jueves, 31 de marzo de 2016

Men peeing



La confianza da asco. Estas cuatro palabras  se clavan como  puñales de Semana Santa y se hunden en nuestras vísceras, en nuestra esencia, en nuestro modo de ser, de pensar y de relacionarnos. Me arriesgo a aventurar que no hay ninguna otra  cultura que disponga de tan glorioso aforismo. Es  tan popular, conocido y utilizado en España que desde su posición elevada de  tópico,  casi deviene en refrán. 

Un pedo en la cama, el eructo en la mesa, la aspiración escandalosa de  mucosidad productiva, hurgarse los dientes con un palillo, extraer el cerumen de las orejas públicamente,  o cualquier otra acción filoescatológica  de  mala educación y objetiva vulgaridad perpetrada  en compañía de familiares y amigos suele  disculparse a cuenta de la confianza, y además suele celebrarse con risas, carcajadas y algún que otro aplauso,  independientemente de que tanto el culpable como quienes sufren la ordinariez hayan aprendido desde bien pequeños  que eso no se hace, porque  se muestran ante  los demás como unos auténticos cerdos y porque es una falta de respeto. 

Pero claro, no somos nosotros, exalumnos de colegio privado. Es  la confianza, que  da asco. No somos nosotros, elegantes, exquisitos y pulidos dandis ejemplares. Es la confianza, la asquerosa, grosera y maldita  confianza.

Una noche salí con unos amigos a los que hacía tiempo que no veía. Habíamos compartido día tras día, durante nuestra niñez y adolescencia, vestuario, ducha y entrenamientos. Todos sabíamos lo larga o lo corta  que la teníamos;  fuimos testigos recíprocos del crecimiento y florecimiento de nuestros respectivos penes; distinguíamos  el matiz más oculto de nuestros olores más agrios, compartíamos sin remilgos jabones, chanclas, calzoncillos y toallas, e incluso llegamos a practicar la masturbación colectiva, compitiendo por ver quien se corría antes. 

Si aquella noche nos citamos fue por la única razón por la que  se reencuentran ese tipo de amistades después de lustros sin verse; porque a alguno de los miembros del grupo  le entra un ataque furibundo de nostalgia y pretende recuperar durante unas horas aquellos años breves con apariencia de eternos. Comimos y bebimos en abundancia. Hubo evocaciones,  chanzas y buen rollo.

Cuando esperábamos la segunda ronda de copas yo me levanté para ir al  baño y me siguieron dos compañeros. Abrí la puerta, pero solamente había un retrete. En el momento en que me dispuse a  cerrarla, uno de ellos me lo impidió invitando al otro a pasar. De modo que allí estábamos, a punto de compartir un pis, igual que los Men peeing  de David Cerny;  tres  hombres hechos y derechos, en pie, rodeando un retrete, con las piernas abiertas a la altura de los hombros y una mano sobre la cadera,  mirándonos con cierto  desconcierto,  hasta que uno de ellos dijo oye, qué pasa, no hay confianza o qué. Venga, a mear los tres, que nos hemos visto más veces  la polla que el coño a nuestras mujeres. 

Y sin mediar más que un par de tímidas sonrisas nos desabrochamos la bragueta y meamos aliviados, observando muy atentamente la caída  de  los tres chorros como si asistiésemos a un espectáculo acuático y en realidad no fuese nuestra orina la que se precipitaba hacia  el sumidero.  Al acabar,  uno de ellos se retrasó un instante para lavarse las manos. El otro, el responsable de la experiencia, me cogió del hombro y antes de llegar  a la mesa me propinó un par de palmaditas, palmadas de camarada, mientras me decía ¡hay confianza, hombre, hay confianza! Intuí que en realidad lo que me estaba diciendo era que  no había estado a la altura,  porque seguramente no había podido disimular  mi incomodidad.

Parece ser que los ingleses tienen una expresión parecida a la nuestra. Good  friends and bad manners, dicen. El significado de  la frase se  reduce  al ámbito a la buena educación, al contexto estricto de lo que antes se llamaba las normas de urbanidad.  Nuestra cruz, nuestro aforismo patrio de los dolores es polisémico. Mi hermano se acuesta con mi mujer porque donde hay confianza da asco. Se muere el perro que le regalé a mi hijo  y se lo digo a bocajarro porque donde hay confianza da asco. Le digo a mi amigo de toda la vida que mañana le llamo  para quedar con él, pero  no le vuelvo a ver hasta dentro de un par de años, porque donde hay confianza da asco. De manera que  somos capaces de traicionarnos, herirnos  o contrariarnos gracias a la paradójica idea de que podemos traicionar, herir o contrariar impunemente solamente a quienes queremos o a quienes  son deudores y acreedores  de una pretendida confianza recíproca. 

Quizá ese es el motivo por el cual los ingleses confían más en la BBC que en su propia familia. De ese modo, traicionan y se evaden de la realidad en la que viven  sin ningún cargo de conciencia y, por el contrario,  respetan escrupulosamente  a padres, hermanos e hijos. Esta lógica ilógica, este sentido común invertido es  la explicación razonable a través de la cual puedo asegurar que la estrategia más efectiva que tiene que llevar a cabo cualquiera que albergue la intención de vendernos al mejor postor  es acercarse a nosotros y convertirse  en uno de nosotros, en nuestro amante, en nuestro hermano, en nuestro amigo, en nuestro camarada, ya que, aunque  al cabo de un tiempo nos aseste un puñalada trapera por la espalda, nos engañe, nos defraude o nos agravie,  o se tire el  pedo más hediondo ante nuestras mismas narices, jamás de los jamases se lo vamos a reprochar, porque donde hay  confianza da asco, y porque, al fin al cabo, hoy por ti y mañana por mí,  que en eso se  traduce aquí la confianza, una alfombra colectiva bajo la cual todos escondemos nuestras pecados y nuestras vergüenzas, previo  juramento unánime de que nadie la levantará.  ¿O no?

miércoles, 16 de marzo de 2016

Historia abreviada de la pobreza



El día que escuché  a aquel tipo en el restaurante  no sabía que lo que decía en realidad  era la versión payesa  de una cita cuyo autor  pasa por ser uno de los hombres ilustres del siglo XXI.  Él intentó expresarla  al mismo  tiempo que se  trajinaba  de carrillo a carrillo un pedazo de  pan con tomate y un buen bocado de butifarra acompañado de alubias secas.

Por eso,  cuando intentó manifestar su  reflexión surgieron de su boca, igual que  proyectiles, pequeños restos del bolo alimenticio. Al percatarse, se detuvo un instante, agarró el porrón  y obsequió a sus compañeros de mesa con una mueca que todos tradujeron como una disculpa. 

Mientras tanto, iba  recolocándose la comida en la boca y tragando las viandas como si fuesen nudos, encajándolas en sus órganos a medio masticar,  hasta que  finalmente  se sintió cómodo,  levantó  el porrón y, en una parábola perfecta,  el priorato oscuro se precipitó diluyendo por fin  la emulsión de viandas  que engullía ayudàndose, eso sí, de sonoros enjuagues posteriores.

Una vez libre de obstáculos, pudo hablar con cierta fluidez, alabando convenientemente  el vino a granel y  el sabor fuerte del allioli. En su breve perorata, no dejó de  calificar de mariconada la cocina de autor y tras eructar leve  y educadamente con el puño tapándose la boca, recuperó el hilo de su discurso: 

-Pues lo que  os decía, lo que le dije a  Ramón. Le dije, “mira Ramón, tú no tienes la culpa de ser pobre. Ni siquiera tu padre tiene la culpa de que tú seas pobre, pero tú serás el único culpable de morirte pobre”. 

Todos los comensales de la mesa celebraron  la máxima. Algunos asintiendo con sus cabezas al tiempo que  cortaban con sus cuchillos el filete sangrante. Otros musitando interjecciones aprobatorias  mientras se llevaban la servilleta a la boca, y el resto ponderaban la reflexión  con expresiones del tipo “¡Ahí le  has dao!”, “¡ Joder, estuviste sembrao”. “¡Vaya cara se le quedaría! O ”¡eso sí que es dar una buena estocada!”. “Pásame el porrón anda, que esto hay que mojarlo!” … 

Estoy convencido de que aquellos tipos que comían junto  a mí,  y que probablemente dirigían una empresa, ignoraban como yo que  las palabras que celebraban y que habían humillado a uno de sus trabajadores el día que presumiblemente  pidió un pequeño aumento de sueldo, las había proferido con anterioridad -en el marco de una de esas conferencias de formato desenfadado  a mil  quinientos dólares la entrada- uno de los héroes de nuestro tiempo, el emprendedor de emprendedores, la referencia global, el gran  filántropo, el espejo  en el que el mundo entero se quiere ver. Señoras y señoras, ladies and gentleman, madammes y monsieurs ,  con todos ustedes: ¡ Bill Gates!

miércoles, 9 de marzo de 2016

Mudanza



Son las 12,45h. Escribo directamente sobre el editor. Hace más de tres de semanas que no actualizo el blog. La razón es una mudanza, o lo que es lo mismo, el traslado de toda la vida que albergó  un espacio físico determinado a otro lugar diferente,  dispuesto para acoger los próximos años de nuestra existencia. 

Los objetos  y los recuerdos que acumulamos durante décadas han viajado envueltos en mantas grises, dentro de cajas de cartón, encajados en  baúles de plástico transparente, revueltos en bolsas de la compra,  y reposan ahora apilados en las habitaciones nuevas como islotes efímeros de desmantelamiento  inminente  porque,  más pronto que tarde, lo que contienen configurará  un nuevo paisaje doméstico,  ávido de tiempo y de vida, deseoso de todo aquello  que finalmente  pueda engendrar o  reproducir la huella  que imprimimos  en aquel otro lugar; ahora una pared vacía, la sombra de un cuadro, una silla olvidada, el teléfono sobre el suelo sin  barrer  junto al gancho metálico que hasta hace unos pocos días sostenía una cortina, y  un papel arrugado tras la puerta  que quizá quiera expresar un adiós arrepentido o testimoniar con unas pocas palabras nuestro paso por la vida. 

Pronto, muy pronto, aquí, tú yo volveremos a ser felices.