jueves, 30 de enero de 2025

La noche más triste

 


El año que murió mi abuelo Vicente -el padre de mi madre- yo era militar, soldado del tercer reemplazo del 84, acuartelado en el Centro de Instrucción de Reclutas de Araca, Vitoria, uno de los lugares más fríos e inhóspitos de la VI región militar, donde nos hacinaba el glorioso ejército español en contra de nuestra voluntad a más de cinco mil  jóvenes procedentes de todo el país.

Para ser exactos, pocas horas antes a la muerte de mi abuelo Vicente yo preparaba el petate, y aunque todavía no vestía de caqui, ya mi obediencia era debida hacia la justicia militar y no hacia las leyes civiles.

Mis padres no estaban en casa. Después de recibir una llamada telefónica de mi tía -la hermana de mi madre- informándonos de que mi abuelo yacía agonizante, salieron de viaje a toda prisa, prácticamente con lo puesto, para intentar despedirse de él todavía en vida, aunque, la verdad, ni se hubiese enterado.

Mi abuelo Vicente permanecía postrado en cama desde hacía más de cinco años a causa de la enfermedad de Alzheimer. Su existencia era literalmente vegetativa. La mayor parte del día yacía acostado. Mi tía, que estaba a su cuidado, lo levantaba unas horas y lo sentaba junto a la ventana, en un cómodo sillón de enea acolchado desde donde veía pasar las horas, un tiempo vacío de recuerdos, sin saber quién era, sin conocer la ventana que él mismo abrió y construyó, desde la que vio durante años caer la nieve, la lluvia, el sol implacable del verano y sus nietos crecer.

Me despedí de mis hermanos y de los amigos que me acompañaron a la estación. Después de un viaje en el que muchos de mis compañeros lo pasaron como una gran fiesta, gritando cánticos de borrachera, ya de madrugada llegamos a Vitoria. Permanecimos en el andén algunas horas, aguantando una humedad y un frío difícil de describir, porque nunca lo había sentido así.

Una quietud expectante había ocupado el lugar. El aire de la noche que empapaba el suelo provocaba también la oscilación pendular de dos lámparas colgadas de la marquesina que protegía el andén, empujando nuestras sombras contra la pared, agigantándonos y empequeñeciéndonos, como jugando con nosotros, anunciándonos acaso que desde aquel instante habíamos perdido nuestra identidad soberana y nos convertíamos en seres sin voluntad. No éramos más que visiones en penumbra aplastadas contra una pared.

Esa fue la razón por la cual la algarabía del tren se transformó en una desazón y un desasosiego que se nos metió dentro hasta el tuétano. La causa del frío intenso que se alojó dentro del alma de cada uno de nosotros no era la humedad. La realidad tomaba su posición y nos convertía en prisioneros.

Fumábamos y mirábamos en absoluto silencio el reloj de la estación, y contrastábamos la hora con los nuestros, por ver si en la operación ocurría algo, si alguien venía y nos decía algo, o por comprobar si aquella espera era auténtica y verídica, o  parte de las pesadillas de algunos de los que dormían la mona.

De vez en cuando el sonido de un teléfono rompía el mutismo y percibíamos un rumor humano surgido de la claridad amarillenta de una vieja puerta acristalada, donde probablemente cumplía con su turno el factor de guardia.

Días después supe que, en las horas gélidas de aquella misma noche, en la que estuve esperando los camiones militares que nos recogerían y nos transportarían como ganado al CIR, mi abuelo Vicente expiraba. A partir de entonces los recuerdos de mi infancia con mi abuelo transformaron en memoria su existencia, vestido con el sempiterno mono azul, la boina negra bien calada, caminando con las manos en la espalda, bromeando con nosotros, sus nietos... y se mezclaron, ya para siempre, triste e inevitablemente, con los de aquellos minutos afligidos y taciturnos en el andén frío de la estación alavesa.

Porque, quizás, justo en esos instantes, mi madre y mi tía contemplaban a mi pobre abuelito, tendido en la cama, por fin en paz, libre de la cárcel de su cuerpo y de su mente. Yo no tenía noticias. No tenía ninguna posibilidad de saber que en aquellas horas mi abuelo Vicente ya solo era piel y huesos sin aliento. Lo supe luego, días después, cuando por fin pude telefonear.

Semanas antes a la jura de bandera, por decisión del coronel, a muchos de nosotros nos dieron unos días de permiso. No había sido necesario solicitarlo, fue una decisión de los mandamases. La verdad es que quienes tuvimos la fortuna vivimos una de las pocas alegrías que pudimos disfrutar durante aquellas semanas kafkianas de gritos, órdenes, más órdenes, mucho frío, un cansancio perenne, sed y hambre, hambre de alimento en buenas condiciones, y ese mal olor tan característico que impregna los cuarteles, que se instala para siempre en el retrete de los recuerdos y que en ocasiones todavía percibo en algún otro lugar.

El trayecto en autobús desde Araca era largo. Partíamos a mediodía y llegábamos a Barcelona poco antes de la medianoche. Después, debía apresurarme para llegar a la estación de Sants y subir al último tren de cercanías que prácticamente me dejaba en la puerta.

Caminaba hacia la casa donde nací, cansado, entre ilusionado y expectante. Hacía ya más de un mes que no veía a los míos. Desde la llamada lacónica con la noticia del fallecimiento de mi abuelo no sabía mucho de ellos, ni ellos de mí. Ni cartas ni teléfono. Así eran las cosas en los viejos ochenta.  Sólo se llamaba o se escribía para lo importante.

Al entrar, no vi luz en el pasillo. Por la hora ya se habrían acostado. Me extrañó, pero en seguida comprendí que no me esperasen, porque no había informado del permiso. En uno de los dos extremos del largo y estrecho pasillo que atravesaba de punta a punta todo el piso, destacaba en la oscuridad una claridad débil que, con toda seguridad, sólo podía provenir de una pequeña lámpara comprada por mi padre hacía años en una excursión a Andorra y que casi nunca encendíamos.

Distinguía también el parpadeo de otra luz diferente, de un tono azulado. Lo primero que pensé es que en un descuido se habrían acostado sin desconectar el televisor, pero inmediatamente lo descarté.  En casa esos descuidos de seguridad doméstica eran impensables. Antes de ir a la cama, la puerta bien atrancada, los grifos bien cerrados, la llave del gas hacia abajo, el televisor desenchufado, durante el invierno la estufa catalítica sin fuego y todas las luces apagadas. Era lo preceptivo. Si mi padre no desenchufaba a diario la nevera era porque la comida se echaba a perder.

Caminé los siete pasos justos que distan entre el recibidor y el comedor, dejé suavemente el petate y allí vi a mi madre, sentada, apenas un contorno en penumbra sobre el sillón mirando fijamente la televisión y contemplando, creo que sin saber muy bien qué estaba viendo, cómo Teresa de Jesús, encarnada por la actriz Concha Velasco, declamaba sus últimas palabras.

Mi madre entonces era una mujer que pasaba la cincuentena, bajita, muy poca cosa. Era -todavía es- de natural introvertida, tímida, de pocas palabras. Acaso sea la persona menos sociable que conozco. A mí, desde bien jovencito, siempre me dio la sensación de que cargaba a diario -con un particular ascetismo cristiano y la típica austeridad castellana- la pesada nostalgia de su tierra y de todos los seres queridos que tuvo que dejar para construir una vida y una familia con futuro.

Al evocar el momento, todavía recuerdo mi extrañeza cuando, al verme, no reconocí en su rostro ni un ápice de sorpresa. Nadie me esperaba en casa, así es que de algún modo albergaba la esperanza de la ilusión ajena, algo así como la alegría ante la vuelta del hijo pródigo.

Al contrario, al acercarme en silencio y decirle “hola mamá, me han dado permiso” vi en ella un gesto que jamás olvidaré; toda la tristeza de este mundo se había apoderado de sus ojos, de los labios y hasta de su piel. Parecía hundida por el peso inconmensurable de la pena. Levantó levemente la cara como para saludarme, quizás el intento de solicitar el beso que inmediatamente le di en la mejilla, todavía húmeda de llanto, de las lágrimas en soledad que habría derramado hasta un instante antes de mi llegada.

Recuerdo como si lo estuviera viendo ahora que después me acercó su mano. La tomé y al tiempo me arrodillé y la besé de nuevo mientras ella entornaba los ojos. “Acuéstate, hijo, que estarás cansado. La cama está hecha, tal y como la dejaste.” No me dijo más. No podía decirme más. Su voz sonó tan débil que me pareció de enferma. Se me encogió el corazón. Aquella noche, mientras Concha Velasco interpretaba en televisión la agonía de Teresa de Jesús, mi madre creía morir del dolor por la muerte de su padre, mi abuelo Vicente. No he vivido, ni he sentido jamás tanta tristeza, nunca he asistido a tanta aflicción.  De ningún modo logré conciliar el sueño.

miércoles, 22 de enero de 2025

Kant y Constant en el mundial de balonmano

 


Durante el último partido que enfrentó a la selecciones española y sueca correspondiente al campeonato mundial de Balonmano, se produjo un suceso extraño. La selección hispana perdía por una diferencia de seis goles. Los escandinavos jugaban mejor y estaban siendo muy superiores. En uno de los muchos lances del encuentro, el árbitro señaló penalti, con lo cual los escandinavos podían aumentar la diferencia si conseguían batir al portero Gonzalo Pérez de Vargas. Con una ventaja de siete goles, el partido se iba a poner muy cuesta arriba para España.

El encargado de lazar la pena máxima fue el jugador Hampus Wane. Cogió la pelota, esperó la señal del árbitro y ante los movimientos aspados de Pérez de Vargas, Wane lanzó desde el punto de los siete metros con poca fortuna, porque estrelló el balón en el portero. El árbitro, siguiendo el reglamento a rajatabla, hizo sonar el silbato, detuvo el encuentro y mostró la tarjeta roja al lanzador ya que, según su criterio, la pelota había impactado directamente en el rostro del español, lo cual se sanciona, efectivamente, con la expulsión.

Inmediatamente, con tranquilidad pero con decisión, Gonzalo -el bueno de Gonzalo- se dirigió al colegiado y le explicó ante el contrincante que su lanzamiento no le había impactado directamente en la cara, sino en el antebrazo y en el hombro. El juez, sin pensarlo, esbozó un gesto con el brazo cancelando la expulsión en señal clara de reconsideración de su primera decisión, y comunicó de ese modo al jugador sueco y a todos los asistentes al partido que no había cometido falta alguna y en consecuencia podía seguir en la cancha.

Hampus Wane agradeció a Gonzalo Pérez el gesto con un leve amago de abrazo y el público prorrumpió en una salva de aplausos emocionados ante la escena que acababa de presenciar, en reconocimiento a la deportividad y a la honradez de que había hecho gala uno de los mejores porteros de balonmano del mundo. Ni qué decir tiene que las imágenes que atestiguan esta anécdota han circulado por todo el mundo y han ocupado espacio en todos los informativos. La honradez y el mordisco de un hombre a un perro son noticia, por lo insólito del hecho.

Al enterarme de este suceso automáticamente actué como el público. Aplaudí interiormente la actitud de Gonzalo y gracias a su proceder me hizo sentí mejor, como parte de un todo que es bueno, o que en ocasiones ofrece una salida a la bondad. Pero no estoy seguro de que todos los allí presentes pensasen lo mismo, por ejemplo, el entrenador de Gonzalo, o sus compañeros de equipo, o los familiares de los jugadores de la selección española, y los aficionados españoles que vieron el encuentro por televisión.

Entre la posibilidad de perder por siete puntos, a perder por seis, recuperar la posesión de balón y atacar contra un jugador menos, puede iniciarse una remontada que produzca una victoria final cuando todo parece encaminado a una abultada derrota. Quiero decir que Gonzalo, en ese preciso momento, actuó en contra de los intereses de su equipo y de sus compatriotas. A pesar de que él no cometió ningún error, ni trampa alguna, prefirió convertir un error del árbitro, ventajoso para los suyos, en una acción de valor moral y no de valor deportivo o competitivo.

El balonmano de élite es un deporte profesional. Es decir, los jugadores se ganan la vida practicándolo. Ganar un campeonato mundial supone un aumento significativo de prestigio y por supuesto de su precio en el mercado de fichajes. Por otro lado, formar equipo significa, entre otras cosas, cumplir al máximo tus obligaciones para conseguir el éxito colectivo derrotando uno a uno a tus adversarios.

Todos suman y todos restan. Las acciones positivas y negativas de cada integrante del equipo marcan el destino de todo el colectivo y su palmarés, que marca de modo decisivo su mejora profesional. Me pregunto si de haber formado yo parte del equipo de Gonzalo, una vez en la intimidad del vestuario no le hubiera reprochado su acción.

Me pregunto si el entrenador, y sus compañeros, de una u otra manera, no se lo habrán echado en cara. Algo así como, “por hacerte el bueno nos han metido una paliza." O “si hubieras cerrado esa boquita de santo, ahora estaríamos en semifinales, San Gonzalo, que eres un San Gonzalo” o “Ahora vas y le pides al vikingo que al menos te invite a una cerveza”

Si, por el contrario, recibió la felicitación de todos, entonces estamos ante una selección de balonmano kantiana, probablemente la primera y única del mundo, porque en Gonzalo prevaleció el kantiano imperativo categórico de decir siempre la verdad.

A este respecto, pocos lo sabían, pero aquella tarde, en las gradas del Unity Arena de Oslo, dos espectadores de excepción y grandes aficionados al deporte, observaron el suceder de los acontecimientos. Se trata ni más ni menos que del mismísimo Immanuel Kant y del ínclito pensador y político franco-suizo Benjamin Constant. Como era de esperar, ante tal acontecimiento moral, ambos se enzarzaron en una apasionada discusión.

Kant, inflexible frente a la mentira, aplaudió a rabiar el gesto, junto a la mayor parte del público. Constant le miró escéptico, sin poder reprimir cierto gesto de desdén.  Querido Benjamín, no te rías de mí. Te veo por el rabillo del ojo. No mentir es una ley de alcance universal. La mentira supone facilitar la desconfianza entre las personas. No se debe mentir, en ningún caso, porque la más mínima mentira rompe la sociedad, base de nuestra convivencia. No sé si me he explicado bien. Acabas de ser testigo de una hazaña moral, ejemplo para toda esta gente*

A Constant no pareció sorprenderle semejante apreciación. “Ya. Mira Immanuel, mientras tú vivías tan tranquilo en tu querido Köninsberg, yo me batía el cobre en París en medio de la Revolución francesa. Así es que ahórrame el sermón. No eres más que un contemplador de lo trascendente, yo he vivido en el terror. Lecciones, las justas, querido.” *

Los dos parecieron olvidarse del motivo que les había llevado hasta allí, porque se enzarzaron en el mismo debate que ya vivieron a finales del siglo XVIII, y que hoy día ha adquirido carta de actualidad, porque la mentira o el falseamiento de la verdad se ha convertido en asunto de interés global, y conviene, ni que sea desde las gradas del campeonato del mundo de balonmano, acercar la oreja a lo que dicen  los que piensan de verdad.

En su radicalismo idealista, Kant le espetó a Constant que “el mentiroso es una simple apariencia de hombre. Tanto es así que el hombre pierde su naturaleza humana si la declaración de su pensamiento está en desacuerdo consigo mismo, y por tanto, para considerarse a sí mismo persona humana está obligado a la veracidad. Debes saber, amigo Benjamín, que quien miente, por más bondadosa que pueda ser su intención, debe responder por las consecuencias de su acción delante de un tribunal civil. Gonzalo sabe, igual que yo, que la veracidad es un deber que debe ser considerado la base de todos los deberes que se fundan sobre un contrato y si esa ley permite la menor excepción, se torna dolorosa e inútil. No sé si me he expresado con claridad.” *

Benjamín escuchaba sin mirar a su interlocutor. Fingía seguir las evoluciones del encuentro, pero en realidad le daba vueltas a la respuesta. “Escucha, Immanuel, no eres consciente del peligro que encierran tus palabras. Suerte que el griterío es tan fuerte que nadie ha podido oírte; de llevarse a cabo la afirmación que has hecho se destruiría la sociedad, porque resulta inaplicable.” *

Kant le miró fijamente, de hito en hito, y esbozando media sonrisa, le respondió “¡Pero si lo acabas de ver con tus propios ojos! ¡El aplauso al portero español ha sido unánime! ¿No te das cuenta de que lo que hemos visto hoy aquí cancela para siempre tus argumentos?” 

Y así siguieron un buen rato, casi hasta finalizado el encuentro. Benjamin Constant aducía que "decir la verdad es un deber, pero solamente en relación a quien tiene derecho a la verdad. Ningún hombre tiene derecho a la verdad que perjudique a otros.” *

Las posturas de ambos, en apariencia, parecían irreconciliables, pues en este sentido Kant afirmó, rotundo, como queriendo ya concluir el debate, que “cada hombre tiene no solamente el derecho sino el más estricto deber de enunciar la verdad, aunque se perjudique a sí mismo y a otros.” *

¿Quiere decir todo esto que el mejor portero del mundo, en su decisión de decir la verdad a costa de perjudicarse a sí mismo y a otros, actuó como un verdadero hombre? ¿De no decir nada y, en consecuencia, al no advertir al árbitro de su error y provocando la expulsión del contrario hubiera dejado de serlo? ¿Quiere decir, por el contrario, que con esa decisión de ejemplar sinceridad, al mismo tiempo lesiva para los suyos podría ser la causa de grandes males para su equipo? ¿O sencillamente aplicó lo que en conciencia le dictan unos principios, aprendidos y aprehendidos a los que nunca va a renunciar?

Parecía que la conversación definitivamente se había terminado, pero Benjamin Constant, devolviendo la mirada a su interlocutor y hablando después como si lo hiciese hacia la cancha, donde los jugadores luchaban con denuedo por la victoria en los últimos minutos, fue capaz decirle algo que sumió al alemán ilustrado en su habitual estado de meditación:   

Un principio reconocido como verdadero nunca deber ser abandonado cualquiera que sea el peligro aparente en el que se encuentra. Si no hay principios no quedan más circunstancias, y cada cual es su juez. Lo justo, los injusto, lo legítimo y lo ilegítimo no existirían, pues todo esto tiene como base a los principios, y se hunden en ellos. Quedaran las pasiones, que empujarán a lo arbitrario; la mala fe, que abusará de lo arbitrario; el espíritu de resistencia, que tratará de apropiarse de lo arbitrario como de un arma para convertirse a su vez en opresor. En una palabra, lo arbitrario, ese tirano tan temible, tanto para aquellos a los que sirve como para aquellos a los que golpea, lo arbitrario, reinará solo.” *

Fue pronunciar Constant la última palabra y escucharse en el Unity Arena la señal que daba por concluido el partido, que, por cierto, finalizó en empate a 29 goles. De haber estado allí, les hubiese propuesto a esas dos figuras del pensamiento que si estableciésemos como principio la honestidad en todo lugar y momento, obtendríamos una intersección entre sus dos puntos de vista la mar de interesante. Y, por supuesto, la cerveza para el gran Gonzalo la hubiese pagado yo.

* Todas las citas de este texto (excepto las frases de recurso) corresponden al libro de Gabriel Albiac "¿Hay derecho a mentir?" publicado por la editorial Tecnos. En ese libro, Albiac da cuenta de la célebre controversia que mantuvieron a finales del siglo XVIII los dos filósofos sobre el derecho a mentir o la obligación moral y legal de decir siempre la verdad. 

jueves, 9 de enero de 2025

Morir como el Minho

 A Carmen, mi amor, por un regalo inolvidable

 

Tal y como acostumbra el otoño en Galicia, había llovido durante varios días. Al llegar a la bella Tui el plomo compacto del cielo parecía querer disgregarse en nubes todavía amenazadoras, aunque de vez en cuando se dejaban ver atisbos de azul político, promesas de claros poco consistentes lo suficientemente seductoras como para confiar en una tregua del orvallo.

Muy cerca del lugar donde aparcamos encontramos dos antiguos quioscos de prensa, probablemente construidos en los inicios del siglo pasado, muy bien conservados, ubicados en el centro de la hermosa Plaza de la Inmaculada. Nos llamaron la atención no tanto por su buena conservación sino porque en el interior de uno de ellos un señor manipulaba y ordenaba libros con cariño y atención.

El viejo quiosco acristalado estaba repleto de ellos, dispuestos cuidadosamente en estanterías. Ocupando una de sus ventanas, un letrero anuncia y explica al visitante que aquella es la “Casa dos libros orfos” de Tui, un espacio limpio, recoleto y sencillo, lleno de historias, de antiguas conversaciones y de memoria, donde ahora los libros siguen viviendo, encuentran un nuevo hogar y son adoptados por lectores que tienen la posibilidad de disfrutar de su lectura gratuitamente.

Nos pareció hermosa la iniciativa de renovar y reutilizar un espacio urbano histórico que antaño concitó durante décadas la reunión de los tudenses, breves tertulias espontáneas a costa de los titulares de los periódicos, o la algarabía de los niños que se acercaban a comprar cromos, el TBO, un cucurucho de pipas o un dulce palo de regaliz… todo  reconvertido ahora en singular orfanato del siglo XXI que devuelve la vida y cobija todo tipo de libros.

No pude resistirme y me dirigí al señor interrumpiendo su trajín. Tras revelarnos su nombre, Ramón nos explicó que era un jubilado amante de la lectura; nos aseguró con media sonrisa y esa cachaza tan característica de los gallegos, que en realidad los libros le habían adoptado a él. Disfrutamos de unos minutos de charla, chafardeamos en las estanterías y nos despedimos del afable Ramón, convertido a sus años en entrañable padre adoptivo.

Mientras nos alejábamos del particular orfanato pensaba en la razón que hay sobre lo que nos dijo, porque en realidad los libros son algo más que objetos culturales reveladores de conocimiento, de entretenimiento, o de arte: los libros, al abrirlos, nos acogen, de modo que al dejar atrás a los que quedaron al cuidado de Ramón nosotros nos convertíamos en pobres desamparados.

Continuamos el paseo amenazados en todo momento por la promesa incierta de un cielo claro. En cualquier momento podría volver a llover, motivo por el cual la plaza de San Fernando se encontraba desierta. Apenas unos pocos gorriones mojando sus plumas en los charcos.

La soledad fue nuestra aliada porque nos permitió  escuchar muy nítidamente las gotas de agua caer desde el tejado del pórtico almenado que precede a la puerta principal de la Catedral de Santa María, y que golpeaban inmisericordes  la piedra añeja y sufrida del último escalón de la escalinata, que miles de peregrinos portugueses han pisado a lo largo de los siglos para conseguir el sello catedralicio, continuar camino a Santiago y ganar en dos o tres jornadas más el jubileo ambicionado, redentor de culpas, for ever, in omne tempus, perpetuum,  y de toda maldad perpetrada ayer, hoy  y en lo porvenir. Lo que se dice actualmente, una idea ganadora.

En aquel espacio y aquellas circunstancias, solos, bajo el arco gótico del templete, mientras escuchábamos únicamente el agua de siglos martillear obstinadamente la piedra torturada que pisan los pecadores, súbitamente me sentí poderoso y creí adquirir como por voluntad del mismísimo diablo la facultad de detener el tiempo, y entonces ya sólo existíamos los dos sobre el orbe, invulnerables al paso de las horas, en compañía de los sillares grises, los santos y reyes del pórtico esculpidos y los restos de la lluvia atlántica que desde la cubierta del templete se precipitaba a la Tierra percutiendo como un eco místico, gota tras gota, igual que la reverberación remota de un ensalmo gregoriano mil veces entonado, un ruego de eternidad, aun a costa de pagarla con el infierno.

Según miramos de frente el pórtico de la Catedral de Tui, a la izquierda de la fachada principal y siguiendo la calle de Sánchez Freire se encuentra el edificio del Concello de la ciudad, ubicado en un antiguo hospital para pobres y peregrinos levantado en el siglo XVIII. La calle confluye con la del Obispo Castañón, de la que nace todo el entramado urbano de la antigua y poblada judería, aunque prácticamente no se conserva nada.

Apenas podemos llegar a intuir el eco sefardí en el abigarramiento laberíntico de calles. La última casa originalmente judía que mantiene elementos arquitectónicos originales es la llamada vivienda de Salomón, sita en el primer tramo de la calle. Data del siglo XV. Hace año y medio se puso a la venta por 148.000 €. Así de prosaica y de chusca es la cosa.

Bajamos, bajamos y bajamos en dirección al Minho salvando el gran desnivel que existe entre el núcleo del casco urbano y la riera más genuinamente gallega gracias a tres largos tramos de escaleras, pensando si valía la pena lo que íbamos a ver al final del trayecto, porque de vuelta habríamos de desandar el camino remontando una empinada cuesta que ahora era un sencillo descenso.

Pero al llegar a la confluencia con la rua do Pracer nos dejamos llevar de nuevo por lo más gratificante del paseo, por la expectativa de hallar la recompensa, como si al nombrar la calle una resonancia antigua, tan resabiada y hábil como el oficio más viejo nos sugiriese el goce del presente y la despreocupación por el futuro. ¡Carpe diem!¡Chaiim tovim!

Llegados al cruce con la rua d’Abaixo, tras unos veinte minutos de paseo descendente, ya atisbábamos aromas fluviales y percibíamos el sonido de un suspiro de corriente con vocación frustrada de fragor que se queda en caricia. Aun así, desde ese punto todavía no veíamos más que el fragmento de cielo encajado entre la estrechez de los tejados, afortunadamente en proceso de cuartear la grisura densa y apretada que nos intimidaba al inicio del día.

No estoy seguro de querer y de poder contar lo que sigue a continuación. Quizás ambas cosas al mismo tiempo. No sé si quiero porque en términos rabiosamente contemporáneos temo ser juzgado sumariamente por hacerle spoiler al futuro viajero que visite Tui, aunque, son tantos miles al año, durante siglos, que de no hacerlo sería un estúpido.

La reserva es mayor en cuanto a mi capacidad para narrarlo, porque hay momentos y lugares cuya presencia y existencia es tan apabullante que se resisten a ser evocados o plasmados en cualquiera de las maneras que los humanos nos las hemos ingeniado para capturar y expresar todos los matices, la sutileza, la exuberancia, o la grandeza de la naturaleza en el tiempo.

Los últimos cien metros de la calle Obispo Castañón culebrean a derecha e izquierda, formando tres recodos escalonados que impiden vislumbrar el desenlace del camino. Así, al finalizar la calle el caminante se topa repentina e inesperadamente con el cielo que cubre la colina de Valença do Minho, la población portuguesa que nos mira desde la otra orilla del río, y un mirador dispuesto estratégicamente desde el cual el viajero que se asoma se arriesga a contraer el síndrome de Stendhal.

Caminamos pausadamente unos pocos metros hasta apostarnos sobre el vallado del mirador, en escrupuloso silencio, por miedo a perturbar con nuestros pasos aquel encantamiento. Mi amor y yo, solos, de la mano, ante el  Minho, bajo un cielo que definitivamente excomulgaba las nubes, diluyéndose muy lentamente, mudando su carácter tormentoso en gran variedad de formas caprichosas, de una densidad circular blanca, refulgente, o algo rasgadas, casi románticas, en toda su gama de grises. Una coreografía atmosférica sugestiva, magnética, que se desarrollaba ostentosa y sublime sobre un azul radiante de luminosidad imposible.

Bajo el cielo se nos mostraba el Minho sereno, manso, apacible, brillante como la patena de la Catedral, de una superficie tan estática que la extraordinaria nitidez de sus reflejos convertía en tarea imposible delimitar dónde habitaban en realidad las nubes, si viajaban como globos suspendidas en el aire o flotaban ligeras como balsas de papel. Los únicos elementos naturales capaces de romper la ilusión fraguada entre el cielo y el río eran la vegetación otoñal de las dos orillas y el color bermellón de sus aguas que, según los sabios, es origen del nombre que le bautiza.

La soledad del lugar y la belleza singular del paisaje invitaban a la contemplación silenciosa y a ensoñarnos como parte natural de aquel todo. Perdimos el sentido del tiempo hipnotizados ante semejante espectáculo, como víctimas de un arrebato místico. En esos instantes de quietud, pensé que me gustaría dejar este mundo igual que el Minho, porque tras haber completado la mayor parte de su singladura a través de la tierra, antes de expirar en la inmensidad del Atlántico, se despide dejando tras su paso un recuerdo de bondad, la muestra de su afable y eterna amistad.

Miré a mi amor y le dije sin decírselo que la del Minho es una buena manera de morir y de seguir viviendo, algo parecido al último destino de los libros del orfanato que cuida con cariño el entrañable Ramón, padre adoptivo de tantas y tantas vidas.