martes, 25 de mayo de 2010

El enigma de Thelonious Monk


Fue en un amanecer tan lejano que el sol ya no recuerda si albeaba o crepusculaba. El muerto yacía junto a la cueva oscura, abierta como un nicho en la tierra de la colina. Desde aquel punto se divisaba todo el valle y cuando el día despuntaba, la penumbra cubría de encarnado los campos salvajes. Alrededor del cadáver dos hombres y una mujer contemplaban asombrados la rigidez de la carne sin dejar de mirar los dos ojos blancos que se abrieron para siempre en la hora más oscura del último atardecer, esperando quizá a que de un momento a otro se cerrasen solos, se moviesen de un lado o a otro, o que de ellos manase una lágrima. El viento de la primera luz había templado el calor de los últimos rescoldos. Los tres permanecían acuclillados, con los brazos abrazados a las rodillas, protegiendo con los muslos los cuerpos que tiritaban de frío, o de miedo, o debido a una extraña sensación inexplicable que se había apoderado de ellos después de que durante toda la noche, a la sombra del fuego, uno y otro hubiesen tocado la carne muerta sin que el ya deceso pudiese responder a movimiento alguno con el más mínimo gesto. Solamente los ojos blancos, grandes, bajo las llamas rojas, absorbiendo la oscuridad de la noche, el mar de estrellas, una luna moribunda con la forma del cuerno de alguna bestia y las puntas del cabello largo que bailaban sobre el suelo a causa del aire, aprisionadas bajo la cabeza sucia como cola de lagartija. En ese momento, inesperadamente, antes de la plenitud del sol, la gran ave nombrada todavía sin nombre apareció majestuosa en espirales descendentes y se posó poderosa junto a ellos desplegando sus enormes alas en forma de abrazo. O eso creyeron porque, casi sin darse cuenta, del miedo saltaron hacia atrás perdiendo el equilibrio quedando sentados sobre el suelo, totalmente quietos, paralizados. La rapaz saltó una, dos y hasta tres veces alrededor del cadáver, giró el cuerpo en redondo, emitió un chillido contra el eco y, sin gran esfuerzo, emprendió de nuevo el vuelo, quién sabe si con la intención de que los moradores de aquel rincón ignoto del mundo observasen cómo su silueta alada se hacía pequeña al contraluz del alba, entre los árboles del valle. Después el sol brilló sin piedad, pero para entonces los dos hombres y la mujer ya habían abandonado la cueva. Despertaron a su prole, recogieron los rudimentos, las pieles y emprendieron el camino hacia otro lugar porque a partir de ese día aquel espacio junto a la caverna oscura sería habitado solamente por sus muertos.

Esto es lo que he imaginado al leer la siguiente frase del pianista Thelonious Monk : “Hay luz porque siempre es de noche”. No se me ha ocurrido otra cosa. Pensé que al escribir la historia exorcizaría el enigma, pero ahora veo que la frase sigue bailando en mi cabeza. Debe ser la conciencia, la mala conciencia. O debe ser que no he entendido nada de lo que quiso decir.

Vuelvo mañana

miércoles, 19 de mayo de 2010

Todo empieza en Grecia


Los Humanistas nos enseñaron que todo empezó en Grecia. Para ilustrarnos este hecho nos decían que éramos como enanos a hombros de gigantes. Yo, que me eduqué con los curas escolapios, no dejé de escuchar en el colegio, un día tras otro, el origen helénico de las excelencias seminales de nuestra civilización. Sangre sudé en la traducción de los clásicos. Aunque no tardé mucho en darme cuenta de que los curas nos habían escamoteado información útil y muy interesante en aquellos inicios del XIX, como por ejemplo el origen de la palabra "democracia", compuesta por dêmos, que significa ‘pueblo’, y kratéö, que significa ‘yo gobierno’. Gracias a mi proverbial perspicacia deduje que ni a la Santa Madre Iglesia ni al poder terrenal que dirigía el destino de los españoles le convenía lo más mínimo que supiésemos de esta y de más palabras que en Francia se habían puesto tan de moda unos años antes a mi nacimiento “¡¡Bastante hemos tenido con La Pepa!!”, nos dijo el Hermano Eustaquio un mañana, en pleno Trienio Liberal, cuando mi compañero de pupitre levantó el dedo y preguntó el origen de la palabra ‘libre’; palabra de la que -gracias al gran Corominas- sabemos que deriva de latín 'líber' y de ahí ‘librar’, o sea, expedir una orden de pago. “Su pregunta no ha lugar, señorito Ramírez. Y Sigamos con Aristófanes, que no es la hora del Latín”, concluyó con severidad el Hermano Eustaquio.


Estos últimos días recordaba aquellos lejanos años imberbes al escuchar y leer por doquier cuestiones y palabras relacionadas con la economía, que muy al contrario de lo que ingenuamente pensábamos Ramírez y yo, es lo que dirige los destinos de nuestras vidas. Y me llegan aquellos recuerdos porque me ocurre, igual que entonces, que no acabo de entender el significado de lo que cuentan economistas, intelectuales, políticos y periodistas. De manera que, tal y como me enseñaron mis maestros, he confiado a los sabios de la Grecia antigua la antorcha de luz que alumbrará mis dudas. Y me he llevado una notable decepción. Por poner un ejemplo: La gran palabra del momento, “mercados”, a la que el mundo entero mira, nombra, mima, teme,escucha, sufre y odia sin que nadie sepa todavía qué nombres y apellidos hay detrás de ella, no procede del griego. Su origen es latino. Significaba comerciar, traficar. Allá por el año 1.200 empezó a designar la acción de adquirir algo; también negocio; y a partir de 1495 nombraba a los lugares públicos destinados al comercio. Ahora, en este siglo XXI, habría que incluir una nueva acepción. Propongo “persona o personas que juegan con los gobiernos y con la soberanía popular, empobreciendo a su antojo, para lucro propio, por poder o por simple vanidad, a la mayoría de la población”.

Otra: “capital”. Esta tampoco procede de Grecia. Es una de las palabras más latinas. Deriva de ‘caput’, que significaba cabeza. No se empezó a utilizar, tal y como la conocemos, hasta 1832, y será casualidad, pero ese es el mismo año en que yo empecé a publicar mi Pobrecito Hablador. Así que esta palabra tienen más que ver conmigo que con el mismísimo Karl Marx, o que con el preclaro y nunca bien ponderado Adam Smith, al que – según dicen las lenguas santas- un día de estos van a canonizar. De esta palabra, claro, derivan capitalismo y capitalista. El diccionario de la RAE define capitalismo como “el régimen económico fundado en el predominio del capital como elemento de producción creador de riqueza”. ¡Eso es arte y salero a la hora de definir, y no la etimología de San Isidoro .!

Esta de la que voy a hablar a continuación me gusta especialmente: “especular”. Tampoco proviene del griego. Nació en Roma y sus tatarabuelas son ‘spectare’, que designaba el acto de mirar y contemplar, y ‘speculari’, que señalaba, ni más ni menos, que un puesto de observación. Estas voces siguieron la larga historia de las palabras hasta que el año 1440 se utiliza por primera vez ‘especulación’. Pero un par de años antes, en 1438, alguien ya utilizó el verbo ‘especular’, en el sentido de acechar, de modo que por muchos años y siglos que hayan pasado hasta nuestros días, supondría una lógica semántica aplastante que la definición actual de la palabra se retrotrajese a su origen gótico, por más que la RAE la defina hoy día en una de sus acepciones haciendo uso del término 'esperanza'.

Pero la reina, la que más me gusta, la que me eriza la piel e incluso me provoca alguna erección es “bolsa”, porque, esta sí, proviene del griego. Parece ser, (según el gran Corominas) que los helenos llamaban 'býrsa' a un recipiente tejido en cuero, a lo que hoy podríamos llamar un odre. De Grecia pasó a los romanos como 'bursa' pero, debido a la torpeza balbuciente de nuestro romance primigenio, no se nos daba nada bien pronunciar la r y la s unidas, e hicimos de nuestra capa un sayo y convertimos ese grupo rs en una l. Con todos estos datos aprobamos el examen de Historia de la Lengua. Ahora bien, si queremos ir para nota, deberemos saber lo más gracioso: que en Brujas, uno de los centros de la banca europea por los años 1560 y pico, vivía la familia Van der Burse, en cuya casa se reunían los mercaderes venecianos. De ahí proviene la acepción actual de lugar o casa de contratación. Aunque, si se me permite, después de este ímprobo esfuerzo a través de la procelosa historia de los orígenes de la terminología que hoy dirige nuestros destinos, yo propondría como definición de bolsa, directamente, “lugar desde donde se acecha a las economías del mundo y de las personas, desde donde se producen y se propician, en interés de unos pocos, las riquezas más vergonzosas y las pobrezas más hirientes que en el mundo han sido, con el beneplácito de gobiernos y de gran parte de la población”.

El Hermano Eustaquio estaría orgulloso de mí. No he perdido el toque. Nos lo hicieron pasar mal pero salíamos del colegio sabiendo gramática parda. Ahora, con la distancia que ofrecen los siglos, pienso que al pobre fraile no le quedaba más remedio que decir lo que decía, porque se jugaba la hoguera y la escudella. Incluso creo que hoy hubiésemos estado de acuerdo en casi todo. Seguramente que en un ambiente distendido, con unas cervecitas de por medio, observando y comentando la actualidad de este año, me hubiese vuelto a decir: "No lo dude señorito. Como está usted viendo, todo empieza en Grecia."

Vuelvo mañana

jueves, 13 de mayo de 2010

El Manifiesto C. (Resumen ejecutivo)


Una carcajada sonora recorre Europa: la carcajada del capitalismo. Contra esa carcajada nadie se ha conjurado. Ni las potencias de la vieja Europa, ni el Papa, ni la Unión Europea, ni Obama, ni Merkel ó Sarkozy, ni siquiera los radicales ingleses y los polizontes españoles. ¿Hay un solo partido que no se haya sumado a la gran carcajada? ¿Hay un solo partido del gobierno y de la oposición que no se ría abiertamente a la cara de los ciudadanos cuando explican que para luchar contra la crisis hay que dar más prebendas a sus causantes?.

De este hecho se desprenden dos consecuencias. La primera, que el capitalismo ya se halla reconocido como un poder por las potencias Europeas. La segunda, que ya es hora de que los capitalistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero, sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de los maledicentes que dudan de la sinceridad de tamaña carcajada, propiciada por el estado de la cuestión. Por tanto, no va hacer falta escribir manifiesto alguno, más que poner atención a los diferentes matices de esta risa sin cuartel. (De hecho este manifiesto se autodestruirá dentro de cinco minutos y dejará paso a otro que se venda más y cause risas más sonoras.)


Con este fin se han reunido en lugar secreto los EE.UU, la UE ,el FMI, el Banco Mundial, el grupo de los 9, el subgrupo de los 20, 30 presidentes de sus correspondiente transnacionales y representantes diplomáticos de tres paraísos fiscales, para reír sin prisas pero sin pausa, sin freno, sonoramente. Porque la risa es, camaradas, el lenguaje más internacional que existe.
Hasta nuestros días, la Historia de la humanidad ha sido una historia de la lucha de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores feudales y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra opresores y oprimidos, siempre frente a frente, enfrentados en una lucha ininterrumpida, unas veces encubierta, y otras franca y directa, en una lucha que conduce siempre a la hilaridad continuada, permanente y escandalosa.[…]

[…]Los capitalistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse con el chantaje, la complicidad de los gobiernos, con el engaño, con la desinformación, con el miedo, con la perpetuación de falsos supuestos y la consolidación de sus modelos de gobierno, de estado, de relaciones sociales y económicas cómo únicos posibles; con la violencia de Estado abierta e impune, y por qué no, con la guerra. Tiemble si quiere el pueblo ante la realidad del capitalismo. Con él cree que lo tiene todo, cree que es libre, sin reconocer el peso de las cadenas que arrastra.


¡Capitalistas de todos los países, uniros!


Vuelvo mañana

viernes, 7 de mayo de 2010

Las nubes


Con las nubes tengo una extraña fijación. No me da por ver en ellas figuras de animales, la silueta de formas extrañas soñadas en fase REM, o el contorno de seres conocidos que odie o ame, y que se diluyen y se transforman al capricho de los vientos y de la imaginación. El tipo de obstinación que vivo con las nubes tiene más que ver con el tiempo, la memoria y con los bandazos que a veces da a babor y a estribor mi cabeza loca, una nuez en la galerna.

Todo empezó al atardecer del final de un verano lejano. Yo ya era un fiambre, un muerto célebre enterrado con discursito meritorio en loor de multitudes. De manera que esta obsesión con la que convivo (una más), quizá debería explicarla sobre el diván del enterrador porque tiene más que ver con la psicología de la muerte que con el subconsciente de un hombre vivo, porque lo último que vi entre las rendijas de las persianas del balcón cuando yacía en el suelo, aguantando como mejor podía los últimos estertores, fue una tira pálida de cirro estratos morados cortando el cielo de Madrid. Quizá fuesen sencillos cúmulo nimbos, blancos y gordotes , como trozos de un cerebro cuarteado, muy comunes en los cielos castellanos, pero yo veía restos de nubes fugaces con la forma de cuchillas afiladas, moradas, del mismo color que la sangre que me resbalaba desde la sien, por los ojos, hasta llegar a los labios, cayendo finalmente al suelo, gota a gota, encauzada por propia voluntad hacia un inútil charco enamorado.

Estas palabras que acabo de escribir surgieron en el momento justo en que las pensé, en el momento de mi último suspiro. Son una trascripción casi hipnótica fruto de una especie de regresión lingüística espontánea en la que puedo verme a mí mismo sobre el suelo , con la cabeza ladeada hacia el balcón, sujetando la culata todavía caliente y procesando en la pupila el paso de las nubes rojas hacia poniente. Me veo y me pienso, y me recuerdo, y muy lejos de percibir un lamento, la maldición del mal de amores, el último insulto o la súplica final, lo que viajó desde aquel momento de paz hacia mi ‘Yo’ resucitado en aquel atardecer lejano, fue la certeza de que si algo es capaz de transportarnos en el tiempo hacia los rincones más oscuros de nuestros recuerdos, ese algo es el cielo con sus nubes, presente en todo momento y lugar, allá donde vayamos. De manera que si las estrellas sin luna me traen siempre el recuerdo de mis hijas; si con el trueno de la tormenta pienso siempre en Ventura, Pepe y toda la cuadrilla; si con el alba me embarga la tristeza del final de noches apasionadas; con la contemplación de la nubes -maldita sea- me estalla por dentro la memoria en una implosión que se materializa en un vertiginoso zoom con el que llego a ver con todo detalle el estado de ánimo de mi alma en aquellos últimos instantes, en aquellos segundos fundacionales en los que fueron convocados por el destino el final y el principio de todo.

Aquella tarde lejana la temperatura era agradable. El viento soplaba tímido de Levante. Las cigüeñas se afanaban en llegar a los nidos y el crotorar de las más espabiladas ya se oía por todo el valle. La campana de la torre había tocado el primer cuarto pasadas las 8 y las esquilas de los rebaños de todo tipo de mansos parecían avisar a los paisanos de la hora del último riego en el huerto. El silencio y la soledad en el que parecía sumida la aldea se convertían durante unos pocos minutos en un trajín calmoso, en un ir y venir apaciguado, lento y sabio de animales, personas y sonidos. A esas horas, como casi todas las tardes, dejaba la pluma y el papel sobre la mesa, cogía mi bastón y antes de que el reloj diese la media ya estaba en el camino. Me gustaba saludar a unos y a otros, pasear mi inmortalidad entre las gentes afanosas que nada sabían de mí. Frecuentaba aquel pueblecito serrano en días sueltos, cuando el calor en la capital se hacía insoportable, así que los aldeanos solamente sabían que era un señorito de Madrid, sin oficio conocido, y que respondía al nombre de M. Tras el último saludo a una anciana, que arrastraba sufrida un carretón de forraje para la yunta, me adentré en la senda que comunicaba la aldea con los campos abiertos de pastos y que verdean las frías umbrías a los pies de la sierra. El espacio es una fabulosa explanada ondulada de hierba, que recuerda en su suave sinuosidad a las olas de un mar antiguo en el que un día milenario nadaron animales fantásticos. Esa misma hierba fue en otros tiempos profundidad sumergida bajo la que murieron ahogados extensos bosques de árboles imposibles, hoy en día piedra enterrada. Hasta allí dirigí mis pasos, en la dirección hacia donde el sol se ponía sobre las montañas de morado oscuro, el mismo color que habían adquirido todas las sombras del atardecer. Y allí me detuve, en el centro del infinito espacio. Al hacerlo, una extraña sensación de miedo y de gozo me invadió. Era el efecto de una gran energía que se concentraba en aquella inmensidad silenciosa y que me proporcionaba la valentía necesaria para no salir huyendo. Levanté la cabeza para respirar, y gozar, y llenar mi alma de la fuerza natural que parecía emanar desde el interior del planeta en el punto preciso en el que me encontraba, en el preciso instante que estaba viviendo. Extendí los brazos, el viento crepuscular me descubrió, y al abrir los ojos vi rasgada una nube solitaria sobre el cielo cobalto como la que distinguí entre las rendijas de las persianas de mi balcón, hacía muy pocos años, antes de dejar la tierra de los hombres y habitar para siempre el mundo de los recuerdos. Desde entonces, desde el atardecer lejano de aquel verano, las nubes para mí son muerte enamorada.

Vuelvo mañana

domingo, 2 de mayo de 2010

No hay manera


Mi criado se ha declarado en abierta rebelión. Hace un par de meses me dijo. “Señoritingo, el frotar se va a acabar. A partir de hoy, la casa te la va a limpiar Rita.” Yo me puse muy en mi sitio de amo y le respondí, alzando gravemente la barbilla y cruzando las manos en la espalda, que si la situación se planteaba en esos términos, ya podía recoger sus cosas y dejar libre la habitación, a la mayor brevedad posible. Y entonces se desencajó de la risa. Prorrumpió tal carcajada que casi me dieron a mí ganas de llorar. Estaba desconcertado. Le acababa de despedir, pero lejos de parecer preocupado, se dirigió al mueble bar, se sirvió tres dedos del mejor whisky y después de aposentarse cómodamente sobre mi sillón de lectura, mientras colgaba su pierna derecha sobre el apoyabrazos movíendola como un trapecio, me dijo que dejase de decir tonterías, que si todavía no me había enterado, después de casi dos siglos de inmortalidad, de que yo y él (él y yo) formamos un dueto indisoluble. Que por mucho que él esté hasta el gorro de mí y yo esté ya bastante harto de no poder dar un paso sin dejar de sufrir su sonrisita de perro Patán junto a la oreja, somos el uno para el otro la montaña y la roca de Sísifo. De un solo trago se bebió el whisky, me guiñó un ojo, se incorporó, y después de darme un par de humillantes golpecitos en el hombro, abrió la puerta de la calle y se fue silbando la canción de los Ronaldos que esta temporada vende los muebles IKEA.

Esto ocurrió a mediados de Febrero. Desde entonces he tenido que desarrollar habilidades que nunca había tenido oportunidad de ensayar. Por ejemplo, limpiar el polvo de las estanterías sin tirar nada al suelo. Y no se me da nada bien. Lo cual tampoco tendría la menor importancia si no fuese porque mi torpeza con la limpieza ha desencadenado en mi casa una serie de sucesos difíciles de explicar y de creer. Entre montones de libros, figuritas de adorno, fósiles, dedales, suvenires, muñequitos de superhéroes, piedras de ciudades, arañas de goma, lapiceros de colores, flautas indígenas, placas conmemorativas, cedés, velas, cirios, quemadores de incienso, linternas de fuego, y un sinfín más de cachivaches, sobre las estanterías de los muebles de mi casa descansan más de una decena portarretratos que muestran rostros de seres queridos y de personajes admirados. Tres de ellos están en blanco, no contienen imagen alguna y la ausencia se debe a que se precipitaron al suelo por un mal golpe de plumero. Quiero decir, por si no se ha entendido, que cuando un portarretratos se precipita al suelo desde la estantería de la librería de mi casa, éste deja de contener a la persona que mostraba y el marco contiene, a partir de entonces, un inmaculado fondo de color blanco, independientemente de que el cristal que protege la fotografía se haya quebrado o no. La imagen se difumina y desaparece por completo, sin más

El primer marco que se estampó contra el suelo fue el que contenía el retrato de mi Dolores. ¡Qué cuello tan hermoso .! Sobre él he olido fragancias que todavía busco con desespero, como perro que levanta el hocico ante la proximidad de su amo; sobre sus hombros he llorado despedidas y éxtasis en camas clandestinas y penumbras ilegales; puedo ver todavía las manos blancas que sujetaban con delicadeza el papel enrollado en el que alguien escribió nuestro destino y que recorrieron mi espalda desnuda en caricias cálidas con escalofríos de placer. Pero por muy suave, por muy puro que fuese el blanco de su piel, por perfectas que fuesen las formas de su cuerpo, lo que de ella me cautivó fue el mirar negro de ojos desinhibidos contenido en un gesto altivo, elegante e irresistiblemente seductor. Así me ha mirado durante décadas desde el retrato que he conservado en el transcurso de todas mis vidas, hasta que la rebelión de mi criado sumada a mi torpeza produjo la catástrofe, y ahora sufro una ausencia que se multiplica por dos en el tiempo, porque es ausencia secular y contemporánea; la ausencia de la imagen, ya para siempre, de quien he buscado durante noches de soledad interminable, y que mantenía viva la memoria de la oscuridad de una mirada que sólo con un soslayo me provocaba ansiedades difíciles de definir. Ahora no hay más que vacío, un marco que acoge la nada, ni siquiera la transparencia letea de un espectro que dibujase como con humo una silueta evocadora para el consuelo de mi pena. He llorado nuevamente esta ausencia conocida, he buscado el origen racional de su causa, pero cuando me acercaba a hallar la explicación, he tenido miedo, he dado marcha atrás y he preferido invertir mis energías en ingeniar la manera de resucitar la imagen de mi Dolores en el centro del marco, y se me ha ocurrido que el único modo posible es invocarla a través de su nombre escrito. “El verbo se hizo carne”, dice el libro sagrado. “La palabra inventa, es decir, halla” escribió el maestro Valente. No hay día que pase, desde que mi criado hizo su revolución, en el que mire las siete letras encerradas de su nombre. No pierdo la esperanza. De hecho, si algo me sobra son los días.

Ahora, en este párrafo, me disponía a explicar quienes eran las otras dos personas que han desaparecido de las estanterías de mi librería; iba a relatar cómo fue que tiré los portarretratos al suelo y qué siento cuando en lugar de sus rostros veo el telón blanco de su ausencia. Pero justo en este instante suena el cerrojo de la puerta y se viene aproximando en la longitud del pasillo un ruido de pasos arrastrados y el sonsonete de la canción de Los Ronaldos que surge burlon del silbido agudo de mi criado. No ha dejado de cantar la cancioncita dichosa desde el dia de su manumisión unilateral. Hoy sábado, Primero de Mayo, seguro que se habrá puesto hasta las cejas de vino. Así es que lo dejo para otra ocasión. Intuyo que habrá tormenta, como en los viejos tiempos.

Vuelvo mañana