La actualidad, más que un concepto temporal, es un deber. Pocas cosas pueden marginarnos tanto, separarnos tanto de nuestros semejantes, señalarnos tan violentamente con el dedo como no estar al tanto de ella, desconocer las noticias del día, vivir a contrapelo de las últimas tendencias o decir lo contrario de lo que dicen los líderes de opinión. Sin embargo, a pesar de las obligaciones que nos impone , o quizás precisamente por eso, vivirla plenamente provoca, a menudo, paradojas divertidas, un tanto surreales y a veces hasta un pelín perturbadoras. Por ejemplo, ahora que se acercan elecciones vamos a comprobar de nuevo que por mucho que miremos de buena mañana una y mil veces el calendario, y nos cercioremos del día, del mes y del año en el que hemos despertado, la actualidad está compuesta , hasta el día 20 de noviembre, por un pasado de errores ajenos, de meteduras de pata y de corrupciones que otros han perpetrado; y también por un futuro esplendoroso, un devenir halagüeño; una época próxima, todavía por hacer, en la que vamos a ver, por fin, en cuanto se cierre el escrutinio electoral, a los perros caminando por los parques atados con longanizas. Es decir, que durante estas semanas despertaremos a diario a una actualidad fabricada con algo que ya pasó y al mismo tiempo con algo que está por suceder.
Otrosí. A menudo una efemérides ha ocupado súbitamente nuestro presente; ha surgido potente, magnífica, arrogante, desde un pretérito lejano, a veces camuflada con falsos aires de nostalgia, de tristeza o dolor colectivo, invadiendo todos y cada uno de los rincones de la cotidianidad gracias a la voluntad de los amos de la actualidad -aquellos que dictan qué día es hoy- sin los cuales ésta quizá no existiría, o existiría otra, la nuestra, la que nos ocupa, la que nos ve a diario trabajar, amar, luchar, tomar café, hacer la cama, saludar al vecino, depilarnos o mirar el cielo antes de abrir el paraguas, sin más.
Explico esto porque algo parecido fue lo que ocurrió el pasado 11 de septiembre de este año; una fecha que se vivió universalmente como si fuese de nuevo la de 10 años atrás, y no la que en justicia le correspondía. Es más, no es que se vivió “como si fuese”: se vivió, con todas las consecuencias, el mismísimo 11 de septiembre de 2001, de manera que, paradójicamente, la actualidad volvía a instalarse en el pasado y todas las horas de aquellas 24 se llenaron de saltos al vacío, de fuego, de pavor, estupor, destrucción y dolor.
Ese mismo día yo veía y escuchaba el informativo de la tarde de Televisión Española. La presentadora, después de introducir el sumario, dio paso al corresponsal en Nueva York para que ofreciese a los telespectadores la crónica pertinente. El corresponsal, entonando una voz decorosa en razón a las tristes circunstancias de la coyuntura, empezó a hablar y dijo lo siguiente: “Nueva York, la ciudad que nunca duerme, despertó aquel día a una pesadilla”.
"¡Qué gran inicio!", pensé, y a continuación siguió narrando los sucesos por todos conocidos. Yo permanecí atento al relato emotivo, ilustrado por imágenes de ciudadanos colocando flores en la zona cero, o de personalidades públicas acercándose al monumento memorial con rostro muy pero que muy adecuado. Hasta que al cabo de unos instantes, debido a uno de esos misteriosos procesos mentales, la oración inicial volvió a mí, una y otra vez, como el eco de un disco rayado, igual que el pasado travestido de actualidad, y me di cuenta de que lo que en apariencia era un logro profesional, un hallazgo feliz, una frase extraordinariamente eficaz y sugerente para introducir al espectador en la crónica, en realidad era el grupo de palabras más descacharrantemente contradictorias que nadie podía escribir. Esa unión de sintagmas, en apariencia sólidamente relacionados por un significado inequívoco, propiciado por los tópicos y la potencia semántica de la efemérides era, en realidad, una extraordinaria paradoja temporal, una construcción propia de la arquitectura de lo imposible, en donde hay escaleras que no llevan a ningún sitio, arcos de medio punto que sustentan suelos, y suelos ajedrezados con ventanas al mar.
Porque podemos acordar que Nueva York, en verdad, nunca duerme, para dar a entender que la actividad en la ciudad es frenética, pero si a continuación se escribe que ha despertado, algo empieza a no tener demasiada lógica y el insomnio cosmopolita deja de ser creíble, ya que nada despierta si previamente no ha estado durmiendo. El equívoco, el contrasentido o la juerga gramatical no finaliza aquí. No sólo la ciudad que nunca duerme se despierta sin haber dormido, sino que lo hace hacia una pesadilla. Es decir, que a media proposición sabemos definitivamente que Nueva York no ha despertado, y por lo tanto debemos concluir que no es cierto que nunca duerma, y que en el seguir de sus sueños el objeto, el argumento o el motivo es tan absolutamente terrorífico que el redactor dice que es, efectivamente, una pesadilla. Ahora bien. ¿Alguien ha despertado alguna vez a una? No, nadie, porque nadie despierta a un sueño; nos despertamos a la realidad. Quizá, en algún momento de éxtasis creativo, alguien tocado con la gracia de los superpoderes, como por ejemplo, Mario Levrero, o Edgar Alan Poe, pero el resto de mortales, habitualmente, nos sentimos muy aliviados cuando despertamos de ellas.
Y todo ello se lo debemos al trasiego al que sometemos a la actualidad. Trastear con la genética del tiempo acarrea sus consecuencias. Experimentar con las líneas esenciales de nuestra existencia nos está pasando factura. Sin ir muy lejos, todo el mundo anda soliviantado con las prácticas más que dudosas de los bancos, y se habla y se imprimen y se escriben y se gravan millones de palabras al respecto, para convencernos de que esos hábitos son rabiosamente coetáneos. Sin embargo la verdad de ese hecho está fabricada y empaquetada con la misma metodología con la que se construyó la frase del corresponsal. Por eso cuela.
Otrosí. A menudo una efemérides ha ocupado súbitamente nuestro presente; ha surgido potente, magnífica, arrogante, desde un pretérito lejano, a veces camuflada con falsos aires de nostalgia, de tristeza o dolor colectivo, invadiendo todos y cada uno de los rincones de la cotidianidad gracias a la voluntad de los amos de la actualidad -aquellos que dictan qué día es hoy- sin los cuales ésta quizá no existiría, o existiría otra, la nuestra, la que nos ocupa, la que nos ve a diario trabajar, amar, luchar, tomar café, hacer la cama, saludar al vecino, depilarnos o mirar el cielo antes de abrir el paraguas, sin más.
Explico esto porque algo parecido fue lo que ocurrió el pasado 11 de septiembre de este año; una fecha que se vivió universalmente como si fuese de nuevo la de 10 años atrás, y no la que en justicia le correspondía. Es más, no es que se vivió “como si fuese”: se vivió, con todas las consecuencias, el mismísimo 11 de septiembre de 2001, de manera que, paradójicamente, la actualidad volvía a instalarse en el pasado y todas las horas de aquellas 24 se llenaron de saltos al vacío, de fuego, de pavor, estupor, destrucción y dolor.
Ese mismo día yo veía y escuchaba el informativo de la tarde de Televisión Española. La presentadora, después de introducir el sumario, dio paso al corresponsal en Nueva York para que ofreciese a los telespectadores la crónica pertinente. El corresponsal, entonando una voz decorosa en razón a las tristes circunstancias de la coyuntura, empezó a hablar y dijo lo siguiente: “Nueva York, la ciudad que nunca duerme, despertó aquel día a una pesadilla”.
"¡Qué gran inicio!", pensé, y a continuación siguió narrando los sucesos por todos conocidos. Yo permanecí atento al relato emotivo, ilustrado por imágenes de ciudadanos colocando flores en la zona cero, o de personalidades públicas acercándose al monumento memorial con rostro muy pero que muy adecuado. Hasta que al cabo de unos instantes, debido a uno de esos misteriosos procesos mentales, la oración inicial volvió a mí, una y otra vez, como el eco de un disco rayado, igual que el pasado travestido de actualidad, y me di cuenta de que lo que en apariencia era un logro profesional, un hallazgo feliz, una frase extraordinariamente eficaz y sugerente para introducir al espectador en la crónica, en realidad era el grupo de palabras más descacharrantemente contradictorias que nadie podía escribir. Esa unión de sintagmas, en apariencia sólidamente relacionados por un significado inequívoco, propiciado por los tópicos y la potencia semántica de la efemérides era, en realidad, una extraordinaria paradoja temporal, una construcción propia de la arquitectura de lo imposible, en donde hay escaleras que no llevan a ningún sitio, arcos de medio punto que sustentan suelos, y suelos ajedrezados con ventanas al mar.
Porque podemos acordar que Nueva York, en verdad, nunca duerme, para dar a entender que la actividad en la ciudad es frenética, pero si a continuación se escribe que ha despertado, algo empieza a no tener demasiada lógica y el insomnio cosmopolita deja de ser creíble, ya que nada despierta si previamente no ha estado durmiendo. El equívoco, el contrasentido o la juerga gramatical no finaliza aquí. No sólo la ciudad que nunca duerme se despierta sin haber dormido, sino que lo hace hacia una pesadilla. Es decir, que a media proposición sabemos definitivamente que Nueva York no ha despertado, y por lo tanto debemos concluir que no es cierto que nunca duerma, y que en el seguir de sus sueños el objeto, el argumento o el motivo es tan absolutamente terrorífico que el redactor dice que es, efectivamente, una pesadilla. Ahora bien. ¿Alguien ha despertado alguna vez a una? No, nadie, porque nadie despierta a un sueño; nos despertamos a la realidad. Quizá, en algún momento de éxtasis creativo, alguien tocado con la gracia de los superpoderes, como por ejemplo, Mario Levrero, o Edgar Alan Poe, pero el resto de mortales, habitualmente, nos sentimos muy aliviados cuando despertamos de ellas.
Y todo ello se lo debemos al trasiego al que sometemos a la actualidad. Trastear con la genética del tiempo acarrea sus consecuencias. Experimentar con las líneas esenciales de nuestra existencia nos está pasando factura. Sin ir muy lejos, todo el mundo anda soliviantado con las prácticas más que dudosas de los bancos, y se habla y se imprimen y se escriben y se gravan millones de palabras al respecto, para convencernos de que esos hábitos son rabiosamente coetáneos. Sin embargo la verdad de ese hecho está fabricada y empaquetada con la misma metodología con la que se construyó la frase del corresponsal. Por eso cuela.