016 que la riqueza de 3.500 millones de personas había
disminuido en un billón de dólares en solo seis años. Según Oxfam, en 2010, 388
personas acaparaban la misma riqueza que la mitad de la población mundial. Un
año más tarde eran 177, dos años más tarde 159, pasados tres años 92, cuatro
años más tarde 80 y en 2015 eran 62 las personas que tenían más riqueza que
3.500 millones de personas.
Hoy, igual que ayer, la inteligentsia sigue proponiendo el
sistema actual de relaciones sociales y económicas como el único posible. Las
espadas en la lucha por al desigualdad siguen en alto. Incluso los partidos de izquierda
han renunciado proponer una alternativa rotunda y clara, una moción a la totalidad,
y orientan todos sus esfuerzos a cuestiones de carácter moral que, a menudo,
solo representan a una pequeña minoría. Dada esta actitud política aquiescente,
para el común de los mortales parece probado el carácter consustancial de la
desigualdad, algo así como el anticiclón de las Azores que se produce de manera
natural.
Pero, tal y como afirma Gonzalo Pontón “La desigualdad no
está en los genes, no es una fuerza telúrica irresistible ni una maldición de
los dioses: es producto de decisiones políticas […] Este libro sobre la lucha que
se llevó a cabo en el siglo XVIII por mantener y ampliar la desigualdad
pretende poner al lector ante las decisiones políticas que se tomaron, ante sus
consecuencias sociales y ante la engañosa retórica que la intelligentsia utilizó
entonces para hacerlas buenas.”
Por eso “La lucha por la desigualdad” de Gonzalo Pontón es un libro peligroso, porque cuestiona verdades
sociales e intelectuales santificadas y nos obliga a ser valientes para atrevernos
a mirar detrás de “las puertas que no abrimos.”