Fue en un amanecer tan lejano que el sol ya no recuerda si albeaba o crepusculaba. El muerto yacía junto a la cueva oscura, abierta como un nicho en la tierra de la colina. Desde aquel punto se divisaba todo el valle y cuando el día despuntaba, la penumbra cubría de encarnado los campos salvajes. Alrededor del cadáver dos hombres y una mujer contemplaban asombrados la rigidez de la carne sin dejar de mirar los dos ojos blancos que se abrieron para siempre en la hora más oscura del último atardecer, esperando quizá a que de un momento a otro se cerrasen solos, se moviesen de un lado o a otro, o que de ellos manase una lágrima. El viento de la primera luz había templado el calor de los últimos rescoldos. Los tres permanecían acuclillados, con los brazos abrazados a las rodillas, protegiendo con los muslos los cuerpos que tiritaban de frío, o de miedo, o debido a una extraña sensación inexplicable que se había apoderado de ellos después de que durante toda la noche, a la sombra del fuego, uno y otro hubiesen tocado la carne muerta sin que el ya deceso pudiese responder a movimiento alguno con el más mínimo gesto. Solamente los ojos blancos, grandes, bajo las llamas rojas, absorbiendo la oscuridad de la noche, el mar de estrellas, una luna moribunda con la forma del cuerno de alguna bestia y las puntas del cabello largo que bailaban sobre el suelo a causa del aire, aprisionadas bajo la cabeza sucia como cola de lagartija. En ese momento, inesperadamente, antes de la plenitud del sol, la gran ave nombrada todavía sin nombre apareció majestuosa en espirales descendentes y se posó poderosa junto a ellos desplegando sus enormes alas en forma de abrazo. O eso creyeron porque, casi sin darse cuenta, del miedo saltaron hacia atrás perdiendo el equilibrio quedando sentados sobre el suelo, totalmente quietos, paralizados. La rapaz saltó una, dos y hasta tres veces alrededor del cadáver, giró el cuerpo en redondo, emitió un chillido contra el eco y, sin gran esfuerzo, emprendió de nuevo el vuelo, quién sabe si con la intención de que los moradores de aquel rincón ignoto del mundo observasen cómo su silueta alada se hacía pequeña al contraluz del alba, entre los árboles del valle. Después el sol brilló sin piedad, pero para entonces los dos hombres y la mujer ya habían abandonado la cueva. Despertaron a su prole, recogieron los rudimentos, las pieles y emprendieron el camino hacia otro lugar porque a partir de ese día aquel espacio junto a la caverna oscura sería habitado solamente por sus muertos.
Esto es lo que he imaginado al leer la siguiente frase del pianista Thelonious Monk : “Hay luz porque siempre es de noche”. No se me ha ocurrido otra cosa. Pensé que al escribir la historia exorcizaría el enigma, pero ahora veo que la frase sigue bailando en mi cabeza. Debe ser la conciencia, la mala conciencia. O debe ser que no he entendido nada de lo que quiso decir.
Vuelvo mañana