Conozco tipos a los que envidio por una sola razón. Me da igual que sean buenos o malos, gordos o flacos, feos o guapos, listos o tontos, ricos o pobres. Les envidio porque bajo ninguna circunstancia, nunca, hagan lo que hagan, sentados o en pie, corriendo o en posición de descanso, tumbados o recostados, haga un frío de mil demonios o un calor sofocante, viendo una película o jugando a pádel, chapuceando o cocinando… jamás de los jamases se despeinan, arrugan su vestimenta o exudan una gota en la sobaquera de la camisa.
No sé cómo lo consiguen, pero esos tipos jamás se muestran como aparecemos los mortales al acabar el día, cruzando el umbral de casa desaliñados, derrengados por la jornada; o luciendo el aspecto del rey de los cuñados en las celebraciones donde, incluso ya antes de sentarnos a la mesa, lucimos el aspecto beodo derrotado que delata el faldón rebelde de la camisa blanca asomando sobre la cintura, como lengua de borracho, comprometedor, causa y prueba de cargo de una recién estrenada amistad con el camarero, quien ha saciado tus necesidades antes incluso de que abra el bar.
Me producen envidia malsana los que aguantan el tipo mientras el resto tenemos que vivir asumiendo nuestra nuestra torpeza y nuestra ineptitud a la hora de mostrarnos indemnes ante toda incidencia, inclemencia, coyuntura o esfuerzo. Alguien dirá que esa deficiencia que comparte la mayoría es la que nos hace humanos y que los que no la padecen en realidad es gente fría, calculadora y de poco fiar. O incluso dirán que ese tipo de gente no existe, que son un producto de la magia del cine, unos James Bonds a los que nunca se les borra la línea del peinado o jamás se les mancha el traje tras resultar ilesos después de las diez vueltas de campana del coche accidentado que conducían en una camino cubierto por ceniza volcánica.
Pero sí que existen. Ya lo creo que existen. Porque los conocemos les reconocemos, y por eso les envidiamos. Al verlos, nace un resquemor difícilmente controlable, una especie de animosidad o tirria producto de los más bajos instintos al observar el puño de la camisa blanco inmaculado asomando ni más ni menos que el medio centímetro preciso bajo la manga del traje que exige el estilo; un traje que por supuesto se mantiene en todo momento, lugar y posición encajado perfectamente sobre los hombros, desde donde cae hacia al suelo con asombrosa tersura, en plenitud de su gris marengo elegante y luminoso, repelente, por supuesto, a todo rastro de cabello, escama capilar o cosa o sustancia alguna ajena al estricto tejido con que está confeccionado el terno.
Estos seres de luminosa e inmarcesible presencia, además, suelen lucir un estado animoso igualmente codiciable. Quiero decir que en ellos, aparentemente, forma y fondo son consecuentes. Su aspecto exterior suele mostrarse acorde con una sonrisa cordial y afectuosa, que jamás rebasa el límite de la carcajada. La gestualidad es medida, relajada, nunca brusca o sincopada. Toda en su persona desarrolla movimientos que sugieren plenitud, seguridad, un sosiego tamizado de carácter y firmeza con que se presentan ante sus semejantes, porque se saben libres de toda deuda y plenitud de legitimidad moral.
Lo verdaderamente asombroso, lo que ciertamente fascina en estos ejemplares tan singulares es que never again les abandona esa apariencia. Es un don, un atributo que la naturaleza les ha concedido. Son prosopopeya y etopeya en toda su virtud, ambas conviviendo incólumes en harmonía dentro de un mismo individuo, con absoluta independencia de las circunstancias. Hombres nacidos con el carisma gentil de la excelencia, distinción, gracia y estilo impermeables, permanentes, que incluso en sueños consiguen la postura más plástica sobre el lecho y, tras el descanso nocturno despiertan dentro de su pijama indemne, libre de pliegues o arrugas, dejando tras de sí una cama como si nadie hubiera dormido en ella.
Sin embargo, los conocidos por nosotros -el pueblo- como “los que nunca se despeinan”, encubren dentro de su virtuosa apariencia la tentación de sus faltas. Conscientes de la admiración que provocan, sabedores del áurea moral que desprende su empaque, conocedores de la confianza que sus prójimos les brindan gracias al don con que seducen voluntades ajenas... devienen en peligrosos congéneres ante los que debemos guardar las debidas precauciones, pues dada la generosidad con que les ha tratado la naturaleza, saben que, por mucho que ayer dijeran digo, si hoy dicen Diego utilizando su habitual amabilidad y convicción, nadie se lo va a reprochar y, una vez más, caerá de pie como los gatos sin una arruga en el traje, el nudo de la corbata ajustado y el flequillo sobre al frente perfectamente delineado, ligeramente levantado, pulcro, eternamente pulcro, sin mácula, en toda circunstancia, mientras convierte la mentira en una declaración de amor y nosotros, embelesados, asentimos y le rendimos hipnotizados nuestro voto entusiasta.