martes, 17 de octubre de 2023

Los que nunca se despeinan

 


Conozco tipos a los que envidio por una sola razón. Me da igual que sean buenos o malos, gordos o flacos, feos o guapos, listos o tontos, ricos o pobres. Les envidio porque bajo ninguna circunstancia, nunca, hagan lo que hagan, sentados o en pie, corriendo o en posición de descanso, tumbados o recostados, haga un frío de mil demonios o un calor sofocante, viendo una película o jugando a pádel, chapuceando o cocinando… jamás de los jamases se despeinan, arrugan su vestimenta o exudan una gota en la sobaquera de la camisa.

No sé cómo lo consiguen, pero esos tipos jamás se muestran como aparecemos los mortales al acabar el día, cruzando el umbral de casa desaliñados, derrengados por la jornada; o luciendo el aspecto del rey de los cuñados en las  celebraciones donde, incluso ya antes de sentarnos a la mesa, lucimos el aspecto beodo derrotado que delata el faldón rebelde de la camisa blanca asomando sobre la cintura, como lengua de borracho, comprometedor,  causa y prueba de cargo de una recién estrenada amistad con el camarero, quien ha saciado tus necesidades antes incluso de que abra el bar. 

Me producen envidia malsana los que aguantan el tipo mientras el resto tenemos que vivir asumiendo nuestra nuestra torpeza y nuestra ineptitud a la hora de mostrarnos indemnes ante toda incidencia, inclemencia, coyuntura o esfuerzo. Alguien dirá que esa deficiencia que comparte la mayoría es la que nos hace  humanos y que los que no la padecen en realidad es gente fría, calculadora y de poco fiar. O incluso dirán que ese tipo de gente no existe, que son un producto de la magia del cine, unos James Bonds a los que nunca se les borra la línea del peinado o jamás se les mancha el traje tras resultar ilesos después de las diez vueltas de campana del coche accidentado que conducían en una camino cubierto por ceniza volcánica.

Pero sí que existen. Ya lo creo que existen. Porque los conocemos les reconocemos, y por eso les envidiamos. Al verlos, nace un resquemor difícilmente controlable, una especie de animosidad o tirria producto de los más bajos instintos al observar el puño de la camisa blanco inmaculado asomando ni más ni menos que el medio centímetro preciso bajo la manga del traje que exige el estilo; un traje que por supuesto se mantiene en todo momento, lugar y posición encajado perfectamente sobre los hombros, desde donde cae hacia al suelo con asombrosa tersura, en plenitud de su gris marengo elegante y luminoso, repelente, por supuesto, a todo rastro de cabello, escama capilar o cosa o sustancia alguna ajena al estricto tejido con que está confeccionado el terno.

Estos seres de luminosa e inmarcesible presencia, además, suelen lucir un estado animoso igualmente codiciable. Quiero decir que en ellos, aparentemente, forma y fondo son consecuentes. Su aspecto exterior suele mostrarse acorde con una sonrisa cordial y afectuosa, que jamás rebasa el límite de la carcajada. La gestualidad es medida, relajada, nunca brusca o sincopada. Toda en su persona desarrolla movimientos que sugieren plenitud, seguridad, un sosiego tamizado de carácter y firmeza con que se presentan ante sus semejantes, porque se saben libres de toda deuda y plenitud de legitimidad moral.

Lo verdaderamente asombroso, lo que ciertamente fascina en estos ejemplares tan singulares es que never again les abandona esa apariencia. Es un don, un atributo que la naturaleza les ha concedido. Son prosopopeya y etopeya en toda su virtud, ambas conviviendo incólumes en harmonía dentro de un mismo individuo, con absoluta independencia de las circunstancias. Hombres nacidos con el carisma gentil de la excelencia, distinción, gracia y estilo impermeables, permanentes, que incluso en sueños consiguen la postura más plástica sobre el lecho y, tras el descanso nocturno despiertan dentro de su pijama indemne, libre de pliegues o arrugas, dejando tras de sí una cama como si nadie hubiera dormido en ella.

Sin embargo, los conocidos por nosotros -el pueblo- como “los que nunca se despeinan”, encubren dentro de su virtuosa apariencia la tentación de sus faltas. Conscientes de la admiración que provocan, sabedores del áurea moral que desprende su empaque, conocedores de la confianza que sus prójimos les brindan gracias al don con que seducen voluntades ajenas... devienen en peligrosos congéneres ante los que debemos guardar las debidas precauciones, pues dada la generosidad con que les ha tratado la naturaleza, saben que, por mucho que ayer dijeran digo, si hoy dicen Diego utilizando su habitual amabilidad y convicción, nadie se lo va a reprochar y, una vez más, caerá de pie como los gatos sin una arruga en el traje, el nudo de la corbata ajustado y el flequillo sobre al frente perfectamente delineado, ligeramente levantado, pulcro, eternamente pulcro, sin mácula, en toda circunstancia, mientras convierte la mentira en una declaración de amor y nosotros, embelesados, asentimos y le rendimos hipnotizados nuestro voto entusiasta.

viernes, 6 de octubre de 2023

El hombre bueno que pinta

 


Yo supe por vez primera de Antonio López gracias al largometraje de Víctor Erice “El sol del membrillo.” Corría el año 1992. España por entonces no estaba por lirismos intimistas porque entre olimpiadas y expos vivíamos muy satisfechos con nuestra recién estrenada modernidad, nuevos ricos de balcón abalaustrado y pijama de raso. Mi maldita ignorancia me ocultó hasta la fecha que el artista manchego ya había obtenido el reconocimiento internacional de su obra desde hacía décadas, expuesta en los museos más importantes del mundo y ambicionada por los más prestigiosos galeristas.

Pero eso lo supe después, porque en la película lo que vi fue un hombre humilde, un hombre bueno, un artista absorto en su quehacer y ensimismado en sus preocupaciones artísticas manejando, a veces con inquietud y otras con serenidad y paciencia proverbial, las incertidumbres que giran alrededor de un proceso creativo dependiente de algo tan intangible, autónomo e inmaterial como es la luz del sol y la naturaleza efímera de lo vivo.

Quiero decir que vi al hombre y no al artista, aunque ambos eran el mismo ser. Vi al hombre pintor con todo la carga significativa de los dos sustantivos. Víctor Erice me había regalado la presencia humana de la modestia y la sumisión racional ante la derrota; la vocación de lucha frente al poder inexorable de la naturaleza. Un sencillo y vulgar membrillo en el centro de un patio, la luz, y la voluntad de aprehenderlo, de recoger y reflejar a través de la técnica pictórica la esencia última de su estar sobre la tierra.  

Porque Antonio López no se me aparecía en la pantalla sólo como un artista. Verlo me producía una agradable sensación de bondad; era como asistir al advenimiento de la era de la benevolencia, al triunfo y al reino de la cordialidad; creer  que es posible una humanidad como la que el pintor desprende a cada gesto, a cada palabra, en el modo de dirigirse a todas las personas que van apareciendo en la película, o en la actitud deportiva frente a la decepción y el fracaso, en la tenacidad inquebrantable de conseguir lo que se desea y al mismo tiempo el reconocimiento resignado ante lo imposible. Y aun así, en ese camino, una obra producto de lo imposible, metáfora de la pretensión humana que después admiramos y que al artista le traerá, ya para siempre, recuerdos de batallas perdidas.

Después le he visto en otros documentales; le escucho con fruición cuando me entero de que le entrevistan en la radio y leo con gran interés cada entrevista que se publica en prensa. La pasión que muestra al hablar de arte tiene su correspondencia con la entrega absoluta a su trabajo y a su obra.

Cuando Antonio López habla no pregona desde el atril de la cátedra. Sus palabras son sabias porque surgen de su experiencia estética y de su maestría, pero sobre todo porque no pretenden convencer a nadie; él expresa la querencia por su oficio, la admiración sincera hacia los grandes maestros de la historia, las dificultades ante las que se encuentra en su quehacer artístico y un profundo y arraigado sentido ético con que aborda todos los aspectos de la vida sobre los que se le pregunta y desea dar opinión, casi a susurros, como pidiendo permiso y perdón.

Estas semanas estoy expectante. Dentro de pocos días podré verle y escucharle por primera vez en persona porque ya tengo entradas para asistir al estreno de un documental realizado por José María Civit sobre su obra –que el mismo Antonio López presentará- con motivo de la primera exposición retrospectiva que tiene lugar en Barcelona, auspiciada por la Fundación de La Pedrera, y que se puede disfrutar hasta el día 14 de enero del próximo año.

Yo ya he visto las más de 80 obras, entre pinturas, dibujos y esculturas que conforman la exposición, gracias a la cual el visitante puede conocer la evolución artística del pintor de Tomelloso, desde sus primera obras influenciadas por el surrealismo, hasta los cuadros por los que ha sido etiquetado como pintor realista, o incluso hiperrealista.

No soy nada experto en artes plásticas. Soy sólo un aficionado sin más formación artística que las clases de historia del arte de mi añorado profesor de COU, Ángel Conte. De ahí que mis criterios se muevan entre las emociones, la admiración ante la maestría de la técnica y el descubrimiento de detalles en las obras y sus temas que me sugieren pensamientos, reflexiones o que me invitan a identificarme i vincularme personalmente con lo que estoy viendo.

Yo creo que Antonio López no es un pintor realista, y mucho menos hiperrealista. El hiperrealismo ofrece al espectador de la obra un virtuosismo técnico pasmoso. Con toda humildad, me da la sensación de que el artista de cuadros hiperrealistas pretende en última instancia la admiración de su prodigiosa habilidad para literalmente fotografiar con el pincel un objeto, una persona, un espacio o un paisaje.

El tema no interesa, tan sólo el encuadre. El interés es exterior, centrado únicamente en la copia minuciosa, estudiada y exhaustiva de la realidad. Parece que el pintor hiperrealista nos quiera decir. “mirad, si vosotros veis esto, veréis lo mismo que yo vi cuando lo pinté, porque es así, que no os quepa ninguna duda.” En mi opinión, el artista hiperrealista deviene en científico, porque ha invertido toda su destreza al servicio de la captura de lo objetivo con portentosa exactitud.

Antonio López ha confesado muchas veces que de no haber bebido del surrealismo su arte sería otro. Siendo así, su mirada es forzosamente interior; su arte nos habla y nos interpela desde dentro y se dirige siempre hacia dentro, en ocasiones en clave onírica, una de las principales cunas temáticas del surrealismo, tal y como puede verse en algunas de sus primeras obras.

Y es que a partir de los años sesenta el pintor manchego decide andar su propio camino y buscar sus propios temas, estilo y seña de identidad; una voz o un sonido propios, que diría un musicólogo o un escritor. Y lo hace de un modo sorprendente, porque descubre en su proximidad el objeto de su arte. Sus modelos humanos son su familia o amigos. Los espacios interiores que plasma al óleo, dibujo o incluso collage son sus espacios de trabajo, su propio hogar y los exteriores la ciudad en la que vive. De todos esos modelos surgen los temas que -modestamente, creo- tienen más que ver con un romanticismo de nuevo cuño, o con el simbolismo que con el realismo, y mucho menos con el hiperrealismo.

Quiero decir que en la obra de Antonio López no sólo veo la mirada de Antonio López, sino al propio Antonio López, su alma, su esencia, su peso en la tierra, sus afectos y sus obsesiones. Lo que veo en sus pinturas está despojado de todo aditamento, de todo elemento que perturbe y mueva un milímetro la austeridad con que se plantea la vida. En cada cuadro, en cada escultura, veo el retrato plástico de un alma sencilla y honesta que vive su existencia bajo el refugio de la actividad artística, en compañía de los suyos y en un entorno particularmente ascético por decisión propia.

A pesar de todo ello, no hay tristeza en sus cuadros, y tampoco en sus esculturas. Hay contención, voluntad de modestia. No hay sonrisa, pero tampoco llanto. No hay felicidad, pero tampoco tristeza. Y sin embargo hay vida, expresión y arte. Todo en Antonio López tiene ese aire de kuros y kores arcaicos de los primeras esculturas griegas, quizás el halo de misterio del arte egipcio, o la esencialidad de lo asirio le fascina. Todo en Antonio López mira hacia dentro.

La exposición retrospectiva de La Pedrera deja huella. Emociona “María”. Si Leonardo viese la expresión de ese rostro, rasgaría su Gioconda.

Inquieta la luz desnuda y débil al fondo de un cuarto de baño suburbial.

Perturba el “Estudio con tres puertas”, el reflejo sobre las baldosas sucias de un fluorescente justo en el punto de fuga de una perspectiva abierta en el mínimo espacio donde se ubica un retrete.

Estremecen las flores vivas y, tras su momento de color, el color de lo marchito,  la muerte de lo efímero.

Nos sacude la visión de Madrid desde varios lugares como un lugar ausente de humanos, quizás porque la ciudad es en sí misma una criatura.

Nos llama la atención en “La cena” la carne roja sobre la mesa del comedor, y todos y cada uno de los objetos que la forman, como personajes con peso propio y no únicamente decorativos.

Nos alarma la figura oscura que parece huir del primer plano donde se pudre el cadáver del “Perro muerto”…

Sin embargo, a mí, más allá de lo artístico, cuando contemplo la obra de este gran maestro contemporáneo le veo a él; le escucho susurrar su pasión por lo que hace; admirarse por Velázquez y por los asirios; lamentarse de sus derrotas ante la luz y ante la imposibilidad de aprehender lo efímero. Cuando estoy ante Antonio López, es decir, frente a su obra, oigo y veo y siento a un hombre bueno que pinta. Ardo en deseos de verle en persona.