La confianza da
asco. Estas cuatro palabras se clavan como
puñales de Semana Santa y se hunden en nuestras vísceras, en nuestra
esencia, en nuestro modo de ser, de pensar y de relacionarnos. Me arriesgo a
aventurar que no hay ninguna otra
cultura que disponga de tan glorioso aforismo. Es tan popular, conocido y utilizado en España
que desde su posición elevada de
tópico, casi deviene en refrán.
Un pedo en la
cama, el eructo en la mesa, la aspiración escandalosa de mucosidad productiva, hurgarse los dientes con
un palillo, extraer el cerumen de las orejas públicamente, o cualquier otra acción filoescatológica de mala
educación y objetiva vulgaridad
perpetrada en compañía de familiares y
amigos suele disculparse a cuenta de la
confianza, y además suele celebrarse con risas, carcajadas y algún que otro
aplauso, independientemente de que tanto
el culpable como quienes sufren la ordinariez hayan aprendido desde bien pequeños que eso no se hace,
porque se muestran ante los demás como unos auténticos cerdos y porque es una falta de respeto.
Pero claro, no
somos nosotros, exalumnos de colegio privado. Es la confianza, que da asco. No somos nosotros, elegantes,
exquisitos y pulidos dandis ejemplares. Es la confianza, la asquerosa, grosera
y maldita confianza.
Una noche salí con unos amigos a los que hacía tiempo que no veía. Habíamos compartido día tras día, durante nuestra niñez y adolescencia, vestuario, ducha y entrenamientos. Todos sabíamos lo larga o lo corta que la teníamos; fuimos testigos recíprocos del crecimiento y florecimiento de nuestros respectivos penes; distinguíamos el matiz más oculto de nuestros olores más agrios, compartíamos sin remilgos jabones, chanclas, calzoncillos y toallas, e incluso llegamos a practicar la masturbación colectiva, compitiendo por ver quien se corría antes.
Si aquella noche
nos citamos fue por la única razón por la que
se reencuentran ese tipo de amistades después de lustros sin verse;
porque a alguno de los miembros del grupo
le entra un ataque furibundo de nostalgia y pretende recuperar durante
unas horas aquellos años breves con apariencia de eternos. Comimos y bebimos en abundancia.
Hubo evocaciones, chanzas y buen rollo.
Cuando
esperábamos la segunda ronda de copas yo me levanté para ir al baño y me siguieron dos compañeros. Abrí la
puerta, pero solamente había un retrete. En el momento en que me dispuse a cerrarla, uno de ellos me lo impidió
invitando al otro a pasar. De modo que allí estábamos, a punto de compartir un pis, igual que los Men peeing
de David Cerny; tres hombres hechos y derechos, en pie, rodeando un
retrete, con las piernas abiertas a la altura de los hombros y una mano sobre
la cadera, mirándonos con cierto desconcierto, hasta que uno de ellos dijo oye, qué pasa, no
hay confianza o qué. Venga, a mear los tres, que nos hemos visto más veces la
polla que el coño a nuestras mujeres.
Y sin mediar más
que un par de tímidas sonrisas nos
desabrochamos la bragueta y meamos aliviados, observando muy atentamente
la caída de los tres chorros como si asistiésemos a un
espectáculo acuático y en realidad no fuese nuestra orina la que se precipitaba
hacia el sumidero. Al acabar, uno de ellos se retrasó un instante para
lavarse las manos. El otro, el responsable de la experiencia, me cogió del
hombro y antes de llegar a la mesa me
propinó un par de palmaditas, palmadas de camarada, mientras me decía ¡hay
confianza, hombre, hay confianza! Intuí que en realidad lo que me estaba
diciendo era que no había estado a la
altura, porque seguramente no había podido disimular mi incomodidad.
Parece ser que los
ingleses tienen una expresión parecida a la nuestra. Good friends and bad manners, dicen. El
significado de la frase se reduce al ámbito a la buena educación, al contexto
estricto de lo que antes se llamaba las normas de urbanidad. Nuestra cruz, nuestro aforismo patrio de los
dolores es polisémico. Mi hermano se
acuesta con mi mujer porque donde hay confianza da asco. Se muere el perro que
le regalé a mi hijo y se lo digo a
bocajarro porque donde hay confianza da asco. Le digo a mi amigo de toda la
vida que mañana le llamo para quedar con
él, pero no le vuelvo a ver hasta dentro
de un par de años, porque donde hay confianza da asco. De manera que somos capaces de traicionarnos, herirnos o contrariarnos gracias a la paradójica idea
de que podemos traicionar, herir o contrariar impunemente solamente a quienes
queremos o a quienes son deudores y acreedores
de una pretendida confianza recíproca.
Quizá ese es el
motivo por el cual los ingleses confían más en la BBC que en su propia familia.
De ese modo, traicionan y se evaden de la realidad en la que viven sin ningún cargo de conciencia y, por el
contrario, respetan escrupulosamente a padres, hermanos e hijos. Esta lógica
ilógica, este sentido común invertido es la explicación razonable a través de la cual puedo
asegurar que la estrategia más efectiva que tiene que llevar a cabo cualquiera que
albergue la intención de vendernos al mejor postor es acercarse a nosotros y convertirse en uno de nosotros, en nuestro amante, en nuestro
hermano, en nuestro amigo, en nuestro camarada, ya que, aunque al cabo de un tiempo nos aseste un puñalada
trapera por la espalda, nos engañe, nos defraude o nos agravie, o se tire el pedo más hediondo ante nuestras mismas
narices, jamás de los jamases se lo
vamos a reprochar, porque donde hay confianza da asco, y porque, al fin al cabo,
hoy por ti y mañana por mí, que en eso
se traduce aquí la confianza, una alfombra
colectiva bajo la cual todos escondemos nuestras pecados y nuestras vergüenzas, previo juramento unánime de que nadie la levantará. ¿O no?